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Crítica:LECTURA
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Las madres de Europa

De los restos de la garganta de Cheddar (Inglaterra) habíamos extraído pruebas directas de la continuidad genética entre la población actual y los cazadores del Paleolítico Superior. Ahora ya sabíamos que esta línea ininterrumpida, registrada con precisión y fidelidad en nuestro ADN, se remontaba más allá de los comienzos de la historia, más allá de las edades del Hierro, el Bronce y el Cobre, hasta un antiguo mundo de hielos, bosques y tundras. (...)

Nuestra reconstrucción había identificado siete grupos genéticos principales en los europeos. Dentro de cada uno de estos grupos, las secuencias del ADN eran idénticas o muy similares unas a otras. Más del 95% de los nativos europeos modernos pertenece a uno de estos siete grupos. (...)

'Las siete hijas de Eva'

Bryan Sykes Editorial Debate

Velda, la cuarta de las siete hijas, vivió en el norte de España, en las montañas de Cantabria, a pocos kilómetros de distancia del actual puerto de Santander
Se sentía satisfecha, aunque criar a tres hijas era duro, no teniendo un hombre al lado la mayor parte del tiempo. Recibía mucha ayuda de las mujeres y ella las ayudaba a su vez
Tenía una notable vena artística. Su abuelo había pintado las cuevas ceremoniales, y ella había intentado reproducir sus bellas imágenes en las paredes de su propia cueva

La edad de los siete grupos oscilaba entre 45.000 y 10.000 años. Lo que nos dicen en realidad estos cálculos es el tiempo que ha sido necesario para que, a partir de una misma secuencia fundadora, surgieran todas las mutaciones que observamos en un grupo. Y por pura deducción lógica, la inevitable pero impresionante conclusión es que la secuencia fundadora situada en la raíz de cada uno de los siete grupos perteneció a una sola mujer en cada caso. Así pues, las edades que hemos atribuido a cada uno de los grupos indican la época del pasado en la que vivieron realmente estas siete mujeres, las madres de cada clan. Sólo faltaba ponerles nombres para traerlas de nuevo a la vida y despertar en mí, y en todo el que ha oído hablar de ellas, una intensa curiosidad acerca de sus vidas. Úrsula, Xenia, Helena, Velda, Tara, Katrine y Jasmine se convirtieron en personas reales. (...)

Velda, la santanderina

Hace 17.000 años, las llanuras del norte de Europa estaban completamente desiertas; toda la vida animal y humana estaba concentrada en Ucrania, el sur de Francia, Italia y la península Ibérica. Velda, la cuarta de las siete hijas, vivió en el norte de España, en las montañas de Cantabria, a pocos kilómetros de distancia del actual puerto de Santander. En esa parte, el lecho oceánico tiene una pendiente muy pronunciada, de modo que la línea de la antigua costa no era muy diferente de la actual, a pesar de que el nivel del mar era 100 metros más bajo que ahora. Como otras muchas familias anteriores y posteriores, la familia de Velda dependía de las manadas de bisontes y otros animales que pasaban el verano en las altas mesetas del sur, pero también cazaba en los espesos bosques que cubrían la llanura litoral. Al estar situados entre estos dos recursos, Velda y su horda podían mantener una base permanente en la zona. Había mucha competencia por los mejores sitios, y eso daba a Velda y sus compañeros un incentivo para mantener el suyo ocupado durante todo el año. Si lo hubieran abandonado para emprender migraciones estacionales a la costa o al interior, siguiendo a los bisontes, lo más probable habría sido que al volver lo hubieran encontrado ocupado por otra horda. Esto no sólo resultaba molesto; además, podía ser peligroso. Mucha gente había muerto en el pasado tratando de defender o de reclamar una buena caverna.

