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Cara y cruz de la tercera revolución verde

Empieza a ser frecuente que contemos en nuestro país con investigadores de talla que, después de haber recorrido por el ancho mundo los centros emblemáticos de su ciencia y su tecnología, crean en España un lugar para pensar con su propio equipo y laboratorios. Éste es el caso de Francisco García Olmedo, licenciado en Química, ingeniero agrónomo y catedrático de Bioquímica y Biología Molecular en nuestra ilustre Escuela de Agronomía de La Moncloa. El libro que acaba de publicar sobre La tercera revolución verde, consecuencia de los impresionantes y acelerados avances de la genética, claro y de fácil acceso sin degenerar en vulgarización, es muy oportuno en momentos de tanta polémica armada sobre lo bueno y lo malo de las plantas transgénicas.La primera y más radical revolución fue en el neolítico, y consistió en la domesticación inicial de las principales especies vegetales que se cultivan en nuestros días. "La planta cultivada y la mala hierba pueden tener", nos dice el autor, "características comunes, como si fueran variaciones sobre el mismo tema. En el curso de su adaptación al cultivo, la especie vegetal ha perdido su independencia del hombre para propagarse, pero esto ha ocurrido de forma discontinua y ha afectado en distinta medida a las diferentes especies, de modo que unas especies están más domesticadas que otras".

La segunda revolución vegetal, que culminó en los años sesenta, se produjo al aplicar a la mejora de las plantas los conocimientos de la genética clásica desarrollados a partir de los descubrimientos de Mendel. Los incrementos conseguidos en los rendimientos, sobre todo de los cereales, supusieron un cambio profundo en los sistemas agrícolas y la disminución del hambre en muchos países en desarrollo.

La tercera revolución vegetal, que está desplegándose actualmente con un ímpetu impresionante, cuyos procedimientos constituyen una verdadera ingeniería genética, se apoya científicamente en la genética molecular que surgió a partir del descubrimiento de la estructura del ADN y su doble hélice de combinaciones de cuatro bases nitrogenadas -siempre las mismas, pero en lenguajes combinatorios diferentes- descubiertas por Crick y Watson. Crick le dio el nombre de Hélice dorada a su casa de Cambridge, y realmente fue dorada ventura este descubrimiento tanto para la ciencia como para ellos mismos, que recibieron en 1962 el Premio Nobel de Medicina y Fisiología.

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La vida de los investigadores no es siempre tan tranquila como parecería reclamar el necesario sosiego de sus experimentos. Sus tribulaciones acaban a veces con la muerte física o civil, como ocurrió en la Rusia soviética con la mejora de plantas. Lysenko persiguió a los sensatos continuadores de las doctrinas de Mendel y de Morgan acusándoles de ideas "contrarias al materialismo dialéctico... y a las doctrinas científicas de Stalin". Algo semejante, en esa obsesión doctrinaria, al trágico destino del economista ruso Kondratief, que, estudiando la curva de las oscilaciones largas del capitalismo -largas porque abarcan casi 50 años-, dedujo que, después de épocas de depresiones y crisis, el capitalismo volvía a encontrarse en un nuevo y flamante nivel. Curva que desmentía el dogma marxista de su caída inexorable y que llevó a Kondratief a ser deportado a Siberia, en cuyas nieves desapareció sin dejar huella. Pero no sólo el viejo comunismo era enemigo de la verdad científica: no olvidemos que todavía hoy, en algún Estado de Norteamérica, está prohibido explicar las teorías darwinianas de la evolución de las especies, que sólo pueden existir si están citadas en los textos bíblicos. Y ahora, la creación de variedades transgénicas levanta las iras de los ecologistas y de muchas personalidades que ven un terrible peligro en la siembra de esas nuevas especies.

