Omar Jayam y Dante Alighieri
En la serie de artículos titulada La rabia y el orgullo, la conocida periodista italiana Oriana Fallaci, siempre pasional, siempre impulsiva y presta a repartir bofetadas a diestro y siniestro -sobre todo a siniestro-, después de una emotiva y justa expresión de su horror ante el monstruoso atentado a los símbolos de Nueva York -para mí también la ciudad más cosmopolita, dinámica y bella de nuestro planeta-, se lanza a un furibundo ataque al islam y a su civilización presunta o inferior, oponiendo a la yihad de los terroristas de Bin Laden una cruzada salvadora en el sentido estricto del término. Para ello se dirige a los tibios, a los progresistas, a los pacifistas, a quienes invocan la civilización para exigir el respeto a la legalidad internacional y la reflexión previa al recurso a la guerra, mezclando capachos con berzas o, por mejor decir, metiendo a éstas y a todos los sospechosos de tolerancia con la intolerancia en el mismo capacho o cesta. Si sólo los fanáticos del islam y los antiamericanos profesionales pueden disentir de su condena de los talibanes, de su misoginia repulsiva y de una larguísima serie de males derivados del rigorismo extremo wahabí de los hasta hoy más firmes aliados de Washington en el mundo árabe, sus arengas para una movilización de cuerpos y almas contra un fanatismo -únicamente uno, no todos- no contribuyen a solucionar los problemas con los que se enfrenta nuestra actual civilización planetaria: atizan al revés unas llamas de las que nadie ni nada estarán a salvo a causa del fundamentalismo de la tecnociencia y la caja de Pandora abierta por las investigaciones biológicas al servicio de las industrias farmacéuticas y armamentistas (véase, El lado oscuro de la revolución genética, de Jeremy Rifkin, EL PAÍS, 6 de octubre de 2001). Quiero precisar también que el horror de Oriana Fallaci a aquellos barbudos con turbante que antes de disparar los morteros elevaban sus preces al Señor en Afganistán es similar al mío ante las imágenes de la televisión serbia cuando mostraban adolescentes angélicas besando los morteros con los que Karadzic y sus gentes bombardeaban Sarajevo. Pero cedamos la palabra a la periodista, en su imprecación a los necios, hipócritas y tuertos de toda laya: 'Habituados como estáis al doble juego, afectados como estáis por la miopía, no entendéis o no queréis entender que estamos ante una guerra de religión Una guerra que ellos llaman yihad. Guerra santa. Una guerra que no se propone quizá la conquista de nuestro territorio, pero que ciertamente persigue la conquista de nuestra libertad y de nuestra civilización No entendéis o no queréis entender que si no nos oponemos, si no nos defendemos, si no luchamos, la yihad vencerá Y con la destrucción de nuestro mundo destruirá nuestra cultura, nuestro arte, nuestra ciencia, nuestra moral, nuestros valores y nuestros placeres...'.
El autor de los Rubayat no admite las penas eternas por parecerle absurdas y desproporcionadas respecto al pecado
Dante expresa las creencias de un mundo teocrático y la visión escatológica de la Divina Comedia nos muestra a un Dios cruel y despiadado
Y, frente a las teocracias islámicas, opone el derecho natural a beber vino y cerveza, escuchar canciones y música, hacer el amor cuando nos apetezca y con quienes nos apetezca: algo a lo que me suscribo sin la menor reserva. Esgrime para ello, como veinte años antes, un ejemplo claro y rotundo: 'Yo quiero defender nuestra cultura y les informo de que Dante Alighieri me gusta más que Omar Jayam'. Sobre gustos no hay disputa y nadie duda de que el poema genial de Dante es una de las mayores y más bellas creaciones de la cultura universal. Pero el ejemplo escogido por Oriana Fallaci no puede ser más desacertado si examinamos el contenido de la obra del florentino y la del poeta persa. Dante expresaba las creencias de un mundo teocrático y la visión escatológica de la Divina Comedia nos muestra a un Dios cruel y despiadado, en cuyo infierno la 'turba atormentada' de los indiferentes, no bautizados, lujuriosos, glotones, impíos, herejes, sodomitas, ateos, etcétera, sufre eternamente en los abismos del fuego y los hervideros de la pez, engarfiada y alanceada sin tregua por una caterva de demonios en medio de llantos y alaridos. Quienes piensan o viven a su aire, como Oriana Fallaci o un servidor, se retorcerían allí de dolor, inútilmente contritos.
