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Fútbol

LUIS GARCÍA MONTERO

La tribu debe ofrecer un lugar en el fuego. Sin viejas historias, sin el relato del pasado, sin el presentimiento común de una alegría o de una catástrofe inmediata, es imposible que existan los vínculos. Los oídos y los ojos de la tribu necesitan entrar en el ámbito de la hoguera, esa intimidad colectiva de las llamas domésticas que muerden las sombras y marcan el territorio de los cuentos. Nos sentamos en torno al fuego para vivir la nostalgia social con los latidos de un corazón propio y compartir, con alegría o miedo particular, los viejos mitos, las antiguas experiencias de la gloria y el fracaso, de la vida y la muerte. Cada época enciende la leña que le corresponde, y las tribus de hoy se reúnen en el televisor para vivir el fútbol y sentirse miembros de una fábula, de una tradición que avanza por deseos y recuerdos. Los que hablan de la muerte de Dios o de las ideologías, del agotamiento de lo sagrado o de los sueños públicos, ofenden la raíz suprema y ridícula del fútbol.

El fútbol está hecho de jugadores, árbitros y fábulas, sobre todo de fábulas, porque es el único diálogo contemporáneo con la inmortalidad. La clasificación de España en la Eurocopa parece escrita por el mejor guionista de televisión, y es que el fútbol ha sabido convertirse en un género televisivo para formalizar su conversación espectacular con lo imposible. España acaba de marcar el penalti del empate, el público pide un cuarto gol, pero en el fondo de su corazón sabe que el tiempo se ha agotado, que pisa la raya de la muerte. Mientras el árbitro mira su reloj y empieza a levantar la mano para bendecir el final, Guardiola recibe el balón, tropieza, se rehace, lanza un centro desesperado; Urzaiz salta, coloca de cabeza la jugada encima del altar y Alfonso consigue con su pierna izquierda lo que ya será para siempre "el gol de Alfonso", el milagro, la magia, la lentitud de la eternidad en un segundo, la disolución de la realidad en el infinito.

Cansado de la dictadura mediática del fútbol, he querido ejercer de ateo esta temporada. Pero comprendí que soy un simple pecador, una oveja descarriada con enseñanzas religiosas escritas en los últimos pliegues del alma, cuando el sábado pasado me descubrí en medio de la sierra de Gredos, dentro de un coche, buscando en la radio noticias del partido entre el Murcia y el Granada, liguilla de ascenso a Segunda División. Mientras algunos amigos disfrutaban de la conversación en la terraza de un jardín abierto a los pinares y a las perspectivas del crepúsculo, sentí la llamada de la fe y me escondí en el coche a esperar la buena nueva. Los resultados del fútbol modesto son tan difíciles de conseguir como las estampas de los beatos más humildes.

El fútbol es hoy la religión del simulacro, un tratamiento vacío, sin demasiadas consecuencias, con el principio y el final. Igual que jugamos a la libertad en las jornadas electorales, practicamos la vida y la muerte en el silbato del árbitro. Y si se piensa bien, resulta excesiva tanta queja sobre la barbarie de algunos aficionados, porque destrozos más graves provocaron en su tiempo los ejércitos de Dios o las gloriosas banderas de Alemania, Francia, Inglaterra y España, fábulas de una época anterior.

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