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Tribuna
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Historia y Oriente Medio

No creo que tenga explicación cabal la combinación de desconocimiento, deformaciones históricas deliberadas, ocultaciones sistemáticas y adjetivación tendenciosa que impregna la información que sobre la fase actual del conflicto árabe-israelí estamos suministrando en España. Es un hecho que, al menos desde la Intifada de 2000 y ante la durísima respuesta de Sharon frente a aquélla, la opinión española sobre el conflicto palestino-israelí es una opinión agresivamente anti-israelí. Sin duda que existen motivos para ello. Lo que sorprende no es la condena de Israel: lo que no se entiende es la beligerancia inaudita de nuestros medios de información -radios y televisiones: la prensa escrita es otra cosa- al respecto (por lo que ejercicios como el que sigue -replantear con prudencia algunas cuestiones históricas relevantes- son, así, completamente inútiles). No creo, con sinceridad, que se trate de antisemitismo encubierto, sino de ese falso populismo progresista, de raíz en última instancia católica, en que vive instalada la conciencia de una mayoría de españoles. España, con todo, debería ser prudente: es país, en efecto, de fortísima tradición católica y cristiana, y las responsabilidades del pensamiento y de las autoridades eclesiásticas cristianas y católicas en la historia del antisemitismo son sencillamente sobrecogedoras.

Por empezar con la cronología: la tesis, a menudo repetida en nuestros medios de información, de que el conflicto árabe-israelí tiene ya cien años, es casi una tesis oficialista palestina. Pretende remontar el conflicto a la fundación del movimiento sionista en 1897, y no al rechazo de los países árabes en 1948 a la resolución de la ONU que acordó la partición de Palestina en dos Estados, uno árabe y otro israelí con Jerusalén como ciudad internacional. El hecho, sin embargo, es que la aparición del movimiento sionista fue algo ajeno a Oriente Medio. Fue una respuesta al antisemitismo europeo materializado en el affaire Dreyfus (1894-1907) y en el auge en los mismos años de partidos, prensa y ligas nacionalistas y antisemitas en la Europa central y del este. A corto plazo, el impacto del movimiento sionista en Oriente Medio -enclavado en el Imperio Otomano desde los siglos XII-XIII- fue prácticamente nulo. No ya sólo porque el movimiento sionista fuera un movimiento europeo con sede en Viena, porque la emigración judía a Palestina antes de 1945 no fuera numéricamente significativa (la población judía de Israel, en el momento de su fundación en 1948, era de 650.000 personas) y porque la idea de Estado judío propuesta por Herzl en 1896 fuese aún imprecisa y mal definida, sino por algo mucho más importante: porque en 1896-97 no existían en Oriente Medio ni Estados árabes ni, casi, nacionalismo árabe. También por una razón: por la debilidad que la idea misma de nación tuvo siempre en el mundo islámico, un mundo articulado sobre lealtades y pactos dinásticos, relaciones clásicas y familiares, y el islam como comunidad de creyentes (de donde se deriva el gran problema del islam en nuestro tiempo: definir el modelo moderno de Estado-nacional islámico).

No hubo, en efecto, Estados árabes en Oriente Medio antes de 1919. Fueron los ingleses (baste recordar Lawrence de Arabia), más que el aún incipiente nacionalismo árabe, el detonante de la rebelión de los árabes contra el poder turco al hilo de la I Guerra Mundial, y el factor decisivo, por tanto, en el nacimiento, primero bajo forma de mandatos británico y francés, de Jordania, Irak, Siria y Líbano, y aun de la propia Palestina contemporánea. Podrá criticarse cuanto se quiera esa política de mandatos posterior a 1919. Pero fue bajo esos mandatos cuando se crearon las estructuras administrativas, jurídicas y políticas que hicieron posible la formación de los Estados árabes, los arriba citados, de la región. Gran Bretaña, cuya política en la zona fue pro-árabe (desde la declaración Balfour de 1916, los judíos, lejos de ser un bastión del imperio, fueron para los ingleses una incomodidad irritante), creó literalmente Jordania, bajo el emirato de Abdullah, el futuro rey, e Irak, nominalmente independiente desde 1930, y optó desde 1936-37 por la partición de Palestina en dos Estados, uno árabe y otro judío (en puridad, una segunda partición de Palestina: Jordania fue siempre, a través de los siglos, parte de la Palestina histórica. Su creación fue, así, la primera partición de ésta).

