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El diablo en Mallorca

Dentro de poco volverá a ocurrir. Con el mismo estruendo las lluvias y la noche aparecerán, sobrevenidas, desde el otro lado de la gran montaña. Y el viento se meterá en todos los huecos, reventándolos. Tumultuosas, las aguas harán rodar, torrente abajo, enormes piedras. Y el mar se hará cercano con ruidos de pájaro feroz y tenebroso. Nadie, ni en la peor de las errancias, osará cruzar el claustro. Sin embargo, en noche como ésa, alguna vez lo hizo George Sand, aquel amante femenino de Chopin. Creyó, entonces, que, finalmente, vivía la tempestad soñada o que aquella devastación se parecía a la tramoya del acto de las monjas de Robert le Diable, que había presenciado en la Ópera de París. O sea, que la realidad se parecía al arte menos que mediocre de la primera ópera en francés de Giacomo Meyerbeer estrenada en París el 21 de noviembre de 1831. Dos años después, en el verano de 1833, Chopin compuso en colaboración con el chelista Auguste Franchomme el Grand duo concertant sobre temas de Robert le Diable. Algunas piezas de Giacomo Meyerbeer fueron tocadas en el último concierto de Chopin celebrado el 16 de febrero de 1848 en el salón de Pleyel, en París. Pero es poco imaginable que Chopin encontrara alicientes en la música ramplona de Meyerbeer. Sin embargo, parece que a George Sand esta música y la tramoya verbenera de un demonio medieval le habían causado suficiente impresión como para identificar, ocho años después, una tormenta de invierno en la miserable Cartuja de Valldemossa con el espectáculo operístico de moda en París. La naturaleza había imitado un arte malo. O, por lo menos, George Sand así lo vio. Pero esta reducción de la materia a bisutería era un procedimiento habitual del escritor.

De hecho, el relato de aquel 'invierno en Mallorca', publicado en 1840 y 1841, se organiza en torno a una deformación que altera todas las percepciones que Sand llegara a tener del orden humano mallorquín. Ha sido mil veces referido el aparente desdén de Sand hacia los pobladores, señores, campesinos y judíos que tuvo que observar en la isla y con los que, forzosamente, trató en su breve y áspera estancia. Un grupo de ciudadanos de Palma, encabezados por el menorquín Josep Maria Quadrado, publicó, en marzo de 1841, una 'vindicación' que pretendía corregir las opiniones, mal fundadas según ellos, de Sand sobre la sociedad mallorquina. El texto de Sand sigue, desde entonces, sin ser analizado, intacto, incomprendido como una fábula de origen, como un recordatorio severo de que hubo una vez en Mallorca una sociedad inmóvil de campesinos pobres, rutinarios, 'que no piensan jamás', de señores absortos rodeados de domésticos inactivos y de judíos afanosos e hipócritas que habrían de acabar adueñándose de todo, como en Francia. ¿Era, de verdad, así? La respuesta es doble. Exceptuando el fantástico pronóstico sobre el poder judío, era así. Pero Sand, claro, no tenía razón, no entendió lo que vio.

Ninguno de los que, entonces, emprendieron viaje hacia los pueblos del sur estaba en disposición de descifrar los rudimentos de un orden social que parecía regido por frías leyes inconmensurables como las de las constelaciones. La imagen de un 'oriente' inmutable y atroz se repite en Sand y en todos los textos y pinturas de viajeros a estos lugares que, en realidad, no existían. Cabe advertir que Sand andaba precavida. Sabía que en los pueblos del sur no se halla el hombre natural y feliz. El viaje a Mallorca acabó de convencerle de que en la 'isla de los simios' -como él la llama- no hay rastro de una anterioridad humana digna de ser admirada y preservada. La imagen de la 'isla de los simios' contiene toda la perplejidad del viajero en el sur. No puede sino ser visto que, en efecto, hay grados de humanidad. Lo difícil es establecer el rango de esta variedad y los límites entre las fases. De que los campesinos de Mallorca fueran humanos no se podía dudar como tampoco se podía dudar de que no acabaran de serlo. La descripción de esta naturaleza mermada es ardua y complicada. A veces Sand encuentra la frase justa, que transmite su propio espanto ante la contemplación del equívoco: el campesino mallorquín 'no ama el mal y no conoce el bien'. No estaba claro que el atraso fuera recuperable. Sí, en cambio, que el orden social visible era la medida de la diferencia de grado de humanidad. Por supuesto que Sand y los demás viajeros dudan siempre de que la diferencia sea natural y por ello irreducible. Otros, en cambio, lo desean. Todavía no se diferenciaba bien entre el 'salvaje' y el campesino. Este último está inscrito en una sociedad más amplia y global. La 'sociedad salvaje' es, en cambio, hermética y no emite información hacia fuera, está sola. Pero ambas podían, en 1840, ser descritas en términos similares, lo que generaba consideraciones diferentes e incluso contradictorias del sujeto observado. Sand, por ejemplo, manifiesta dudas acerca de si el derecho de gentes, que ella claramente cree representar, prevalecerá o si la suerte de todos los pueblos aislados y limitados -como Transilvania, los turcos o los húngaros- será ser devorados por el vencedor. En cuyo caso no le desea a Mallorca un tutor, hacia la civilización, se comprende, como España, Inglaterra o aún Francia.

Tras 161 años resulta evidente que las previsiones acerca de la incapacidad de mejorar de los campesinos y señores de Mallorca eran ciertas. Ambos grupos sociales han desaparecido. Y la tutela de España es prominente. Quizá hoy siga, encubierto, el debate sobre el confuso borde entre animalidad y humanidad en el que colaboró dando testimonio George Sand. En un pasaje estremecedor, Sand dio detalles de haberlo visto. Existió un campesino con cabellera y maneras de salvaje, aunque entendido en música y pintura. Cada vez que oía a Chopin tocar el piano entraba en éxtasis, boquiabierto y con los ojos en blanco. Pero, en realidad, era un ladrón como todos los demás campesinos de la isla. Robaba abalorios y chucherías francesas, como un cepillo de dientes, por ejemplo. 'Pedía también por su trabajo un precio fabuloso. Tenía las necesidades artísticas de un italiano y los instintos de rapiña de un malayo o de un cafre'. No era, pues, cierto que le gustara la música de Chopin. Se trataba de un ardid, de un simulacro. En cambio, era natural que a Sand una tormenta le recordara el cartón piedra de un diablo de salón. Lo cierto es que sólo él podía travestirse. Madame Dudevant, George Sand, empresario del romanticismo, matrona de fonda o febril muchacho enamorado de un Chopin maltrecho y remoto. Todo en una. Y, además, viajero al sur. No se debía entonces, como tampoco ahora, viajar al sur sino para concebir su destrucción y llevarla a cabo. Estos viajes no se cuentan.

Miquel Barceló es historiador.

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