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Una marea de nostalgia JOSEP RAMONEDA

Josep Ramoneda

El PP tira millas y los demás se pierden en la nostalgia. Nostalgia: "Tristeza melancólica originada por el recuerdo de una dicha perdida", dice el diccionario. Los nacionalistas de Convergència i Unió viven el desencanto de ver que Cataluña no es como ellos creían haberla diseñado. No puede abusarse en la mezcla de lo sentimental y de lo ideológico porque el proceso de pérdida de la hegemonía lleva consigo la emergencia del mogollón de intereses que escondían bajo la púrpura del discurso patriótico. De pronto, ni el victimismo sirve como recurso. Y la apelación al doble discurso, de la que son profesionales, queda ahora como un chiste malo. En una votación del consejo nacional de Convergència se dejan las manos libres a Jordi Pujol para apoyar la investidura de José María Aznar y a continuación se aprueba por aclamación una proclama contra Piqué por sus declaraciones sobre la ley del catalán. Cuando se está en trance melancólico, quererlo todo equivale a no atrapar nada.La izquierda catalana está simplemente deprimida. Parada todavía en la fase del "no entiendo nada", en que quedó paralizada después del triunfo sin victoria de Maragall. Aquel día parecía que la izquierda se comería Cataluña en cuatro días, o, para decirlo en sus propias palabras, "que gobernaría desde la oposición". Desde el 12-M da la sensación de que no se mueve un papel. Aquí paz y ninguna gloria. Los que evalúan el éxito por el número de cargos y sueldos de que disponen siguen inmutables con la tranquilidad de que el botín de las municipales les da cuatro años de vidilla. Y los que tendrían que cambiar las cosas están viendo lo difícil que es convertir las buenas palabras en realidades en el partido como en la patria.

El problema de esta patología de desencanto de la clase política catalana es que se está transmitiendo la sensación de melancolía al país y a la propia ciudad de Barcelona. Un país y una ciudad son también un estado de espíritu. En la medida en que el PP es de toda España y de ninguna parte concreta, sus impulsos pasan sin detenerse en Cataluña: viento de campaña, viento de ocasión. Precisamente, lo que pretende el PP es que ni Cataluña ni Barcelona representen un todo, sino que sean simplemente parte. El aliento del PP puede movilizar a personas concretas, pero no crea clima colectivo alguno porque su propósito es demostrar que cuando Cataluña se desdibuja funciona mejor.

El hecho es que de pronto la melancolía se extiende, y empiezan a tomar cuerpo algunas creencias que hasta hace poco estaban rigurosamente censuradas: que Barcelona pierde fuerza, que Cataluña no ha aportado un gramo de valor añadido al crecimiento de estos años, que Madrid arrasa habiendo recibido la bendición de los dioses del mercado como capital bursátil de América Latina, y un largo etcétera de medias verdades que si se aposentan en el espíritu colectivo acabarán convirtiéndose en verdades enteras.

Cataluña está atrapada por las inercias. Veinte años sin cambio político son un lastre para cualquier país. Si alguien lo duda, que mire a Alemania. Cataluña se encuentra ante el tercer cambio de ritmo español de la transición sin otra fuerza institucional que la costumbre. El hábito en política significa repetición, anquilosamiento, inextrincable laberinto de intereses. Por otra parte, en este país el presunto liderazgo de la sociedad civil no resiste dos minutos de análisis histórico. Nunca ha hecho más que seguir a quien marcaba el rumbo.

Las señales que emite el liderazgo político apuntan a una estrategia inmovilista: abrir el paraguas y esperar que amaine. Lo cual podría tener alguna lógica en las zonas de España donde ha caído una verdadera tempestad del PP, pero en Cataluña que no pasó de una tenue borrasca es difícil entender que esperan unos con moral de resistencia y otros confiando que el destino les ponga el pastel de la Generalitat en las manos. Si siguen pendientes de que el mapa del tiempo traiga buenas noticias, se pueden encontrar que, en vez de escampar, la nube del PP se instale y crezca. La aparente inocuidad de la borrasca del PP, que llega aquí después de cruzar todo el país, tiene estas cosas.

Siendo alarmante el aire enrarecido que presentan CiU y el PSC, más preocupados por que nada se desmadre en sus futuros -y aparentemente decisivos- congresos que por la política real, lo más grave es esta melancolía que transmiten a la sociedad. Ciertamente, es siempre difícil saber qué es primero: la melancolía de los políticos o un retroceso efectivo de Cataluña y de Barcelona que ellos no hacen sino traslucir. Pero los dos factores se retroalimentan y dificultan enormemente la reacción que este país necesita para mejorar posiciones en un mundo poco dado al morbo de lo nostálgico.

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Si algo es exigible a los políticos -cada vez rebajamos más nuestras exigencias- es que, por lo menos, den moral a la ciudadanía. Lo que no se consigue ni con la melancolía de aquellos tiempos en que el nacionalismo parecía una verdad incuestionable, porque probablemente no volverá a serlo, ni con la inercia de las glorias pasadas de la ciudad olímpica. La nostalgia, como todas las enfermedades del alma, se sabe cuando entra, pero nunca cuando se va. En una mentalidad como la catalana encuentra fácilmente retroalimentación, sobre todo en unos momentos en que la realidad no es tan boyante como para desmentirla con la evidencia. El primer objetivo de cualquier político que piense a medio plazo debería ser romper el círculo de la nostalgia para impedir que la marea suba. De lo contrario, cualquier nuevo proyecto vendrá lastrado por la melancolía que desvaloriza todo lo que toca.

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