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Reportaje:A pie de obra | TEATRO

Un enemigo del pueblo

Marcos Ordóñez

Uno. Coriolano es la crónica del resquebrajamiento de una estatua, y el dibujo casi algebraico de los vectores que inciden en su caída. Lo extraordinario de esta tragedia dialéctica es que todos tienen razón, más que en ninguna otra obra de Shakespeare. Por eso fascinó a Brecht; y por eso se monta tan poco. No hay aquí altos vuelos poéticos. No estamos 'del lado' del héroe. Aunque nos atraigan por igual su coraje que su propensión a la catástrofe, Coriolano no nos conmueve. No es un héroe lúcido ni reflexivo. No es un maldito alucinado, como Macbeth, o maquiavélico como Ricardo III. No tiene, en su caída, ni la grandeza de Lear ni el angelismo de Otelo; está más cerca de la furia obstinada de Timón, del orgullo suicida de Ricardo II. Coriolano es, a la manera de Sartre, un drama 'de situación', que Shakespeare plantea, desmenuza y resuelve como una ecuación o un mecanismo. O un poliedro: durante no más de dos horas, conoceremos y veremos los puntos de vista del arrogante Coriolano y de los plebeyos a quienes desprecia; sabremos cómo se educa a un líder fascista a través de su madre, Volumnia; descubriremos en el patricio Menenio Agripa la esencia pragmática (mezcla de cinismo, hipocresía y sentido común) de un político nato, y percibiremos -como en La gran ilusión, de Renoir- el sentido de casta, de raza, que hermana a Coriolano con su máximo rival, el general Tulio Aufidio, en una compleja mezcla de odio y admiración.

Coriolano es, con Julio César, su pieza más claramente política, pero su lucidez amarga y su ausencia de sentimentalismo la emparenta con otra obra maestra, que, como ésta, apenas se repone: la impresionante Troilo y Cressida. Shakespeare nunca se hizo ilusiones sobre la naturaleza humana. Aquí todos manipulan a todos para lograr sus intereses; el pathos de Coriolano radica en que él es el único que se manipula a sí mismo, víctima de su educación y su carácter, incapaz de pactar o de volver sobre sus pasos: cuando lo hace, muere.

Coriolano es una fuerza de la naturaleza convertido en enemigo del pueblo por un pueril y enfermizo sentido del honor. Héroe de mil batallas, le veremos caer dos veces, vencido por la palabra: la primera, al entrar en un juego parlamentario que ni acepta ni comprende; la segunda, después de su traición, al renunciar a su venganza sobre Roma. Ironía suprema de Shakespeare, en ambos casos su motivación es la misma: el gran guerrero es un niño que busca, patológicamente, complacer a su madre. Al final, merced a un discurso sublime, de gran política, que aúna emoción y retórica, Volumnia logra la salvación del Estado a costa de la destrucción de su hijo.

Dos. Georges Lavaudant dirige este nuevo montaje de Coriolano en el Nacional de Barcelona, en espléndida versión catalana de Joan Sellent. Como suele suceder con Shakespeare, el vigor del texto y su economía narrativa triunfan por encima de un montaje que le va a la contra: poco imaginativo, hierático, con una iluminación de película de terror que deja en perpetua penumbra a los intérpretes, y unos movimientos corales que parecen seguir la pauta de aquellos '15 campesinos búlgaros huyendo de la vacuna' que acuñó Jardiel. El reparto es muy desigual. Brilla, a años luz de sus compañeros, una extraordinaria Rosa Novell en el rol de Volumnia: la escena de la súplica a su hijo tiene la energía y la gama de sutilezas que debería impregnar toda la obra. Lluís Homar (Coriolano) logra hacernos ver a su personaje, pero ver no es lo mismo que sentir. Hay más sobriedad aquí que en su amanerado Hamlet de hace dos años, y muchísima menos intensidad que en su portentoso Solness de la temporada anterior. Salvo en un par de escenas -la desdeñosa petición de votos y la debacle final-, no vemos a un guerrero confuso que busca entenderse a sí mismo, sino a un actor que busca entender a su personaje, con escasa guía y una dicción un tanto galleante. Hay interpretaciones muy claras y limpias, como las de Jordi Banacolocha (Menenio Agripa), Carles Sales y Pep Sais (los tribunos de la plebe) o Francesc Garrido (Tulio Aufidio), y también actores escandalosamente desaprovechados, como el poderoso David Selvas. El texto fluye y el montaje no aburre ni por un momento, lo cual no es poco, pero predomina una general sensación de incomodidad, de intérpretes perdidos en una escenografía fea, grandilocuente, acartonada y, sobre todo, banal, del mismo signo que el vestuario: ¿cuándo se convencerán algunos directores de que Shakespeare no necesita que le modernicen plantando un puente de autopista en la antigua Roma, y que vestir a senadores y plebeyos con traje y corbata ya se ha convertido en un cliché pueril? Shakespeare es una poderosísima máquina de generar sentidos e imágenes. Más allá de autopistas y corbatitas, cualquiera puede situar mentalmente a Coriolano en los días del Frente Popular, e imaginarle como un militar republicano que, por un aristocrático sentido de clase, traiciona al Gobierno azañista y se une a los facciosos. O verle como una criatura de Drieu la Rochelle en plena Ocupación, y así hasta el infinito. A su manera, y aunque transcurra mayormente en exteriores, Coriolano es un drama íntimo, y pide una concentración de fuerzas que Lavaudant no ha sabido darle. Con todos los peros, la función llega al espectador, y es una excelente ocasión para descubrir un Shakespeare injustamente calificado de 'menor'.

Rosa Novell y Lluís Homar, en una escena de 'Coriolano'.
Rosa Novell y Lluís Homar, en una escena de 'Coriolano'.

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