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¿Qué es ser de izquierdas?

Difícil pregunta que muchos nos hacemos ante los acontecimientos de estos años que ocurren no sólo en España, sino en el mundo entero. Las etiquetas políticas cada vez tienen menos valor, y los nuevos hechos mundiales repercuten en nosotros y hacen a aquéllas inservibles, lo mismo que sus siglas. Y el ciudadano del mundo, cuando piensa en ello, se encuentra perplejo.La necesidad de plantearse este interrogante viene aumentada por la caída del socialismo real y lo que, poco a poco, se averigua que había hecho. Ante esto último, las reacciones contra lo que representó fueron demasiado ingenuas; se echó por la borda lo que debía haberse analizado serenamente, sin tirarlo todo por la ventana para que cayera al estercolero. Se mezcló confusamente, como decía Cervantes en El Quijote, "habas con capachos", como si todo fuese lo mismo y tuviera el mismo valor.

Por eso se impone una reflexión, a la que me han ayudado una serie de distintos pensadores de nuestro entorno, que, directa o indirectamente, se plantean las bases de esta inquietud. Y entre ellos, mi amigo el teólogo crítico y comprometido Ignacio González Faus, en un excelente artículo que publica en esa pequeña revista Noticias Obreras, que pocos leen, pero siempre invita a pensar.

Hay que dejar de impresionarse por la política cotidiana con sus dimes y diretes y buscar las fuentes de eso que debe llamarse "la izquierda". Después vendrá la concreción práctica y técnica de esas líneas básicas, ante la realidad concreta que nos envuelve, haciéndolo sin personalismos, que siempre empequeñecen la verdad que queremos encontrar. Y sólo así será norte de nuestra conducta.

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Lo primero de todo es tener una verdadera inquietud social, que esté por encima de cualquier otro factor, por respetable que sea. Es lo que se llama afán de justicia social. Recuerdo a este propósito una conversación que me aclaró muchas ideas. Hace ya 20 años, presidía yo una de las dos confederaciones de la pequeña y mediana empresa. Era la que deseaba ser más progresista; porque más progresismo debe haber, por razón natural, en este tipo de empresa que en la muy grande, aunque de hecho no siempre ocurra así. Y me propuse, quizá en mi ingenuidad, llegar a un acuerdo razonable con la CEOE, que entonces empezaba a funcionar bajo los auspicios de un gran caballero, el empresario Ferrer Salat. Habíamos comenzado con buen pie estas iniciales conversaciones, pero quería mi interlocutor esperar al nombramiento definitivo, como se iba a votar a los pocos días. Y esperamos un poco hasta que llegó por fin la solución. Me había citado el flamante presidente en su oficina para concretar lo hablado previamente. Mientras yo le esperaba, leía con atención el último libro publicado por el economista Hayek, que no conocía todavía, y Ferrer Salat lo tenía sin abrir sobre su mesa de trabajo. Al fin llegó, y cuando me vio con el libro, me dijo: "Supongo que no te habrá gustado lo que dice. A mí, en cambio, me convence: tú estás antes por la justicia que por la libertad, y yo, al contrario, como Hayek, por la libertad como remedio de todos los males que nos aquejan". Yo le contesté rápidamente: "Yo estoy por las dos; pero, si se encuentran enfrentadas, antes es para mí la justicia social, y esto es lo que más falta en el mundo actual".

