_
_
_
_
_
Tribuna:REDEFINIR CATALUÑA
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

¿Y si enterramos a Vicenç Vives?

Casado como estaba con una Rahola, pariente pues, y a la par historiador por el que profeso una confesada admiración, no tengo ningún perverso objetivo de revisarle la ganada gloria. Bien estuvo Vicenç Vives, y con él los Soldevila que poblaron nuestra trinchada historia y la reconstruyeron desde la derrota. Al contrario, tocaría un día de éstos volver a tener referentes sólidos en una sana y seguramente revolucionaria recuperación de la memoria. Pero al margen de la mítica histórica, este país ya no tiene nada que ver con la Cataluña que teorizaron nuestros ideólogos y compactaron nuestros historiadores en el siglo XX. No es que hayamos cambiado de siglo, es que en poquísimo tiempo hemos dado un salto de siglos y hemos cerrado definitivamente el episodio histórico que publicitariamente se resumió en el 'Catalunya té mil anys'. Mítica medieval incluida. Habrá, pues, que revisar las definiciones al uso, los proyectos a largo plazo, volver a preguntarnos, quizá para saberlo, qué significa ser catalán. Porque no lo sabemos, aunque ya intuimos que no es lo que pensábamos...

Primero, el formato religioso. De Martí l'Humà a Torres i Bages, durante siglos Cataluña 'serà cristiana o no serà', con una identidad colectiva tan fuertemente ligada al hecho religioso que una no se explicaba sin la otra. De aquí la simbología montserratina, las luchas del catalanismo eclesiástico, los orígenes mismos de quien gobierna el país, con su Cataluña cristiana en el primer capítulo biográfico. No me pararé ahora a hacer la descripción detallada de la simbiosis de lo uno con lo otro, ni tampoco cometeré el burdo error de considerarlo genuino del país. Pero, en proceso paralelo a otras naciones más o menos en lucha -quizá Polonia es la más emblemática, si obviamos Irlanda o el propio País Vasco-, el cristianismo ha formado parte de la mismísima definición nacional, de su esencia. Es decir, de su trascendencia histórica. Por ello el cambio de papel eclesiástico representa, en lo catalán, un choque tan brutal consigo mismo, casi diría una catarsis. Si en otros países la resituación de la Iglesia hacia lo privado en detrimento de lo público ha significado un movimiento importante en las jerarquías de poder, en Cataluña ha trastocado su naturaleza colectiva. Sin embargo, ahí estamos, en un doble flujo que, retroalimentado, cambia definitivamente el paisaje identitario: pérdida de poder e influencia de lo católico en lo catalán y, a la vez, una masiva y ya irreversible afluencia de todo el mosaico religioso internacional. Si no sabemos muy bien cómo va a ser esa Cataluña mezclada en lo logístico, en lo cotidiano, puedo asegurar que nadie ha pensado qué significa en lo conceptual. Ello a pesar de que los viejos conceptos, las viejas definiciones, ya no nos definen. Cataluña no va a ser nunca más la que ha sido durante el milenio pasado, y si los discursos políticos, los proyectos colectivos, las iniciativas sociales no se preparan para una definición radicalmente nueva del país, no van a servir para nada. Especialmente tiene que reciclarse el nacionalismo, que tutela protectoramente a la emigración, en buena lógica de su moral cristiana, pero no la asume. Y señorías, no se va a tratar de cómo damos de comer a los que vienen, que también, sino de cómo reinventamos el país para que ellos mismos sean Cataluña. ¡Ay, cómo va a doler eso en las esencias!

Un país, una lengua, tampoco eso va a servir. Y no por la torre de Babel que, en trágico simbolismo, se amontona en la iglesia del Pi -por cierto, escenario de nuestras peores miserias-, sino porque el multilingüismo va a formar parte de la propia identidad, estará en la medula ósea de la nación, reinventándola, trastornándola. ¿No es así ya hoy en día, con nuestros Mendoza y nuestro Marsé convertidos en los cronistas de nuestra memoria sentimental? Es aquí donde el nacionalismo tendrá que regenerarse con más radicalidad y donde tiene su asignatura más compleja. Y es aquí, también, donde los mil años vuelven a quedar definitivamente caducos. Cataluña tampoco va a ser nunca más un país monolingüe, ni tan sólo bilingüe, y su futuro pasará por su capacidad de digerir adecuadamente esta nueva realidad. Me dirán que ya llevamos años haciéndolo, con todo lo de la política lingüística y etcétera. Sí, pero no. No hablo de prudencia política en tema sensible como éste, ni tan sólo hablo de derechos individuales, ni de armonizar lo catalán y lo castellano. Hablo de poner el bisturí al concepto mismo de país e introducir en él cambios sustanciales. Un país, una religión y una lengua, nunca más. Aunque quisiéramos. Aunque resucitáramos todo el ejército de almogávares y levantáramos la trinchera, la Cataluña medieval, alargada hasta el siglo XX, ha muerto definitivamente. El triángulo tierra-idioma-religión, nacido en los albures de nuestra cultura, ha estallado por los tres costados.

En este big-bang de parámetros milenarios, ¿qué va a quedar de la reivindicación política? Aquí tenemos un problema importante: que los interlocutores españoles de la cosa aún son más medievales que nosotros. Sería el momento de reinventar relaciones, de crear paisajes de complicidad cómoda y a la vez respetuosa, de encontrar el formato que la modernidad exige. Quizá de superar el concepto de Estado. Pero claro, con la sobredosis de Estado que padecemos en Cataluña -y celebran en España-, cualquiera revisa las reivindicaciones. A pesar de ello, y en un intento desesperado de obviar los excesos de los vecinos, creo que también el cuarto lado del cuadrilátero va a estallarnos. Tierra-idioma-religión-Estado: ni uno solo de los axiomas definen ya lo que somos. Sólo lo que habíamos sido. Quizá aún no estamos consolidados en lo nuevo, pero ya no estamos instalados en lo viejo: es decir, en estos momentos no sabemos qué somos, pero ya no somos los herederos directos de Jaume I. La simplicidad medieval ha dado paso a la complejidad, la precisión identitaria ha dado paso a una identidad casi indefinible, los valores inmutables han sido mutados por todas partes. ¿Qué es Cataluña? Sólo sé que ya no es lo que fue durante 1.000 años. Aquello, llanamente, ya no sirve para explicar el presente. Sólo sirve para alimentar los bajos fondos del alma.

Pilar Rahola es periodista. pilarrahola@hotmail.com

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_