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Impunidad o Estado de derecho

El próximo 28 de marzo se cumplirán tres años de la presentación por la Unión Progresista de Fiscales de una denuncia ante la Audiencia Nacional contra los responsables de la dictadura militar argentina de 1976, a la que siguió tres meses después otra contra la Junta que ensangrentó Chile a partir de 1973.Ni los más optimistas podíamos esperar entonces, a la vista del escepticismo generalizado con el que se recibieron ambas iniciativas, que los principales responsables de los crímenes denunciados, Videla, Massera, o Pinochet, podrían verse efectivamente sometidos a un proceso penal, privados de libertad, y obligados a comparecer ante un Juez para rendir cuenta de los delitos que se les imputan.

El desafío era entonces, y sigue siéndolo hoy, la impunidad. Entre los derechos humanos fundamentales se encuentra el de la tutela judicial efectiva. Demasiadas veces la violación primaria del derecho a la vida, a la libertad, a la integridad física, viene seguida de una segunda violación de los derechos de las víctimas: se les niega el derecho a la justicia, al resarcimiento, al restablecimiento del orden jurídico perturbado por el crimen mediante el castigo de los culpables; se niega incluso a sus familiares el derecho a la verdad, a conocer el destino de las miles de personas devoradas por la razón o la sinrazón del Estado.

La impunidad de los responsables de delitos como los que desde 1945 se califican de crímenes de lesa humanidad tiene otra consecuencia, además de la clamorosa injusticia que supone para las víctimas: impide el desarrollo del Estado de derecho, convierte los sistemas políticos en democracias de papel, destruye la confianza de los ciudadanos en las instituciones. La recuperación democrática de Alemania hubiera sido imposible con los jerarcas nazis en libertad. De la misma forma, es inútil pretender que los países en los que se ha asentado la impunidad respecto de tales crímenes puedan profundizar su democracia. Hay individuos cuya libertad es inversamente proporcional a la de la sociedad. Cuanto más libre es Pinochet, menos lo es Chile.

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La impunidad supone además un pésimo ejemplo de futuro. ¿Qué capacidad de disuasión para los genocidas de hoy y de mañana demuestra la comunidad internacional? Casi ninguna. La reciente imagen de los más altos responsables militares de Guatemala escuchando impasibles el informe sobre el genocidio de ese país es bastante elocuente. La expectativa de libertad de Pinochet constituye un aliento para quienes asesinan hoy en Colombia, en Argelia o en Indonesia.

Desde 1945 una comunidad de Estados "libres y soberanos" se comprometió a perseguir universalmente las violaciones masivas de los derechos humanos cometidas desde los Estados contra la población civil indefensa. Según los definió el Tribunal de Casación francés, en el caso de Klaus Barbie, "constituyen crímenes imprescriptibles contra la humanidad los actos inhumanos y las persecuciones que en nombre del Estado que practica una política de hegemonía ideológica, han sido cometidos de forma sistemática, no solamente contra personas por razón de su pertenencia a una colectividad racial o religiosa, sino también contra los adversarios de esa política, cualquiera que sea la forma de su oposición". Por su parte, la Asamblea General de Naciones Unidas proclamó que "todos los Estados tienen la obligación de perseguir a los responsables de crímenes contra la humanidad, y a colaborar con la persecución de los mismos emprendida por los demás Estados".

Tales principios han tenido, sin embargo, muy escasa aplicación. Sólo han sido impuestos por los Estados -por los Gobiernos- por razones políticas, sobre los vencidos de la segunda guerra mundial. En todos los demás casos, hasta la constitución de tribunales ad hoc para la ex-Yugoslavia y Ruanda, las mismas u otras razones políticas han permitido que crímenes execrables cometidos en cinco décadas en los cinco continentes, hayan quedado impunes.

Esta realidad hace que la reciente decisión de la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional suponga un cambio sustantivo, y ha erigido el caso Pinochet en un precedente de interés mundial: el poder judicial de uno de tantos países integrados en esa comunidad internacional ha despertado del largo sueño, pesadilla para muchos, y sin el respaldo de Gobierno alguno, a instancia sólo de las víctimas, ha reconocido a éstas su derecho a la verdad y a la justicia, a la tutela de los tribunales; y ha dirigido a los culpables un mensaje inequívoco: la comunidad internacional no les perdona. La jurisdicción universal, reconocida internacionalmente para crímenes de lesa humanidad, y a la que "le es esencialmente ajena la noción de frontera", les exige responsabilidades. El ejemplo ha sido continuado inmediatamente por los tribunales de otros países. Y no es casualidad que tal reacción se haya producido en socieddes en las que, por disfrutar de un margen razonable de independencia judicial, los tribunales pueden actuar sin contar con el previo beneplácito de los respectivos Gobiernos, siempre preocupados por las relaciones económicas, políticas y diplomáticas y pocas veces empeñados en el efectivo respeto de los derechos humanos.

Pinochet, igual que la mayoría de los imputados de tales crímenes, se dotó de un sofisticado filtro de inmunidad, infranqueable hasta hoy en Chile. Se autoproclamó Jefe de Estado, dictó un Decreto de autoamnistía, y después de perder un referéndum, se garantizó la condición de Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas y luego la de Senador vitalicio. Ninguna de tales prerrogativas exime de responsabilidad frente a la imputación de crímenes contra la humanidad. El derecho internacional establece que los culpables de genocidio, de terrorismo de Estado, de torturas, de secuestros seguidos de desapariciones forzosas, serán juzgados, "ya se trate de gobernantes, funcionarios o particulares".

Un exceso de confianza del General Pinochet ha hecho que sean ahora los Lords of Appeal quienes deban decidir su destino próximo. La tradición jurídica británica ha sido decisiva en la conformación del derecho penal internacional. Confiemos en que lo siga siendo, y en que el despertar de la comunidad jurídica internacional no sea efímero.

Sin duda, quedan muchos responsables de crímenes semejantes en completa libertad, y probablemente, la mayoría no serán jamás molestados, pero el primer paso está dado. El Tribunal Penal Internacional, por el que claman millones de víctimas, administrará justicia, mejor o peor, en los próximos años. Mientras tanto, las órdenes internacionales de detención de los diferentes tribunales nacionales que han reconocido su propia competencia para perseguir aquellos delitos seguirán vigentes en los archivos de Interpol, y perseguirán de por vida a los culpables, tan imprescriptibles como sus crímenes.

Carlos Castresana Fernández es presidente de la UP y Premio Nacional de Derechos Humanos de la APDH 1997.

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