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Columna
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Fugitivos

En los últimos años no había leído nada tan revolucionario, y tan a contrapelo de los tiempos que corren y han corrido como las manifestaciones del antropólogo Juan Aranzadi en este mismo diario, en el Babelia de hace siete días. Hay que tener valor y lucidez para reivindicar la cobardía o, mejor dicho, lo que por tal se tiene en nuestra sociedad, en los libros de Historia, en las novelas de las Pérez Reverte, en los poemas épicos, en las viejas y nuevas canciones y en miles de películas que han ido dando forma a nuestra visión del mundo.

Aranzadi rescata en su último ensayo la figura de Arquíloco, el gran poeta griego, maestro del verso yámbico, que en medio de la batalla arroja su escudo y huye. Contra todo pronóstico, Arquíloco se enorgullece de su acción. No le cabe la mínima duda de que salvar su vida es algo más valioso que darla en sacrificio. El poeta se niega a disfrazar con la ropa de gala de los mártires a las vulgares víctimas. Un muerto es sólo un muerto. Nada más y tampoco nada menos. Ante el asesinato de Servet -lo recuerda Aranzadi en su libro- Sebastián Castellión afirmaba: 'Matar a un hombre no es defender una doctrina. Es matar a un hombre'.

El viejo Arquíloco se adelantaba en unos cuantos siglos a Francisco Candel, según el cual asesinar a un hombre es romper un paisaje en movimiento. El movimiento, reflexiona Aranzadi, es quizás nuestra única posibilidad de mantener unas fidelidades mínimas, una ética esencial: la ética del fugitivo. La huida de las leyes de la tribu, del mercado despótico, de las fes ciegas, de la imbecilidad moral, de la codicia y otras pasiones sórdidas y sordas.

Cuando las calles de una ciudad o un pueblo se convierten en un campo de Marte donde nos pueden asesinar a golpes por un aparcamiento o una idea, quizás es que ha llegado ya la hora de arrojar el escudo. Huir, esa es la meta.

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