Al estar la mayoría de las cavernas ocupadas durante todo el año, resultaba mucho más fácil establecer una reivindicación de residencia convincente. Las expulsiones por la fuerza, aunque seguían ocurriendo, eran ya casi algo del pasado. Sin embargo, esto significaba que los hombres tenían que alejarse del campamento durante largos periodos en sus partidas de caza. El compañero de Velda era un buen cazador, e incluso en las épocas en que escaseaba la caza, él siempre regresaba con algo para ella y sus tres hijas. Mientras él estaba fuera, ella buscaba comida en los bosques próximos al campamento. Su madre, una anciana de 37 años, cuidaba de las niñas, que eran demasiado pequeñas para ir con ella. Recorrer el mismo territorio día tras día era un trabajo duro. Ella lo conocía como la palma de su mano. Sabía en qué arroyos había peces, en qué charcas abundaban las ranas y sapos, y dónde se encontraban las encinas con mejores bellotas.

Mujer llamativa

Velda era una mujer llamativa, más alta que las demás, con una estatura de 1,65, ojos castaños y chispeantes, y pelo oscuro y lacio que ondeaba sobre sus hombros al andar. Su piel era de color castaño claro en invierno, pero se tostaba con facilidad y en verano se le ponía la cara de color ébano oscuro. Aunque hiciera frío, el sol era tan brillante como ahora. Aunque empleaba la mayor parte del tiempo en recolectar comida, no todo era trabajo, y había días soleados de verano en los que encontraba un sitio resguardado y se tendía al sol durante varias horas para reflexionar sobre su vida. Se llevaba bien con las otras mujeres de su edad de la horda, casi todas las cuales estaban emparentadas con ella de un modo u otro, y pasaban bastante tiempo juntas, hablando de sus vidas. Ella se sentía satisfecha, aunque criar a tres hijas era duro, no teniendo un hombre al lado la mayor parte del tiempo. Recibía mucha ayuda de las demás mujeres y ella las ayudaba a su vez. Su madre y su hermana menor habían ayudado cuando nacieron sus tres hijas, lo mismo que ella había ayudado a su hermana y a otras amigas. Los hombres no sabían nada de partos. Por lo general no estaban en el campamento cuando nacían sus propios hijos, y habría sido inconcebible que un hombre presenciara el nacimiento de su hijo. Así pues, las mujeres de la horda mantenían completo control sobre el proceso y el misterio del nacimiento. Tenían en sus manos el futuro de la horda. A cambio, los hombres las mantenían, aportando comida y protección contra los animales salvajes, que eran un peligro constante. El marido de Velda era amable y atento cuando estaba en el campamento, y siempre era una alegría verlo regresar sano y salvo de las cacerías, sobre todo si volvía cargado de carne para la despensa. En las expediciones más largas podía estar ausente durante dos o tres semanas, dependiendo de cómo le fuera en la caza. Cuando ya había capturado todo lo que podía acarrear, volvía a casa.

Durante las semanas en que él estaba fuera, sobre todo si todos los hombres de la horda habían salido a cazar juntos, Velda se sentía especialmente vulnerable. Lo que más temía era el ataque nocturno de un leopardo. Conocía varios casos de niños arrebatados mientras dormían. Cuando empezaba a oscurecer, ella encendía una hoguera en la entrada de la caverna y se retiraba con sus hijas a una grieta natural que había a un lado, acostando a las niñas en sus lechos de suaves pieles. Ahora también su madre vivía con ella, lo que en teoría proporcionaba mayor seguridad, aunque los nervios de su madre ya no eran lo que habían sido, y además roncaba mucho. Velda tenía el sueño ligero: se despertaba aproximadamente cada hora y se aseguraba de que el fuego siguiera encendido. Sólo cuando su hombre estaba en casa podían repartirse la vigilancia y ella podía dormir toda la noche.

