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El hombre y su sombra

Parece haberse abierto la veda de los anticomunistas históricos. A cada poco vemos caer, en sucesivos círculos descendentes, a una gloria del socialismo liberal o del liberalismo a secas, abatida de repente por los disparos de un debelador de biografías ilustres. La nómina de los agraviados empieza a ser larga: Orwell, Koestler, Isaiah Berlin... Si yo fuera Agatha Christie, sospecharía que anda suelto un asesino en serie, un asesino de reputaciones. Como no soy Agatha Christie, ni me tienta el lado conspirativo de la existencia, opino más bien que el desarrollo de las técnicas historiográficas ha estimulado la curiosidad ambiente, y que es propio de la curiosidad ambiente el volverle a todo quisqui las faltriqueras del revés. De la requisa han salido enteros, o casi enteros, Orwell y Berlin. Ni Orwell fue un delator en la acepción estricta de la palabra, ni Berlin conspiró con la CIA cuando la guerra de Vietnam. Lo que pasó es que estuvieron los dos en la política, que es un sitio donde no se puede echar buen pelo sin jugar un poco con los codos. Koestler... ha tenido menos suerte. Alojaba una vena priápica y vesánica que no lo descalifica como testigo, pero que lo reduce considerablemente como ejemplar humano. Un caso menos notorio entre nosotros, y el más apasionante de todos a mi ver, es el del novelista Ignazio Silone, un autor que los jóvenes principian a no recordar, pero que fue celebérrimo, y justamente celebérrimo, en la inmediata posguerra. Las ejecutorias de Silone eran impecables, las más limpias quizá de Italia. Eran las ejecutorias de un santo laico. Las resumo en muy pocas palabras. Háganse cuenta que estamos oyendo campanas a lo lejos, y que lo que sigue es un lauro fúnebre. A los diecinueve años, Silone es encarcelado como agitador socialista; a los veintiuno participa en la fundación del PCI; en 1931 es expulsado de este último por desviacionismo trotskista, el cargo usado de oficio por el aparato contra todo aquel que se opusiera a Stalin. En 1932, un hermano de Silone muere en la cárcel, torturado por los fascistas. Poco antes Silone se había exiliado a Suiza, de la que no retorna hasta después de concluida la guerra. Será diputado por los socialistas y bestia negra de los comunistas ortodoxos hasta su muerte en 1978. Para completar la estampa piadosa, señalaré una circunstancia intrigante. Lo mismo que Croce, otro antifascista de pata negra, Silone había nacido en los Abruzzi, y lo mismo que Croce, también perdió a su familia en un terremoto. Huérfanos, mártires y abruzos. Un Cástor y un Pólux de la libertad; dos figuras en las que remansarse para no despedir el siglo con un gesto demasiado agrio.Y de pronto, el desastre. En la primavera de 1996, con ocasión de no sé qué asunto o tenida universitaria, salieron a la luz pruebas innegables de que Silone había operado como informante de la policía fascista entre 1928 y 1930. Su hermano estaba detenido a la sazón, y se quiso suponer que Silone había incurrido en actos de espionaje con el fin de protegerle. Pero en enero de este año el pardo ha virado al negro. Nueva Storia Contemporanea, una revista del ramo a que alude su título, ha demostrado que Silone se convirtió en agente doble antes de que su hermano entrase en prisión. Según parece, había establecido relaciones amistosas con un capitoste de la Secreta a raíz de su primer arresto, en 1919. Su alias en los ambientes de la pasma era el de "Silvestri". Silvestri, por cierto, no transmitió a las autoridades fascistas una sola línea provechosa a lo largo de su viaje por el lado oculto de la luna. Los informes rastreados son pueriles, o abundan en florituras literarias de valor cero a efectos prácticos. Cuando perdió toda esperanza de liberar a su hermano, Silvestri escribió una carta al comisario anunciándole que iba a emprender "una nueva vida", y huyó a Suiza. Lo que sigue a continuación no difiere ya de lo que aún se puede leer en las antologías literarias o los textos escolares. He dicho que el caso es apasionante. ¿Por qué? Toda acción humana, toda decisión, contiene dosis de irreductible ambigüedad moral. Cuando la acción es buena porque es buena, pero también es buena porque es conveniente, no sabremos nunca qué nos ha movido, si el interés o la justicia. Si la acción es buena y mala a la vez, tampoco llegaremos a puerto. Habremos sido igual de buenos que de malos, o quizá más lo uno que lo otro, o acaso lo uno en tanto que simultáneamente éramos lo otro. Esta incertidumbre es insoslayable. Esta incertidumbre nos coloca de canto, de través, ante el juicio moral. Nos gustaría ser netos y pulcros, como los niños de voz blanca que cantan en los coros de las iglesias. Pero abrimos la boca y nos sale una voz complicada, de órgano viejo y con los tubos llenos de roña. Tres cosas parecen seguras en el caso de Silone. 1) No puso en riesgo a sus compañeros; 2) Quería proteger a su hermano, puesto que levantó el vuelo al considerar que ya no podía seguir ayudándole; 3) También quiso protegerse a sí mismo. En caso contrario, no habría sido espía cuando aún no tenía a nadie a quien proteger. Supo lo que es el miedo, y quiso a su hermano, y probablemente quiso al Partido Comunista antes de que le desalentaran las atrocidades soviéticas. Las atrocidades soviéticas le ayudaron a sobrellevar la traición; y también pensó, o intentó pensar, que la ignominia de la traición era un homenaje a su hermano preso. Estoy trazando un rigodón conjetural, y en cierto modo, previsible. Pero existe una posibilidad añadida, que es la que más me interesa.

Me refiero a lo siguiente. Irrefutablemente, Silone fue un independiente. Fue independiente del régimen fascista, a quien sirvió como un soplón deliberadamente inútil, y por inútil, desleal. Y desde el inicio hubo de sentir un conato de irreprimible rebelión contra el partido. En palabras de Murray Kempton, otro ex comunista, el partido cultivaba un evangelio que no dejaba lugar a la duda, la pena o la compasión. Un evangelio que sepultaba al fiel bajo el peso de verdades graníticas y abstractas, sin una grieta o fisura donde echar raíces y florecer como individuo. La traición sin consecuencias pudo ser la manera que Silone escogió para no quedar calcinado bajo este sol implacable. Nos inspiran más confianza Croce o Montale, cuya resistencia a Mussolini está limpia de dobleces. Pero cada uno es que el es, y tropieza donde tropieza, y ni Montale ni Croce habían estado en la cárcel, ni conocido a un polizonte protector, ni tenían a un hermano a punto de ser ejecutado. No seamos, pues, en exceso duros con Silone, o con los otros miles o cientos de miles que arrimaron el cuerpo a donde no alcanza la luz. La integridad, en el fondo, es un valor más precario y misterioso de lo que acostumbramos a suponer. Ni siquiera es mártir el que quiere. Casos se dan en que es mártir sólo el que puede.

Álvaro Delgado-Gal es escritor, director de la revista Libros.

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