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Columna
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Gladiador

Gladiador, la laureada película de Ridley Scott, ha vuelto a despertar entre nosotros el interés por la Antigüedad. Es una producción falsa y poco cuidada: los soldados triunfantes aclaman a Roma victor (esperaríamos una Roma victrix) o el traicionado general Máximo vuelve a su Trujillo natal, que suena Trujilo en inglés (pero Trujillo entonces se llamaba Turgalium).

En su conjunto, no obstante, el espectáculo resulta entretenido, aunque no llegue ni mucho menos a tener la excelencia del Espártaco (así habría que acentuar el nombre) de Stanley Kubrick, su modelo en las escenas de batalla o en la reconstrucción histórica (fue Kubrick, dicho sea de paso, quien descubrió las espléndidas posibilidades de emparejar al protagonista blanco con un negro, hallazgo después imitado hasta la saciedad).

El mayor atractivo de la película estriba, sin duda, en la recreación de las escenas del anfiteatro. Las luchas de gladiadores, en efecto, siguen dejándonos en suspenso después de tantos siglos porque en ese duelo sin cuartel se encierra en su forma más nítida, pero también más cruel y degradante, el misterio supremo de la vida y de la muerte. Venzan o no en el próximo combate, los gladiadores están condenados a morir (morituri): no tienen escapatoria.

En Córdoba se han hallado varias inscripciones funerarias de una escuela gladiatoria: aparecen el murmilón, su oponente el reciario, el hoplómaco armado de pies a cabeza y el esedario combatiente desde un carro. Todos ellos, extranjeros y casados en su mayoría, cayeron en la flor de la edad: el más joven, a los 20, el más viejo, a los 35 años.

Un mosaico del Museo Arqueológico Nacional ofrece las instantáneas de un combate: el reciario Calendión envuelve en su red al murmilón Astianacte; pero Astianacte se zafa de las mallas y derriba a su rival; al lado del yacente el artista puso la letra theta (igual a thánatos, 'muerte').

De ahí viene el halo trágico que despide la figura del gladiador. Su triunfo es efímero, su única y verdadera gloria, la gallardía con que haga frente a la primera y última derrota. Su destino inexorable apasionó a los filósofos estoicos, tan preocupados por el libre albedrío. Séneca se sirvió una y otra vez de la metáfora gladiatoria para reflejar la fatalidad ineludible de la vida humana. Lucano comparó a César y Pompeyo con un par de gladiadores; en definitiva, los dos grandes generales habrían de morir asesinados; el que a hierro mata, a hierro muere.

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A los pies del gladiador de moda se rindieron las damas. La encopetada Epia no se perdía los combates de su amado Sergio ni cuando luchaba en Egipto. Y hasta algún noble, como Graco, quiso probar suerte en la arena y en el colmo de la chulería sentó plaza de reciario, con el rostro al descubierto. La sangre y la muerte, sí, tuvieron ayer su atractivo. Por las mismas causas subsisten hoy las corridas de toros. El nombre del actual gladiador (gladiador significa 'el espada') lo dice todo: el matador.

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