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CUADERNO DE TEATRO
Columna
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Cama, cocina, 'chill-out'

Marcos Ordóñez

- Cama y cocina. Para mi gusto, una comedia negra ha de tener una poderosa fuerza de convicción como motor o se me queda en a) una simple exposición de patologías o b) una acumulación de shocking moments para noquear al espectador. En ambos aspectos, a Lee Hall, autor de A la cuina amb Elvis, que se está representando en Teatreneu, se le ve (y se le va) demasiado la mano. No es exactamente una cuestión de corazón. Una comedia negra puede tenerlo -A day in the death of Joe Egg, de Peter Nichols- y funcionar; puede no tenerlo -Entertaining mr. Sloane, de Joe Orton- y funcionar igualmente. Es, insisto, cuestión de convicción, de que nos creamos a los personajes, y las situaciones, por desmesuradas que sean. He citado las obras de Nichols y Orton porque me parecen los dos antecedentes más directos de esta función, que se vio con gran éxito -Cooking with Elvis- en el Whitehall Theatre de Londres la temporada anterior.

'En la escena más cruda de la función, la niña hace que Ramon se vista de Elvis y se la lleve al catre'

Como en Joe Egg, tenemos un vegetal en escena. Allí era una niña de 10 años; aquí, el padre de familia, un imitador de Elvis, parapléjico y catatónico en una silla de ruedas tras un accidente. Como en Sloane, tenemos también a un caballero visitante que llega a una casa y se lía con todo el mundo, salvo con una tortuga. A partir de aquí, vayamos por partes. Porque, realmente, en A la cuina amb Elvis las dos partes, las dos historias básicas, no ligan, a mi juicio, ni con cola. Primer problema: el padre parapléjico no existe como personaje. Está en su silla de ruedas y sólo cobra vida en las fantasías de su hija, Júlia (Savina Figueras), como Elvis, Elvis live. Es decir, cada 10 o 15 minutos, aproximadamente, se levanta de la silla, vestido de Elvis en Memphis, mayormente, y a) canta sus grandes éxitos o b) monologa como el Elvis terminal, inflado de pastillas y trabajando para el FBI, no como el esposo y padre que fue. Nacho Vidal tiene una voz espléndida y canta formidablemente las canciones de Elvis (aunque a quien se parece, más bien, es a un joven Dean Martin), pero la relación orgánica con la historia principal es nula; más bien parece un truco para animar la función cada 10 o 15 minutos. A la historia principal tampoco le encuentro demasiado sentido. El Sloane, digamos, de A la cuina... es un pobre tonto, Ramon (Eduard Farelo), a la postre el único personaje simpático de la obra. Es un pastelero que llega a la casa familiar para acostarse con la madre, Mercè Montalà, una profesora alcohólica y hambrienta de sexo, y acaba liándose con la hija, Júlia, una adolescente obsesionada por la comida. Lamento destripar el argumento, pero es que, si no, difícil lo tengo para razonar mi desinterés. En la escena más cruda de la función, la niña hace que Ramon se vista de Elvis - o sea, de papaíto- y se la lleve al catre. El polvo es un desastre, y a ella parece importarle un pimiento. Pero es el detonante de todo lo que ocurre en la segunda mitad de la obra. Hemos de creernos, porque lo dice el guión, que la gélida Júlia se siente 'traicionada en su amor' por Ramon, que sigue enrollado con su madre. Hacia el final también hay una escenita entre Ramon y el parapléjico que no les destripo; si se la creen les felicito, porque podrán creerse cualquier cosa. Este material, más peligroso que la típica piraña en un bidet, ha sido tratado por Roger Peña, estupendo traductor y programador de Teatreneu, en un tono tirando a lánguido, falto de ritmo, de punch. Es un texto que, para luchar contra sus inverosimilitudes, pide dislocación y furia. Sin embargo, los actores son muy interesantes. Eduard Farelo, y esto no es nuevo, tiene un gancho instantáneo para la comedia y es quien coloca mejor las réplicas. Mercè Montalà y Savina Figueras están bien, pero parece que estén haciendo Sabor a miel: naturalismo melancólico, con ocasionales estallidos de locura. Aunque, como digo, no me convence el tono, quiero destacar especialmente el trabajo de Savina Figueras, que debutó haciendo la Miranda en La tempestad de Calixto Bieito. Siempre es un placer ver crecer a una actriz, y en su segundo trabajo teatral ha crecido de un modo admirable, con una gran seguridad escénica. Me dejó con ganas de más; más funciones, más personajes.