En realidad -nos dice García Olmedo, citando un pensamiento de Italo Altroílo-, la investigación es "el arte de la rebusca: repasar el camino, mirar lo que otros miraron y ver lo que otros no vieron". Mendel, nacido en un pueblecito de Moravia en 1822, aprendió de su padre, un agricultor que todavía debía rendir tributo laboral al señor feudal nada menos que tres días por semana (la servidumbre de la gleba no se suprimió por los Habsburgo hasta 1781), los rudimentos de la fruticultura y de la apicultura y, aunque su íntima vocación fue la meteorología, se entusiasma al experimentar con los modestos guisantes. Descubre así la noción de lo que luego se ha llamado el genotipo y el fenotipo. Escogió el Pisum sativum porque su pequeño número de caracteres permite al investigador observar con toda claridad el efecto de los cruces en las generaciones sucesivas, cuando se altera uno de ellos mientras se dejan inalterables los demás, que es la esencia del método experimental. Pero lo sorprendente -señala nuestro autor- es que "eligiera el buen prior del monasterio agustino de Brunn las siete parejas de caracteres alternativos, cada uno de los cuales, se ha demostrado después, resulta estar controlado por un único gen que, además, es independiente de los restantes: los siete se encuentran situados en siete cromosomas distintos". Fue una pena que estos decisivos experimentos de Mendel quedaran en los archivos y no se desempolvaran hasta 1900 por el holandés Hugo de Vries, que los utilizó, por cierto, sin citar a su autor hasta que fuera acusado de plagio.

Morgan, con su famosa mosca del vinagre -la Drosophila melanogaster-, Bárbara McClinctock, con sus genes saltarines, Wallace, con sus maíces híbridos, Norma Borlaug y sus trigos enanos, los genes con mando, etcétera, han ido complicando y aclarando los misterios de la herencia y de la variación de los caracteres. Las técnicas actuales que cortan, cosen y copian partes de un gen hacen de esta ciencia una verdadera sastrería genética cuyas herramientas principales son proteínas enzimáticas y la curiosa pistola que dispara el gen buscado en el cromosoma de la planta que queremos mejorar. Pero ¿por qué toda esta agitación? Porque, aunque Malthus se equivocara y los alimentos hayan crecido de forma más que aritmética, una población creciente, en número y en ambiciones alimenticias, necesita mayor producción de alimentos. ¿Cómo lograrlo? La superficie roturable es ya mínima, estando en cultivo el 98% de la tierra

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productiva; el agua disponible para nuevos regadíos es prácticamente nula; el empleo de herbicidas y de abonos ha llegado a su saturación, con el peligro de envenenar las aguas freáticas y polucionar el ambiente. Mientras tanto, la población sigue creciendo y se nos viene encima, para mediados del nuevo siglo, la cifra espantosa de 10.000 millones de seres humanos sobre la Tierra. Sólo cabe, por tanto, mayor producción por hectárea, y esto es lo que pretende la transgenética al crear nuevas variedades de las plantas tradicionales. La llamada agricultura orgánica o biológica no es para el autor ninguna solución alternativa. Consiste en rotar las cosechas para incrementar la fertilidad del suelo hasta poder intercalar una cosecha remuneradora; en mantener un equilibrio entre producción vegetal y animal; en el uso del estiércol y abonos en verde, y en el empleo de métodos naturales de control de enfermedades y plagas. Pues bien: los rendimientos de este tipo de agricultura no pasan, en el mejor de los casos, de un 80% de los que se obtienen por métodos convencionales y, por ello, requieren subsidios. Su volumen en Europa, por ejemplo, representa menos del 5% de la producción total.

Las semillas transgénicas aumentan la producción, reducen la vulnerabilidad de las plantas a determinadas enfermedades y plagas, disminuyen la necesidad de abonos y pesticidas, producen plantas más resistentes a factores adversos de suelo y clima y simplifican o eliminan las faenas de cultivo. Pero, como toda panacea, tienen un riesgo: que al introducir el gen buscado se produzcan también compuestos nocivos a la salud del hombre o del ganado. Por eso hay que exigir un control riguroso antes de comercializar una nueva semilla transgénica.

Contribuye a echar leña al fuego el que esas semillas las han creado y las venden las multinacionales, como la Monsanto en EEUU o la Novartis en Suiza. Constantemente se celebran foros y se publican artículos contra esa novedad de la ciencia y la tecnología, incluso pidiendo una moratoria mundial de la fabricación de los OGM u "organismos genéticamente modificados". Pero para ver las cosas claras yo aconsejo la lectura de este libro mesurado, enterado y ameno, en el que tan eminente agrónomo y genetista otea el horizonte de la agricultura y del nuevo mundo rural desde el que ya no se verán los idílicos paisajes de antaño.

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