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Se podrá igualmente estar a favor o en contra de la creación de Israel en 1948. Intelectuales judíos tan admirables como Isaiah Berlin y Hannah Arendt no creyeron en Israel y entendieron que la creación de un Estado judío sería contraproducente para el pueblo y la cultura judíos. Pero si se acepta que la partición de Palestina en un Estado árabe y un Estado judío -la tesis de la ONU en 1947-48- era, y es, la solución justa, difícilmente podrá dejarse de admitir que la negativa de los Estados árabes a reconocer a Israel en 1948 y la guerra que de forma inmediata le declararon Jordania, Egipto, Siria, Líbano e Irak (contra un Israel que era poco más que un campo de refugiados), fueron un formidable error. Fue eso lo que creó el conflicto, un conflicto que tal vez no tenga solución. Los palestinos, que considerarían con razón 1948 como una catástrofe, tuvieron un papel escaso en los acontecimientos. Aunque entre 1919 y 1939 hubiera habido revueltas esporádicas de la población árabe-palestina contra el mandato británico y la inmigración judía, en 1948 no había verdadero nacionalismo popular palestino. La política palestina seguía aún dominada por clanes y familias de notables: significativamente, la Organización para la Liberación de Palestina se creó mucho después, en 1964. En 1948 no había tampoco política unitaria de los países árabes al respecto. Jordania aún pensaba en un reino árabe unido para toda la región; Siria, en una 'gran Siria', integrada por Siria, Líbano y Palestina.

Con todo, 1967, y no 1948, fue la verdadera catástrofe para Oriente Medio. Tras la victoria israelí en la guerra del 48, aún pudo haberse llegado a una solución. Por mandato de la ONU, que envió fuerzas de interposición a la zona, Cisjordania y Jerusalén este quedaron bajo administración jordana, y Gaza, bajo administración egipcia. Pudo haberse creado entonces el estado palestino que la ONU había propuesto en 1947. Jordania y Egipto no lo hicieron. Hasta mediados de los años setenta, la política árabe se resumiría en los tres famosos noes que los países árabes proclamaron en la cumbre de Jartum de septiembre de 1967: no a la paz con Israel, no a la negociación, no al reconocimiento del Estado judío. La nueva guerra, la Guerra de los Seis Días, que poco antes, en junio, habían

provocado el líder egipcio Nasser y el bloque soviético, fue catastrófica. Supuso la mayor derrota militar de los árabes en época reciente. Hizo de Israel, que conquistó Gaza, Cisjordania y Jerusalén, el poder hegemónico de la región y una fuerza de ocupación. Creó el problema palestino en su forma actual: como el drama de un pueblo de refugiados con sus territorios bajo ocupación militar permanente. La ocupación de Jerusalén cambió Israel, un Estado creado por sionistas de izquierda centroeuropeos que incluso habían creado Tel Aviv como alternativa laica a la religiosa Jerusalén: 1967 abrió ante Israel la tentación de recuperar el gran Israel bíblico y dio a rabinos y partidos religiosos un peso en el Estado y en la configuración de la sociedad israelí que nunca habían tenido.

Desde 1967, el problema no sería tanto la destrucción de Israel (aunque Egipto aún desencadenaría la guerra de 1973), sino la cuestión palestina, con la secuencia y hechos conocidos: represión, exilio y sufrimiento del pueblo palestino; desestructuración del Líbano; asentamientos judíos en los territorios ocupados; lucha terrorista palestina contra Israel (la OLP y su líder Arafat no reconocieron a Israel hasta 1989); Intifada palestina de 1987; proceso de paz de 1991-1993; creación en 1994 de la Autoridad Nacional Palestina en Gaza y Cisjordania; asesinato en 1995 del primer ministro israelí Rabin, uno de los artífices del proceso de paz; aparición de una poderosa resistencia armada palestina opuesta a todo acuerdo de paz (Hamas, Yihad Islámica, Hezbolá); retirada israelí del Líbano; mediación de los Estados Unidos (Clinton) para lograr acuerdos definitivos; nueva Intifada (septiembre de 2000); victoria electoral de Sharon en Israel en 2001.

Juan Pablo Fusi Aizpúrua es catedrático de Historia de la Universidad Complutense

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