Algunas noches era consciente de animales que se movían fuera, en la oscuridad. No es que los oyera, porque no hacían ruido al moverse; más bien sentía su presencia. Una vez vio dos ojos verdes brillando en las tinieblas a sólo unos palmos de distancia, con la luz del fuego reflejándose en ellos. Se puso tensa y aferró la lanza que siempre tenía a mano; después arrojó otra rama a la hoguera. Al volar las chispas, los ojos desaparecieron; el animal había vuelto la cabeza. Velda confiaba en que el leopardo, no sabiendo cuánta gente había en la cueva, decidiera que no valía la pena atacar.

Era muy raro que murieran niños en ataques directos. Lo normal era que desaparecieran cuando, por descuido o por cansancio, se dejaba que el fuego se apagara. Solía ocurrir de manera tan rápida y silenciosa que nadie se daba cuenta de que algo había sucedido hasta la mañana siguiente. Aquél era el peor tipo de desaparición, porque no sabías con seguridad si al niño se lo había llevado una fiera o si había salido solo de la caverna. Esto le había ocurrido a una de las primas de Velda, que se había pasado días buscando a su única hija. ¿Era posible que siguiera viva en alguna parte del bosque? La respuesta, por supuesto, era negativa. El leopardo había capturado a la niña mordiéndole el cuello; sus mandíbulas se habían cerrado con fuerza irresistible sobre la tráquea, impidiéndole respirar y gritar, mientras el gran felino daba media vuelta y salía de la cueva sin esfuerzo y sin ruido, con la niña colgando de sus quijadas. El miedo a la noche era algo muy real.

Velda y las demás mujeres hicieron todo lo que pudieron para consolar a la prima, pero ésta nunca llegó a recuperarse de la pérdida de su única hija de manera tan terrible. Se hundió en un profundo letargo, negándose a comer, y se sentaba sola en lo alto de la colina, contemplando los oscuros bosques que se extendían bajo ella y llamando a su hija perdida. Otras mujeres que habían perdido un hijo por causa de las fieras tenían otro casi inmediatamente, de manera que el duro golpe quedaba mitigado por el nuevo nacimiento. Pero la prima de Velda, torturada por la sensación de que su hija podía seguir aún con vida, era incapaz de seguir este camino. Se puso demasiado débil para quedar embarazada; su hombre acabó perdiendo la esperanza de que se recuperara y abandonó la horda para siempre. Se dedicó a vagar por los bosques, llamando a su hija en voz baja y mirando en cada matorral y debajo de cada árbol. Velda y sus amigas se la llevaban a sus cuevas por la noche, pero seguía negándose a comer lo suficiente y no podía dormir. Un día, ya en vísperas del invierno, no volvió de los bosques hasta después de anochecer. No era preciso que le advirtieran de los peligros, y sus amigas insistieron en que siempre debía regresar mientras hubiera bastante luz. Ella siguió sus recomendaciones durante una semana, y parecía que iba mejorando. Pero un día no volvió. Nunca encontraron su cuerpo. No sabían lo que le había ocurrido, pero lo sospechaban. El mismo leopardo que se había llevado a su hija la había seguido también a ella y la había atacado por detrás cuando regresaba entre los árboles. A la mujer ya no le quedaban fuerzas para luchar. Acabó sirviendo de alimento a la misma camada de cachorros que había devorado a su hija.

