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Del "Beagle" al "Eagle", un viaje al paraíso del infierno

Javier Sampedro

Reparta unos lápices entre sus amigos y pídales que dibujen un biólogo trabajando. Obtendrá un bonito surtido de cazadores de mariposas, coleccionistas de malas hierbas y sujetos en calzón corto retozando sin objetivo aparente por la cubierta de un barco de estabilidad dudosa. Describir la diversidad de la naturaleza, sin embargo, ya no es más que una actividad marginal entre los biólogos profesionales. Tire los dibujos y volvamos a empezar. Un estudiante de biología que piense dedicarse a la investigación tiene por delante la siguiente perspectiva: una competición encarnizada con sus propios compañeros de facultad para lograr algún tipo de beca de investigación. Un mínimo de tres años encerrado en un laboratorio para sacar adelante una tesis doctoral basada en sus propios experimentos. Y un periodo impredecible -¿cinco, diez años?- en otros laboratorios, generalmente extranjeros, pero indistinguibles del anterior, intentando amasar el suficiente número de experimentos brillantes como para empezar a acariciar la idea de volver a su país antes de que el clima cambie a peor de manera irreversible.Tras esos 10 o 12 años, es muy improbable que nuestro biólogo haya visto una sola mariposa. Algún cerdo, unas cuantas docenas de ratas y un par de millones de moscas son una apuesta mucho más verosímil. Y cinco o seis pares de pantalones echados a perder por el fenol o por el ácido.

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¿Un paisaje infernal? Puede ser, pero ese infierno lleva dentro su paraíso, porque la investigación biológica de calidad es ahora mismo una de las experiencias intelectuales más estimulantes, absorbentes y misteriosas que existen en el mundo. La biología ha entrado de lleno en uno de esos momentos fértiles que disfruta de cuando en cuando toda ciencia, en los que el estado de las teorías y de las técnicas es óptimo para extraer un secreto tras otro, y a buen ritmo, a los complejísimos enigmas de la naturaleza. El icono de la biología del siglo XIX es tal vez la travesía de Charles Darwin en el HMS Beagle, durante la cual el joven científico inglés realizó las observaciones sobre las especies de aves que acabarían fundamentando su teoría de la evolución por selección natural. El icono de la biología de nuestro siglo ya no es el Beagle, sino el Eagle: el pub de Cambridge donde el británico Francis Crick y el estadounidense James Watson discutieron -y celebraron- su modelo de la doble hélice del ADN: el secreto del funcionamiento de los genes de todos los organismos vivos.

En cierto modo, la biología en su conjunto ha viajado también del Beagle al Eagle (y en gran parte, gracias a Darwin, dicho sea en honor a la justicia). Los científicos de la vida ya no se arroban ante el espectáculo de la infinita variedad de la naturaleza. La mayor parte del tiempo ni siquiera miran a la naturaleza. Su principal preocupación actual es encontrar los principios simples y universales que explican el diseño y el funcionamiento de todos los animales, de los gusanos a las personas. El sitio para perseguir ese objetivo ya no es el campo ni el mar, sino el laboratorio de genética y biología molecular. Y, por qué no, también el pub: la nueva biología necesita casi tantas ideas como datos.

Ésa es la perspectiva que tienen ante sí los estudiantes que estén considerando seriamente dedicarse a la investigación biológica. Se trata de un trabajo arduo, ingrato, generalmente mal pagado y a ratos incompatible con una vida personal ordinaria. Requiere tenacidad, inteligencia y grandes dosis de curiosidad e imaginación. Pero si se tiene todo esto, la buena suerte acaba llegando. El descreído dios de los científicos aprieta los cinturones, pero no ahoga la sed de saber lo que nadie antes ha sabido.

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