El segundo aspecto a tener en cuenta es la universalidad de todo lo que ocurre en el mundo. Ya nada de lo que pasa en un país, o en el rincón más alejado, deja de afectarnos a la larga. No podemos hacernos los desentendidos escondiendo, como el avestruz, la cabeza debajo del ala. Lao-Tsé, siglos antes de nuestra era cristiana, lo había advertido: "Todo repercute", es lo que enseñaba. Pero nadie le hizo caso. Y hoy, por un lado y por otro, sufrimos de este olvido. Ya no es la moda de la solidaridad, sino la realidad de que lo sucedido en Pekín o en Colombia nos afecta directamente, y repercute de alguna manera en nuestra realidad, aunque sus efectos tarden tiempo en hacerse visibles entre nosotros. Por eso tenemos que adoptar una nueva moral, la de la reciprocidad. No la de bonitas palabras idealistas, que no han servido para mejorar nuestras vidas, sino la famosa regla de oro en sus dos versiones complementarias: "no hagas a los demás lo que no quieras para ti" y "haz a los otros lo que para ti quieres". No son los filósofos, con sus elucubraciones, quienes lo dicen, prometiendo felicidades abstractas; ni las religiones, prometiendo felicidades en el más allá: es la realidad que se impone si queremos sobrevivir humanamente y no perecer en el empeño de nuestro ciego egoísmo, disfrazado de bonitas palabras. Como las que me recordaba Ferrer Salat hace años. Yo me pregunto hoy: ¿cómo les sonará la palabra libertad a los que se mueren de hambre y miseria o son víctimas de calamidades guerreras o geológicas, que les impiden vivir como seres humanos si nadie las resuelve?

En tercer lugar está el antidogmatismo. Ante él hay que preguntarse: ¿quién posee toda la verdad?, ¿quién tiene las claves de las soluciones apodícticas de los complejos problemas humanos: los hombres religiosos, siempre enfrentados en la historia real, excluyendo al que no piensa como ellos, o los detentadores del conocimiento a ultranza, sin más apelación a lo humano? Yo creo que la economía tiene algo que decir para poder repartir algo, pero hay que distribuir, no conformarse sólo con los números macroeconómicos, sino que éstos lleguen a la microeconomía del ciudadano corriente del mundo, y no sólo en los países del desarrollo material. Incluso esto vale para la religión, como ha demostrado la actitud de apertura religiosa de la madre Teresa de Calcuta, que no pretende cambiar a nadie, sino dar el poco amor que le falta al desamparado, sin olvidar que eso no arregla el problema de fondo; que es un pequeño parche, mientras no se resuelva el cambio de estructuras injustas, que es preciso acelerar.

Y, además, el diálogo, porque todos somos una perspectiva, como demostró Ortega, y luego se olvidaron de esta enseñanza básica sus lectores. Cada uno debe aportar esa perspectiva para mejorar lo que pueda aportar, que será algo relativo, pero valioso. Ya que nadie tiene la exclusiva del acierto. Y ese diálogo para mejorar nuestra idea y enriquecerla, pero no para aguarla y promediarla dejándola en un término medio insulso.

Y, por fin, uniendo la palabra libertad con la de responsabilidad, porque no hay palabras mágicas, sino acercamientos penosos a la difícil realidad. Realidad tangible, como quería esa gran olvidada que fue María Zambrano, cuyos escritos de la guerra civil deberían ser leídos y releídos hoy. "El idealismo", decía, "arrastró desde sus comienzos el pecado de querer eludir, desde su pureza, la inmediatez de la vida". Por eso predicó, con la palabra y el ejemplo, "la materialidad de España", la que se deduce de la lectura del Quijote. La realidad desgarrada sin eufemismos ni evasiones enseña más que todas las palabras. Pero no miramos, y sólo escuchamos o leemos lo que nos dicen los que llevan la voz cantante, sin observar directamente lo que tenemos cerca de nuestros oídos y nuestros ojos.

No olvidemos, para terminar, que el hombre se está haciendo, no está hecho de una vez. No hay valores eternos guardados en un almario privilegiado; sino que se van haciendo al caminar, para poder vivir con humanidad todos y no sólo unos pocos.

Yo creo que este espíritu, si no lo oscurecemos con el anecdotario al uso, será la izquierda hoy perdida entre el fárrago de enfrentamientos personales, a falta de una ética de convivencia sin exclusivismos.

E. Miret Magdalena es teólogo seglar.

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