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Wojtyla, Montanelli, Biffi y el nuevo anticristo

El, llamémoslo, espectáculo electoral -que sólo ha empezado a resultar intelectualmente estimulante a partir del "día después"- ha podido provocar a lo largo de algunas semanas lecturas precipitadas de la prensa en todo aquello que, al parecer, no nos afectaba por no guardar relación con los escasos temas debatidos por los partidos en las respectivas campañas. Es comprensible, pues, que las declaraciones del arzobispo de Bolonia sobre el nuevo rostro del Anticristo o que el perdón que ha solicitado formal y públicamente el papa Wojtyla por los errores "históricos" de la Iglesia no hayan sido causa de merecida sorpresa, o como mínimo de perplejidad, en un país como el nuestro, de tradición cultural católica y de un catolicismo ferozmente castizo y ortodoxo al menos desde la reimplantación de la Inquisición como arma política del nuevo Estado, ideada por Fernando de Aragón, y la consiguiente expulsión y persecución de moros y judíos.Ha sido Indro Montanelli quien, en su condición de "católico cultural" (no creyente), ha puesto de manifiesto en un rotativo español la trascendencia de un acontecimiento que califica literalmente de "catarsis (...) de dimensiones bíblicas" y que le llena, como mínimo, de inquietud sobre nuestro futuro. ¿Qué hacer, se pregunta Montanelli, ante un catolicismo que se avergüenza de su condena a los cristianos ortodoxos o a los protestantes, o de las masacres de los cruzados o de los linchamientos de judíos? Para Montanelli, el catolicismo es algo más que una religión: "Es una cultura, una mentalidad, una moral, unas costumbres, ya sangre de nuestra sangre. Nosotros somos católicos (...) incluso en nuestras blasfemias. ¿Qué hacemos, ahora, con toda esa herencia? ¿Es posible, para nosotros, deshacernos de ella?".

Estoy absolutamente convencido de que Luis Buñuel -nuestro blasfemo más culto y más católico- habría coincidido palabra por palabra con la perplejidad del historiador y periodista italiano. El ejemplo de Buñuel, sin embargo, me permite centrar el tema desde la atalaya de unas sociedades europeas del sur profundamente transmutadas (para bien y para mal) en su entraña social y cultural desde los ya lejanos tiempos de formación juvenil de don Luis y los no demasiado cercanos de Montanelli. Unas sociedades básicamente consumistas y urbanas que, pese a su innegable tradición católica, no parece que vayan a alterarse un ápice porque el papa Wojtyla haya declarado que no estuvo nada bien el haber degollado o quemado vivo a tanto cristiano ortodoxo, protestante, islámico y judío. En primer lugar, porque este juicio histórico-moral era ya algo público, notorio y masivamente compartido por feligreses y no feligreses sin necesidad de que ningún Papa lo declarara oficialmente (lo que no resta trascendencia a su declaración para el futuro del ecumenismo o en la deseable distensión en Oriente Próximo); y, en segundo lugar, porque son muchos, sobre todo en las jóvenes generaciones, quienes (acaso de nuevo para su bien o para su amnésica desgracia) no acaban de entrar en el juego de sentirse personal y místicamente implicados en las sangrientes canalladas de sus más o menos lejanos e hipotéticos ancestros.

En cambio, como síntoma ajeno a la política mediata e inmediata, resulta tal vez más sugerente la denuncia del cardenal Biffi, arzobispo de Bolonia, cuando alerta sobre los nuevos rasgos tras los que se oculta el Anticristo. Según dicho prelado, hoy en día aquella apocalíptica figura es miembro de sociedades filantrópicas (¿ONG?), además de ser pacifista, defensor de los animales e incluso vegetariano... El síntoma, decía, es extraordinariamente revelador porque incide y refuerza el retrato que antes esbozabade unas sociedades mediterráneas que están muy lejos de ser lo que eran hace apenas un par de generaciones. Porque ¿de qué está hablando exactamente monseñor Biffi, además de hacerlo sobre un Maligno de rasgos tan benignos? Yo diría que el susodicho cardenal se ha sentido obligado a elevar su protesta ante una creciente competitividad en lo que a la administración de la humana espiritualidad se refiere, es decir, a alertar sobre las amenazas a una situación monopolística. En otras palabras: pese a lo que algunos lectores precipitados puedan entender si invierten los rasgos del retrato del Anticristo que traza el arzobispo de Bolonia, no es que el mensaje de la ortodoxia católica sea singularmente más fanático, belicista o cruel con los seres de la Creación que el de otros credos, iglesias o religiones que han impregnado otras "culturas", sino que la sensibilidad de la que hacen gala los defensores de la solidaridad filantrópica -solidaridad que a veces también abarca ecológicamente a todas las manifestaciones de la vida, y a la misma Tierra que la sustenta-, ha sido justamente entendida por este príncipe de la Iglesia como la espiritualidad propia de una religión competitiva, de vocación universal, acaso capaz de vaciarle lo mejor de la clientela. Podría sospecharse, en suma, que este diligente eclesiástico guarda memoria histórica de las confrontaciones, reparto de ámbitos de influencia y cohabitaciones de los primeros siglos del cristianismo, y se cura en salud.

El lector habrá comprendido que no estoy ironizando sobre un tema que merecería mayor reflexión. Y que en cierto sentido, obviamente no literal, tampoco las estrafalarias palabras del cardenal Biffi dejan de resultar estimulantes.

José Luis Giménez-Frontín es escritor.

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