Vena artística

Velda tenía una notable vena artística. Su abuelo había sido uno de los hombres que pintaban las cuevas ceremoniales, y ella había intentado reproducir sus bellas imágenes en las paredes de su propia cueva. Su mayor deseo era que le permitieran pintar algo en una de las grandes cavernas que se usaban sólo para las ceremonias anteriores a las cacerías. Se trataba de un privilegio celosamente guardado. No sólo tenías que saber pintar; además, tenías que poseer convincentes dotes sobrenaturales para la magia. Puesto que esto era prácticamente imposible de demostrar, los aspirantes a artistas tendían a exagerar los comportamientos excéntricos o a proclamarse descendientes de una larga estirpe de magos. Velda manifestó su talento de delicada artesana tallando adornos de hueso y, cuando podía conseguirlo, de marfil de mamut. Los diseños que tallaba eran a la vez simbólicos y naturalistas, y tardaba semanas e incluso meses en terminar una pieza, trabajando muchas veces hasta bien entrada la noche, a la luz de la hoguera, mientras sus hijas dormían. Su proyecto más ambicioso era un lanzador de jabalinas muy ornamentado, que estaba haciendo con madera de enebro como regalo para su hombre. En realidad, no era para usarlo en las cacerías, sino sólo en las ceremonias de la caverna. Últimamente, a los hombres les había dado por usar armas ceremoniales, en lugar de las auténticas, para invocar la magia simpática. Parecía más apropiado, y había quien decía que más eficaz, esgrimir un arma especial en estas ocasiones. Velda se pasó los tres meses del verano trabajando en esta pieza. Quería que estuviera lista para la ceremonia del próximo otoño. Cuando su hombre estaba cazando, podía trabajar sin disimulos, pero cuando él estaba en casa, escondía su regalo en una grieta del fondo de la cueva. Quería que fuera una sorpresa.

El objeto terminado era verdaderamente hermoso. Velda había grabado a todo lo largo del mango un grupo de tres bisontes. Había que girar el instrumento para ver la imagen completa, pero aun así las proporciones eran perfectas. Uno de los animales tenía la cabeza vuelta hacia atrás y se lamía un flanco con la lengua. Velda dedicó especial atención a las cabezas, tallando cuidadosamente una serie de líneas que representaban el pelo del lomo. Los grandes ojos estaban rodeados por abultados párpados, y los orificios nasales se ensanchaban igual que en la realidad. Noche tras noche, iba añadiendo detalles hasta que por fin se dio por satisfecha y ocultó el lanzador hasta el día en que regresara su hombre.

Su hombre nunca regresó. Cuando sus compañeros volvieron de las montañas, creían que él ya estaba de vuelta en el campamento. Después de matar un bisonte, él se había marchado temprano, ansioso por regresar a casa. Se había llevado la mejor carne de la res y había emprendido la marcha de tres días para volver a su caverna. Sus compañeros le habían despedido agitando los brazos mientras él iniciaba la bajada por el valle que le llevaría a casa. Aquélla fue la última vez que se le vio vivo. Cuando sus amigos regresaron al campamento, pocos días después, y comprendieron que había desaparecido, regresaron inmediatamente a las montañas para buscarlo. Era muy poco probable que se hubiera perdido, porque conocía el territorio tan bien como cualquiera. El tiempo era bueno; no hacía demasiado frío, así que no habría muerto de congelación. De vez en cuando, algunos jóvenes se unían a otra horda que encontraban yendo de caza, pero ninguno hacía tal cosa si tenía mujer e hijos esperándole en el campamento. Tampoco se sentía mal cuando se separó de sus amigos. Era un completo misterio. Aunque estuvieron cuatro días buscando por la ruta que había tenido que seguir para llegar a casa, mirando en todos los refugios rocosos que se utilizaban tradicionalmente como vivaques, no encontraron ni rastro de él. El quinto día subieron aún más arriba, a lo alto de la montaña, para inspeccionar una gran caverna que utilizaban de vez en cuando las partidas que iban a cazar íbices. Era muy improbable que hubiera tomado esa desviación, dado que regresaba de una cacería fructífera, pero subieron para asegurarse.

A unos cien metros por debajo de la entrada de la caverna encontraron su cuerpo, o lo que quedaba de él. Sus prendas de piel formaban un revuelto amasijo que envolvía un desarticulado montón de huesos y carne. Todos los órganos internos -el corazón, el hígado, el estómago y los pulmones- habían desaparecido. La caja torácica, despojada de piel y músculos, todavía se mantenía unida por ligamentos ensangrentados. Sus amigos apartaron la vista. Sabían que era él. Su rostro estaba irreconocible y su cráneo aplastado, pero al lado del cuerpo estaba caída su lanza rota. No cabía duda de que era la suya. A unos cincuenta metros yacía otro cadáver, pero éste no era humano, sino de una enorme hiena, con otra lanza clavada en el pecho. Así había muerto el hombre. Solo y rodeado por una voraz jauría de aquellas bestias repulsivas, había hecho frente a sus atacantes, matando a uno y probablemente hiriendo a otros. Pero eran demasiados para un hombre solo, y había acabado vencido y despedazado.