- 'Chill-out'. No ha sido una buena semana. Después de ver A la cuina amb Elvis fui al Nacional, Sala Tallers, para ver Que algú em tapi la boca, el nuevo espectáculo de Roger Bernat/General Elèctrica. A Roger Bernat no le van las medias tintas. O hace espectáculos apasionantes (10.000 Kgs., Àlbum, Confort domèstic,Una joventut europea, Flors) o se descuelga con uno de los trabajos más aburridos de la temporada. Aburrido a lo grande. Poderosa, intensamente aburrido. Bernat y sus compinches de General Elèctrica (excelentes actores: Nico Baixas, Miguel Ángel González, Jordi Vilches, Juan Navarro) y un músico (Oriol Rossell) han cocinado una función que, en palabras de Bernat, 'obliga a l'espectador a resituar-se a la seva butaca'. Santa verdad: yo no paré de resituarme el culo. Más poética: 'Mostrar allò que és banal és l'única proesa'. (Pregunta: ¿por qué?). Otra: 'En definitiva, un espectacle que no vol fer ningú més intel.ligent, només una mica més simple'. (El subtítulo de Que algú em tapi la boca es, por cierto, 'un espectacle per a persones simples'). Me pierdo en esta poética. Sobre todo, porque, en el interior del dossier, Bernat apunta en otra dirección: 'Es tracta de crear la sensació en el públic d'un estat de consciència alterada'. ¡Ah, amigo!, aquí ya tengo un poquito más de tela que cortar. Aquí se me abren dos posibles vías interpretativas. Primera o 'la noblesse de la banalité', que decía la señora Duras: lo que vemos en escena son los ejercicios de calentamiento para un espectáculo futuro. Ahora doblo el bracito. Ahora me busco un grano. Ahora me retuerzo un rato. Ahora me doy un lechón, etcétera.

Posibilidad segunda: estamos en un chill-out. Como ustedes sabrán, a poco modernos que sean, un chill-out es el espacio, digamos, que en una discoteca tecno se reserva para todos aquellos que, digamos, se han pasado en la ingesta de pastillas. No, no es exactamente un cuarto oscuro. Más bien es el lugar en el que suena una música ambient (aunque la banda sonora ideal sería el tango Los mareados) y donde uno (o una) suele retirarse un rato en cuanto comienza a experimentar sensaciones poco habituales y no siempre agradables. Por ejemplo, que tu pie no es el tuyo. O que tu mano no obedece a las órdenes motoras al uso. O que te has tragado una silla, como en aquel cuento de Ambrose Bierce en el que un hipnotizador hacía creer a un tipo que era un avestruz. O que un androide de 80 kilos te está descoyuntando los huesos bajo el agua. Las sensaciones que he citado están, más o menos, recreadas en Que algú em tapi la boca con gran habilidad técnica, si bien su interés es altamente discutible, sobre todo cuando se prolongan más de una hora.

La atmósfera de chill-out, de chill-out en la Antártida, la sugieren la escenografía, una gran caja blanca, con paredes de plástico, y la música, que un disc-jockey pincha y programa al fondo de la caja: atmósferas a lo Brian Eno con sobredosis de crepitaciones electrónicas. De los cuatro actores, el que más pringa (el más zarandeado, sacudido, mareado) es Jordi Vilches, posiblemente porque es el más ligerito de peso. Su cara está entre el pasmo y la resignación, como si nos estuviera diciendo: 'Anda que haber ganado un premio de la crítica y una nominación a los Goya para que me den este tute'. ¿Soy, quizá, demasiado sarcástico, demasiado duro? Creo que no, creo que a Bernat y los de General Elèctrica puedo exigirles más, porque no son unos cualquieras. Ni se toman por unos cualquieras. No, Bernat: eres demasiado inteligente para llenarte la boca con declaraciones arrogantes ('penso que es provocatiu en el sentit que aborda una manera de fer teatre que potser no és la més comú en aquesta ciutat') y servirnos un montaje viejo (Pina Bausch, cosecha de los ochenta), que huele a instalación seudovanguardista, y con declaraciones ('és simplement un viatge per tenir una sèrie de sensacions') que hemos leído quinientas veces en los programas de mano de los grupos de danza con mayor pereza mental de este hemisferio.

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En fin, no he visto nada. Y he sentido más bien poco, y durante demasiado rato. Posibilidad a) yo tenía la noche idiota. Posibilidad b) Bernat y los suyos han optado por un juego de abstracciones que me dejan frío y fuera: chill-out.

Quizá la opción más clara, más directa, para crear 'estados de conciencia alterados' hubiera sido aquella que, hará unos veinte años, propugnaba Carlos Pazos. Una 'muestra artística' titulada You go to my head en la que el público entraba en una sala en cuyo centro había una gigantesca copa de Martini de la que brotaba una droga gaseosa, mitad poppers, mitad nitrato de amilo. Y el espectáculo sería la conducta de los visitantes, mientras los vapores hacían su efecto y en una cinta sin fin sonaban las innumerables versiones de You go to my head.

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