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Golondrinas

VICENT FRANCH

Bajando del Coll d'Artana a primeras horas de la mañana de este brumoso martes de febrero el fondo marino a lo lejos deja una ventana de oro puro por donde este sol perezoso se arrastra lentamente hacia un zenit discreto. Otros días, creo que en septiembre, o cuando el poniente manda de tierra y mar la ventana es de plata. Y en días muy señalados, el reflejo del fuego que sube es de bronce.

En los naranjales entre Betxí y La Vila Vella aún no han llegado las golondrinas. Este año, en una casa nueva que construyo, los aleros son cómodos y acogedores para que las golondrinas que vendrán a vivir su primer amor encuentren casa en lugar resguardado de la tramontana o del lamentable poniente. El mágico contingente llegará de un momento a otro a plazas quietas de abruptas cornisas, a torres de piedra y cal y a escondidos recovecos entre las persianas antiguas de las casonas con linaje, o, simplemente, a los lugares de siempre. Si tuviese el tiempo necesario creo que me dedicaría unos cuantos años a averiguar si es verdad o no que cuando golondrinas y vencejos cazan insectos en bandada, además están enseñando a volar a los jóvenes nacidos ya aquí, y si entre ellos van de guías los tíos y tías solteros de los nuevos pájaros, y, también, a anillar a los nuevos suavemente, para saber el año que viene si son ellos mismos como afirmamos, si vienen juntos, si se han enamorado en otro lugar y van con parejas nuevas, si se divorcian amistosamente o no... Me apasionaría con las golondrinas como de pequeño lo estuve con los palomos que criaba mi padre, y que regalaba generosamente a jóvenes colombaires para que empezasen a formar sus propios equipos.

Al cabo de los años, y ocasionalmente, fui a ver volar a un palomo muy famoso, pero los tiempos habían cambiado, y la carcassa, el enjambre de poderosos palomos en celo, acabaron por matar a la coloma cuando ésta se echó exhausta a tierra. Les recriminé el espectáculo recordándoles que en otros tiempos eso no ocurrió jamás, y que quizás ahora, si la paloma fuese muy potente, muy atleta, sería bastante más difícil que la acorralasen el numeroso grupo de palomos que en tierra son tan valientes, pero que en el aire van retirándose exhaustos y temerosos de las acometidas en pleno vuelo de los machos más bragados.

Por eso cambié aquella afición de la infancia y de la adolescencia hacia las golondrinas y dejé de tener pájaros enjaulados, porque lo hermoso es saber de ellos, aprender incluso de ellos y vivir su libre realidad como un experto que se extasía.

Dentro de nada, la silueta breve de las golondrinas se desplegará acrobática por calles y plazas, y unas irán a lo urbano y otras a lo rural. Unas volverán a sus casas de lujo a prueba de serpientes, ratas y otros depredadores, y otras a desvanes destartalados. ¿Habrá clases sociales entre ellas? ¿Es mejor el radar de orientación de los vencejos que el de las golondrinas comunes?

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Cada año vigilo en las estrechas calles de Aín que a los vencejos a los que les falla el chip y caen exhaustos, aturdidos y perplejos no se los coman los gatos. Los cuido, les procuro alimento mediante la rudimentaria técnica de ir recogiendo insectos (atrayéndolos con una luz a la caída de la tarde), les dejo descansar hasta el día siguiente y, luego, los arrojo a mano hacia la vida como si mi impulso fuese su pista de despegue. Alguna vez, en los hilos de tender de la azotea veo inquilinos ocasionales. Nunca sabré si son aquellos a los que salvé la vida.

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