Tumba prehistórica

Recogieron lo que quedaba de su cuerpo y lo depositaron en una de las grietas de un pequeño afloramiento rocoso, cubriéndolo con piedras. Su mejor amigo recogió la punta de su lanza rota y el grupo se retiró en silencio montaña abajo. En cuanto los vio venir, Velda supo por sus expresiones que había ocurrido lo peor. Tomó la punta de la lanza y la apretó contra su pecho, llorando inconteniblemente. Al poco rato, tras las oscuras nubes de dolor y desesperación que se abatieron sobre ella, la gravedad de su situación empezó a cobrar forma. Alimentar a tres hijas sin un hombre que trajera comida no iba a ser fácil. Ella sola no podía alimentar a su familia, y en el bosque no había suficiente para mantenerlas durante todo el invierno. Pero perder a tu hombre, o a tu mujer, no era un acontecimiento raro. En su situación, la solución habitual consistía en encontrar otro compañero a toda prisa, y una mujer bella y habilidosa como Velda no tendría dificultades para encontrar otro hombre, si no en su propia horda, en un grupo vecino. Pero Velda no lo hizo. Se quedó en su horda y trabajó con todas sus fuerzas durante el primer invierno, redoblando sus esfuerzos para recolectar y almacenar bayas y frutos secos del bosque. Sus hijas, hasta la más pequeña, fueron incorporadas al servicio activo. La caza del bisonte había sido muy fructífera aquel año, y había abundancia de salmones de otoño que remontaban el río en el valle que discurría bajo las cavernas. Había comida de sobra, y Velda y sus hijas no pasaron hambre.

Aunque la horda habría cuidado de ella de todos modos, Velda empezó a corresponder a su amabilidad dándoles a cambio pequeños objetos tallados. Eran sólo pequeños amuletos, objetos mágicos portátiles: un bisonte de marfil para llevar durante las cacerías; un pez para llevar colgado al cuello cuando se vadeaban las pozas del río. Su reputación de artesana exquisita se fue extendiendo, y sus obras eran muy solicitadas en los intercambios con otras hordas. Gracias a sus esfuerzos, sus hijas crecieron y encontraron compañeros. Dos de ellas abandonaron el grupo y la tercera se quedó, compartiendo la caverna en la que se había criado. Cuando Velda pasó de la treintena, más vieja pero todavía atractiva, consiguió hacer realidad su ambición y se le permitió decorar parte de una de las cavernas ceremoniales. Murió apaciblemente mientras dormía, a los 38 años de edad, a consecuencia de una combinación de vejez y agotamiento. Por la mañana, cuando su hija encontró su cadáver, frío y sereno, encontró también dos objetos que tenía junto a ella bajo las pieles que le servían de manta. Uno era una vieja punta de lanza, gastada por años de uso. El otro era un lanzador de jabalinas de enebro tallado, el más bello que nadie había visto jamás.

En la actualidad, aproximadamente el 5% de los nativos europeos pertenece al clan de Velda; son más abundantes en Europa occidental que en el este. Muchos de los descendientes de Velda han llegado muy lejos del hogar de su antepasada en las montañas de Cantabria. Un pequeño grupo llegó tan al norte como se puede llegar, hasta la punta misma de Escandinavia, donde forman parte de los actuales saami de Finlandia y el norte de Noruega.

Reconstrucción artística de lo que pudo ser la vida de Velda en las tierras cántabras.
Reconstrucción artística de lo que pudo ser la vida de Velda en las tierras cántabras.JOSÉ LUIS DE ÁNGEL

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