El mundo poético de Omar Ja
yam se sitúa en los antípodas: el autor de los Rubayat no admite las penas eternas por parecerle absurdas y desproporcionadas respecto al pecado y mezcla su escepticismo y materialismo paganos, próximos al epicureísmo de Lucrecio, con ramalazos del peculiar misticismo sufí, como el que hallamos luego en los alevís y bektachís otomanos como Pir Sultan Abdal o Kaygusuz Abdal.
La primera traducción occidental, al inglés, de los Rubayat, obra de Edward Fitz Gerald en 1859, fue seguida de otras a casi todas las lenguas europeas. Mi tío abuelo materno, Ramon Vives Pastor, vertió los poemas al catalán a partir del texto de Fitz Gerald y de la versión francesa de M. Nicolas. Desde la fecha de su publicación en 1906, con un prólogo de Joan Maragall, existen diversas traducciones españolas pero en homenaje a Ramon Vives Pastor, un catalán abierto a todas las culturas del mundo, prefiero recurrir a su hermoso texto, que leí en la adolescencia e influyó de forma decisiva en alimentar mis primeras dudas religiosas. Estas traslaciones de la órbita poética farsí a la del inglés o francés, de éstas a las del catalán y de éste al castellano propician la infidelidad al original mas resultan muy útiles para probar la fuerza y vitalidad de los poemas en su trasiego a otras lenguas, pese a las libertades que tomo con su métrica.
Cuando hayamos partido sin dejar ningún rastro / el sol no cambiará sus leyes ni sus ciclos; / ya vivió sin nosotros innumerables siglos / y no para deleitarnos luce su ardiente astro.
Mulá: no reces por mí. Dios da su don / sin que se lo pidan, y el velo de perdón / y su misericordia, inmensos como el mar, / cubrirán, sin mirarlos, los pecados de Omar.
La tierra es un mosaico de dioses y creencias, / de clérigos, profetas, sacros libros y textos: / impiedad, fe, pecado, son sólo los pretextos / que los hombres invocan al luchar como fieras.
Bebamos, amor, bebamos: todo al olvido invita. / Yo que medito siempre, solamente en dos días / no he querido pensar ni jamás he pensado: / en que está por venir y aquel que ya ha pasado.
Si vino y bellezas hay, pide vino y bellezas, / siéntate junto al agua que el verde prado riega, / deja diablos y hurís al musulmán que crea, / mañana puedes morir si es que mañana llega.
Si en el cielo hay hurís y vino, como dice el mulá, / nuestro premio en lo alto será beber y amar. / Yo comienzo a gozar y vaciar copas en vida, / disponiendo mi alma al placer de allí arriba.
Al mundo me trajeron sin mi consentimiento / y los ojos abrí con sorpresa infinita, / partiré después de reposarme un tiempo / sin saber la razón de mi entrada y salida.
Escucha, musulmán, los días aptos / para beber sin herir tu conciencia: / martes, jueves, viernes, domingos, sábados, / miércoles y lunes, ¡los demás, abstinencia!
Yo bebo entre las flores, la conciencia tranquila, / y tú trabajas siempre, gran muftí de la villa; / tintas de rojo oscuro tenemos nuestras manos: / yo de sangre de cepa; tú, de la de tus hermanos.
Entrégate al placer, oh mortal, sin recelos: / nadería es el mundo y nadería la vida / y nadería esa bóveda hecha de nueve cielos. / Amar y beber es cierto, ¡y lo demás mentira!
En medersas e iglesias, buscando la verdad, / hablé con jeques, santos, filósofos y sabios, / escuché las sentencias surgidas de sus labios / y salí por la puerta que utilicé al entrar.
¿Podemos vivir sin pecar, oh infelices mortales? / ¿qué corazón está limpio de maldad o malicia? / Mas si Dios me castiga a causa de mis males / tan malo como yo será el Dios que castiga.
La defensora a ultranza de la superioridad de 'nuestra' cultura y yo estamos de acuerdo al menos en preferir los amantes de la vida a los 'novios de la muerte' exaltados en el viejo himno de la Legión, aunque haya amantes de la vida propia que pisoteen la ajena, y kamikazes venidos de la miseria y otros con diplomas de biogenética o ingeniería. A diferencia del padre de la Divina Comedia, Omar Jayam fue un gozador sereno y un escéptico a medias. Por ello, y su curiosidad por el mundo y la ciencia, su obra brilla, como la de Dante, a través de los siglos.
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