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Tribuna:FUTUROCIRCUITO CIENTÍFICO
Tribuna
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¿Se acabó la ciencia en el garaje?

La prestigiosa revista Nature mostraba naranjas en la portada de su número del 13 de julio de 2000. Era una pista sobre el artículo que en la página 157 describía los entresijos del genoma de una bacteria con un singular nombre científico, la Xylella fastidiosa.

El artículo describía el estudio del ADN de este patógeno, causante de la clorosis en cítricos, verdaderamente fastidioso para estas plantas y también para la especie que las cultiva y que le puso el nombre. Un trabajo importante. Pero lo primero que llamaba la atención al hojear el artículo era una lista insospechada. Se diría una de esas tristes relaciones de nombres grabados en piedra en homenaje a las víctimas de una tragedia, aunque en realidad se trataba de la lista de autores del trabajo.

Efectivamente, al título del artículo, descrito sintéticamente en una línea, seguía un listado, parcialmente dispuesto en orden alfabético, de los 116 científicos que habían participado en la realización del trabajo. A buen seguro, cada una de esas personas firmaba el artículo por derecho propio y había contribuido significativamente al desarrollo del complejo, interdisciplinar y laborioso proyecto.

No hace tanto tiempo, un listado así hubiera sido inimaginable; pero la investigación científica y tecnológica ha ido evolucionando hacia estados de complejidad creciente que hacen frecuentemente necesaria la coordinación de grandes grupos. Grandes equipos para grandes problemas.

A la vista de estos enormes grupos de trabajo, los tiempos del heroico científico que afrontaba en solitario la lucha por desentrañar los secretos de la naturaleza parecen cosa de un pasado remoto. Ciertamente, ya pasó el tiempo de aquellos ociosos caballeros ingleses del siglo XVIII, como lord Cavendish, que pudo descubrir la composición del agua porque no tenía que trabajar para comer. También parece lejano el tiempo de los Nobel de cobertizo, como el matrimonio Curie, o el de los inventores de garaje, como Thomas Edison. De todos ellos guardamos en nuestra memoria antiguas imágenes en blanco y negro.

¿Se acabaron, pues, los tiempos de la ciencia de garaje? ¿Tiene algún futuro el científico solitario en una sociedad tecnológica de enésima generación, como la nuestra?

Lo cierto es que, junto con grandes proyectos coordinados, como el del genoma humano, han florecido durante el final del siglo XX pequeños grandes éxitos originados espontáneamente en grupos modestos con buenas ideas y objetivos ambiciosos. Así, por ejemplo, Georg Bednorz y Alex Müller, aunque no trabajaban en un cobertizo, sí constituían un grupo pequeño, un mínimo núcleo de trabajo en los laboratorios de IBM en Zúrich. Llevaban a cabo un trabajo marginal para su empresa. Y, sin embargo, con medios modestos pero con una apuesta revolucionaria por los óxidos de cobre, pusieron patas arriba el campo de los superconductores y ganaron con todo mérito el Nobel de Física en 1987.

En cuanto a inventores de garaje, el Bill Gates más rico del mundo constituye un buen ejemplo de innovación artesanal en el campo de la alta tecnología. Y no sólo él, sino otros muchos creadores de futuro con ya famosas marcas registradas, como Yahoo! o Linux, empezaron como empresas de andar por casa.

La estructura del ADN, la síntesis del nailon, la teoría del Big Bang, el descubrimiento de la reacción en cadena de la polimerasa (PCR, en inglés) -que ha propiciado la explosión de la ingeniería genética- o el reciente descubrimiento de la bacteria más grande conocida son ejemplos de avances significativos que tienen más que ver con el empeño individual que con la coordinación de grandes equipos. Debemos concluir, por tanto, que hoy en día se siguen gestando revoluciones científicas en el patio de atrás de la ciencia oficial. ¿Podrían convivir armoniosamente la gran ciencia dirigida y la pequeña ciencia libre? Deberían. Los grandes proyectos coordinados, los esfuerzos multinacionales, nos sirven para consolidar nuestro conocimiento y aplicarlo de forma creativa a la consecución de objetivos y retos imposibles de superar de otra manera, mientras que la innovación individual de mayor repercusión es precisamente la que reta ese conocimiento, lo somete a escrutinio, consigue revisarlo y llega incluso a generar revoluciones científicas y nuevas áreas de conocimiento. Ambas tendencias se entrecruzan en un tejer y destejer que va conformando el tapiz de nuestro conocimiento colectivo.

Las superestructuras científicas y tecnológicas capaces de abordar megaproyectos como la exploración de Marte o el estudio del genoma humano son una característica de la tecnociencia de hoy. Pero debemos evitar que esa característica excluya o desplace desproporcionadamente el trabajo científico a menor escala, o que pueda llegar a desvirtuar la labor científica individual. En este sentido, más que la potenciación monotónica de grandes grupos y proyectos, nuestra ciencia debería evolucionar hacia la multiplicidad. Multiplicidad de escalas, diversidad de tecnologías y proyectos que puedan competir en unos casos y sumarse en otros para resolver nuestros problemas. Una evolución hacia la tecnodiversidad que resultaría, sin duda, enriquecedora y socialmente beneficiosa.

Pedro Gómez Romero es investigador del Instituto de Ciencia de Materiales de Barcelona (CSIC).

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