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La excepción del dibujo

JOSÉ LUIS MERINO Mañana se presenta al público en el Museo Guggenheim de Bilbao una soberbia colección de obras sobre papel. Lleva el título De Durero a Rauschenberg: la quinta esencia del dibujo. Ofrece un recorrido desde el Renacimiento hasta nuestros días, con aportación procedentes de la Graphische Sammlung Albertine de Viena y del Guggenheim neoyorquino. Las intimidades formales del dibujo nos muestra a Alberto Durero empeñado en alcanzar la maestría en la imitación de la realidad. Con Rafael Sanzio entendemos que se dijera de él que mejoraba deliberadamente a la naturaleza. El poderoso Rembrant deja ver su trazo seguro, firme y suelto. La aportación de Fragonard es una de las más destacadas de la muestra. Con Claudio de Lorena nos introducimos en el paisaje de la campiña romana, las llanuras y las colinas en torno a Roma. La contribución de Rubens es espléndida, de la que destacan dos cabezas, hombre y mujer, de excelente factura. Hay que significar con grado alto las piezas de Federico Berocci (1535-1612) y de Rudolf von Alt (1812-1905), porque sin aparcer entre los grandes nombres, lo que se exhibe en esta exposición tiene mucha enjundia. Lo dicho hasta aquí corresponde a la colección Albertina. También pertenecen a esta colección otros nombres, tales como Adoph Menzel y Hans von Marées, y los austríacos Gustav Klimt, Egon Schiele y Oskar Kokoschka. La tríada de artistas expresionistas austríacos deja entrever en estos dibujos su mundo estilizado y atormentado, que se iba a acentuar con el paso al óleo y a las grandes dimensiones. A partir de la obra de Georges Seurat, el resto de los fondos del Guggenheim de Nueva York. En un lugar prominente hay que poner los dibujos a color de Kandinsky y de Klee. Había que encuadrarlos entre de lo mejorcito que hubiera salido de sus manos. Las cinco piezas de Kandinsky recorren el pulso vital de aquello que más altamente le puede representar. Es un Kandinsky entero, pleno; no importa que en vez de óleo la materia se mueva en la fragilidad de la acuarela, la tinta china y el lápiz. Lo mismo acaece con Paul Klee cuando acredita unas obras formidables, siempre buscando a través de la fragilidad de la materia lo que él llamaba "la prehistoria de lo visible". También en el aporte de Klee estamos palpando el mejor Klee. Cada obra suya es un milagro, un extraño encuentro con una realidad invisible. Podía bastar con la presencia de Kandinsky y Klee. Pero nos dan más todavía. Unas obras de Seurat, hechas con lápiz, dejan un halo sombrío, quizá no reconocibles con lo que el puntillismo de su autor aportó a la historia del arte. Lo que se lleva a las paredes de Picasso está en unas coordenadas más conocidas, con un recorrido por varias épocas en el cubismo. De la época más reciente podemos contemplar dibujos de Arshile Gorky, de los años 1943 a 1946, que son muy buenos, realmente buenos. Joseph Beuys entra en escena como el artista de difícil clasificación. Mete el lápiz y el cloruro de hierro sobre papel de calco, o lo mismo ese lápiz lo junta con óleo y pinta sobre papel texturado, o recoge una planta y la prensa y la monta sobre papel negro con trazos de tiza. Es el chamán del arte, el rompedor impenitente. La cabeza del hombre fue la meta de Beuys, por lo que dijo: "Cada hombre es un artista". El título De Durero a Rauschanberg no agota todo el espectro de lo exhibido, puesto que después de Rauschenberg hay dos artistas con cinco obras cada uno. Ellos son Jim Dine y Francesco Clemente. Si en el italiano se palpa una gran disperesión, en el norteamericano, aun existiendo, asimismo, dispersión, alguna de sus obras se erigen potentes, logradas. Rauschenberg introduce su personal voz con dibujos de los años 1952, 1968, 1971, 1979 y 1980. Buena cosecha de Rauchenberg apegado a las transferencias con disolventes, lápices, acuarelas, acrílicos, telas, papeles, ese mundo matérico que enriquece con sumo talento. Por ser obras de dibujo, el espectador tiene que adentrarse en la grafía de los artistas para vivir el trazo de vida que dejaron para la posteridad. Aquí no entra en liza la mirada que abarca el color de las grandes obras y que a través de la sensación primera parece que hemos comprendido todo. En este caso la mirada se vuelve más lenta y despaciosa, como si nos obligara a reflexionar interiorizados. Tal vez en esa interiorización esté la clave de esta magnífica exposición.

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