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LA CASA POR LA VENTANA Septiembre ha vuelto JULIO A. MÁÑEZ

Exasperante la exactitud de los relojes, atroz la certidumbre de la alternancia estacional, esa rechifla del libre albedrío que nos trae a septiembre sin que medie para nada lo que queda de nuestra achicharrada voluntad. Aún esa fatalidad de calendario, sin duda inocente en épocas remotas, es un engorro de poca monta al lado de las inevitables conmemoraciones que alberga. Jorge Luis Borges, por ejemplo, y el tostón del centenario de su nacimiento, cuando es precisamente, como decía Espriu, un autor sin estrépito con una obra hecha de palabras que casi son silencio. Lo único que me fascina del escritor que hizo de su nacionalidad una profesión es su nombre, esa encrespada sucesión de erres y ges que apelan a una rotundidad apenas matizada por el luis intercalado, como un puente inservible que no ayuda a mediar entre dos corrientes turbulentas. Por lo demás, a Borges le gustaban los tigres pero vivía con gatos (es la distancia que media entre Benet y Umbral o, para ser más modestos, como conviene a nuestra perspectiva local, entre Hammett y Vázquez Montalbán), y se lamentó en vida del protagonismo que le atribuían sus hooligans mediante una astuta frase exacta, menos celebrada que otras de las suyas: "Mi fama basta para condenar esta época", variante severa de aquello del Marx cómico sobre el club al que no ingresaría si admitían a sujetos de su calaña que permite toda clase de lucubraciones sobre el lugar que cabe adjudicar a los adoradores borgianos en el escalafón de la fama, de la condenación y de la época, según un juego de relaciones siempre complicado y entretenido a veces. Y, sin embargo, se recuerdan otros veranos de agosto algo menos sofocantes incluso en primera línea de playa, que he pasado observando crecer a mi más reciente hija cada día (también para ella llegará el momento en que termine agosto y se siente ante su mesa de trabajo), y tronchándome de risa a la hora de la cena con un tal Troncho que sale en una tele de Castellón, nuevo Conkrite de La Plana montado en el saloncito de su casa que en medio de una escenificación de victimismo cutre se permite no sólo aconsejar a Fujimari Aznar que reúna a Fabra y Gimeno a fin de que hagan las paces sino que recita de memoria los términos en que el Jefe debería hacerlo, como si se tratara de una reprimenda ya acontecida que este modesto aunque osado careto catódico se limita a rebobinar. Por un momento me dio el seco escalofrío de estar escuchando a Jiménez Losantos en la obispada emisora de Luis Herrero, pero no, porque este Troncho dispone también de un espacio en un periódico local castellonero donde glosa a su estilo las cartas de los lectores y donde afirma que Jesús Gil es amigo suyo. Se espera todavía el oportuno desmentido desde los acantilados del Estrecho. Pasiones pesadas, emociones dispersas en nada comparables al sobresalto de las fotos en barriguita de Aznar perdiendo al padel frente a su hijo Josemari o las de Ana Botella, esposa y madre a la vez, tan resuelta como las chicas de Pilar Primo de Rivera pareando por las playas al atardecer en plan Sharon Stone básica pero algo dejada de instintos. Casi tan temible como escuchar otra vez a Alfonso Guerra haciendo pinitos de sociología cultural o a Lerma afirmándose dispuesto a sacrificarse una vez más por el partido frente a un Ciscar, esta vez Cipriano, que teniéndolo todo hecho en Madrid (¿y qué diablos querrá decir con una afirmación de esa clase?) entona el vamos pa allá porque se viene pa acá, dios mío, por qué no conservaremos el mínimo de cerebro intacto necesario para que el mensaje nos resulte indescifrable. Otras distracciones de agosto: Martínez, Bermúdez, Hitchcock. El primero, de nombre Guillem, ha hecho la mejor última de EL PAÍS que se recuerda en muchos años. La segunda se llama Susana, dice ser de Ceuta y merece la Consejería de Cultura de aquel territorio ultramarino por su intervención en una charanga teatrera -a ver cuándo le toca a Rodolf Sirera- donde se ponía en ridículo al burlarse de Gil y Gil: vaya socialistas tienes, Felipe. El tercero es, como es lógico, don Alfredo, al que se menciona aquí por Pero ¿quién mató a Harry?, sin duda la mejor de sus películas, auténtico surrealismo en acción, muy lejos del costumbrismo castizo de Buñuel. ¿Surrealismo, dije? Tal vez Yeltsin puliéndose quince mil millones de dólares de la internacional monetaria para asegurarse el vodka de por vida. Acaso Hugo Chávez, ese sujeto que se dirige a su país como quien retransmite un partido de fútbol. Quién sabe si el chaletito en Náquera del profesor Conejero como sede sub-21 del World Congress Shakespeare. Etcétera.

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