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Tribuna
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La alegría más triste

JUSTO NAVARRO Escribió un libro llamado Paseo de los tristes, pero conozco a pocas personas que aprecien más la vida que Javier Egea, que la dejó voluntariamente hace dos días. Me dio la noticia un amigo del alma, y fue una punzada, un dolor físico. Javier y yo jugamos juntos en la Plaza de Bib-Rambla, y tuve luego la suerte de volver a encontrarlo: incluso cuando el ánimo andaba decaído, Javier Egea te daba siempre una alegría suave, que muchas veces terminaba en carcajada, en fiesta. Dominaba el arte y el placer de vivir en circunstancias difíciles, cuando hay problemas y uno está jodido, y, muy jodido, sigue riéndose de uno y con todo. Escribía poemas, como yo, pero mejor que yo, así que seguimos viéndonos, y coincidimos en la clandestinidad, contra Franco. Éramos comunistas, y entonces nos llamábamos con otros nombres, nombres de guerra les llamábamos: era el deseo de ser otros. Él fue Juan y yo Félix, o algo así, ya casi da lo mismo. Estuvimos en la misma célula. Qué palabras, qué tiempos: célula. Pero estar en la misma célula suena a compartir algo vital, íntimo. Creíamos luchar por la libertad, la igualdad y la fraternidad. Por lo menos nos jugábamos nuestra libertad, y, en premio, alguna vez nos sentimos libres, iguales y fraternales. Ahora lo estoy viendo: tenía una manera especial de adelantar la barbilla, como dando la cara al mundo. Era un hombre muy serio, que se tomaba absolutamente en serio su vida, es decir, su poesía, y, porque era serio, sabía reír como pocos. Hacía más bellas a las mujeres porque les prestaba la mejor atención: las miraba con los ojos mejores. Todos los hombres y todas las mujeres eran interesantes para Javier Egea, que mejoraba a sus amigos, y también a sus enemigos. No tenía enemigos, salvo algún enemigo de la humanidad, Franco o Pinochet, y a éstos los reducía a su tamaño, es decir, engrandecía su maldad para descubrirlos mínimos y ridículos, miserablemente humanos, personajes de una historia siniestra. Incluso mejoraba a los imbéciles, porque los hacía legendariamente risibles. Escribir poemas fue un modo de celebrar la existencia: dar nombre a las cosas buenas y malas, nombrar el mundo con propiedad. Javier Egea tuvo la fortuna y el placer de juntar bien las palabras: transformaba la historia discordante en música afinada. Supo que las peores historias, como las mejores, podían convertirse en canto, y que atinar con la palabra exacta y cantable era un placer. Vivir era cantar, y cantar era ponerse de acuerdo con otros que cantaban contigo. Los poemas de Javier Egea son claros, para que nadie se pierda en ellos, y para que en ellos se encuentre cualquiera que los busque: escribir era también una invocación a la amistad. Era claro Javier Egea, y era raro, y escribió Raro de luna: sufría la angustia de saber que la vida, que da tanta alegría, en un momento puede ser mortalmente dolorosa. Él, que gustó como nadie el bien de vivir, tuvo que ser a la fuerza el más desilusionado, y decidió irse. Javier Egea era valiente.

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