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OPINIÓN
Columna
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Calila

La llamábamos Carmen, Carmina o Calila, según el grado de amistad. Carmen Martín Gaite no era sólo la escritora que todos conocían. Era mucho más. El lector se habría divertido conversando con ella tanto como leyéndola. En su castellano de Salamanca, 'de la época', decía Calila, 'en que la gente se comunicaba', contaba historias graciosísimas, imitaba a personajes que podían haber vivido 'entre visillos' o pasando temporadas en algún balneario.

Quedan ya sólo unos días para ver la exposición que sobre Carmen organizó en Madrid el Círculo de Lectores. Es para no perdérsela. Hay bonitos retratos: uno, soberbio, de Álvaro Delgado cuando ella tenía 25 años. Otro, precioso, de María Antonia Dans.

En las mesas y vitrinas se mezclan sus libros de colegio, sus cartas, sus fotos con gente de su tiempo, sus novelas traducidas a muchos idiomas; sus estudios históricos como El proceso de Macanaz o Los usos amorosos del XVIII, y también las obras que ella tradujo de Flaubert, Eça de Queiroz, Italo Svevo (por consejo suyo leí entonces La conciencia de Zeno) o Virginia Woolf.

El padre de Calila y de Ana Mary era notario: don José Martín López, un ilustrado, gran taurino e insuperable conversador. Carmen estudió en Salamanca y empezó a escribir en la Revista Española, fundada por Rodríguez Moñino en 1953. Iba a tomar café al Comercial, en la glorieta de Bilbao, con Ignacio Aldecoa, Ferlosio y otros. En 1958 le dieron el Premio Nadal por Entre visillos; luego tendría otros; dos años antes lo había ganado Rafael Sánchez Ferlosio con El Jarama. Tuvieron una hija, Marta, a quien llamábamos La Torci, que murió a los 26 años. No recuerdo momento tan triste para tantos como el de aquella tarde en el cementerio de El Boalo, en la sierra de Madrid.

Viendo la exposición, al año de su muerte, he recordado las divertidas charlas, la gran cultura libre de la solemnidad del necio, la sorna levemente provinciana, la fina sensibilidad de la mejor contadora de historias que nunca conocí.

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