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La lengua secuestrada

El eusquera ha tenido peor fortuna con sus defensores que con sus enemigos. Estos últimos -contra lo que la paranoia nacionalista pregona- no han sido tan abundantes ni tan encarnizados como se pretende. Mucho más nocivos le han resultado los que lo han mantenido secuestrado durante dos siglos: los integristas que trataron de convertirlo en una barricada contra las ideas emancipadoras de la modernidad, los fanáticos de campanario y los lingüistas metidos a redentores, esa nueva plaga. Don Luis Michelena Elissalt, el creador de la filología vasca contemporánea -un académico sensato cuya irreparable ausencia se ha hecho notar trágicamente en el País Vasco durante los diez largos años transcurridos desde su muerte-, repetía sin descanso que imponer el conocimiento y el uso de la lengua vasca por las bravas, mediante coerciones políticas o de otra índole sólo contribuiría a acelerar su extinción. Poquísimo caso se le hizo en vida, y recordar hoy su actitud en este particular puede convertirle a uno en culpable de alta traición a la sacrosanta Euskadi (es decir, al proyecto político de Sabino Arana Goiri).Así lo ha decretado ETA, camorra gobernada por un lamentable dramaturgo eusquérico, en el comunicado que envió el pasado 1 de septiembre a la emisora oficial del Gobierno vasco en San Sebastián. La advertencia parece dirigida en especial a los dos principales partidos de la oposición, PSE y PP, que han incluido en sus programas electorales la promesa de revisar la política lingüística aplicada hasta ahora en la comunidad autónoma. Pero podemos darnos también por aludidos todos los que, en alguna ocasión, hemos expresado públicamente nuestras discrepancias respecto de la vasquización lingüística compulsiva o hemos denunciado la manipulación nacionalista del idioma. No hace falta consultar hemerotecas: el franciscano Joan Mari Torrealdai ha publicado hace unos meses, en su Libro Negro del euskara, una lista igualmente negra de detractores de dicha lengua, en la que destaca -qué casualidad- un nutrido grupo de fundadores del Foro Ermua.

Las sandeces victimistas son aquí murga cotidiana y apañados estaríamos los presuntos enemigos del idioma patrio y patriótico si nos dedicáramos a coleccionarlas. Pero no está de más desmontar alguna leyenda maniquea como aquella de la persecución a muerte que sufrió el eusquera por parte de los vencedores de la guerra civil. Todavía este pasado mes de agosto, en una serie de dibujos animados inspirada en la vida de un famoso bertsolari, la primera cadena de la televisión autonómica (que emite sólo en vasco) nos ofrecía el estereotipo de unos requetés patibularios invadiendo la idílica campiña vasca y arengados en un castellano de zarzuela por un bestial capellán castrense. Lo cierto es que buena parte de los tercios de requetés vascongados y navarros estaban formados por voluntarios vascohablantes (más numerosos entre los sublevados contra la República que en las filas de las milicias abertzales). Todavía a mediados de los sesenta, los carlistas eran mayoría en pueblos como Elorrio y Azcoitia, cunas respectivas del actual lehendakari en funciones y del presidente del PNV. Carlistas fueron buena parte de los impulsores de la Academia de la Lengua Vasca en los años de posguerra, y los primeros ideólogos de ETA se dieron a conocer como escritores y publicistas en las páginas de una revista editada íntegramente en eusquera por la Diputación franquista de Guipúzcoa bajo la dirección de un notorio tradicionalista, Antonio Arrúe. Basta hojear un periódico local de mediados de los años sesenta para encontrar noticias de actos culturales en lengua vasca patrocinados por ayuntamientos y diputaciones no precisamente nacionalistas. En 1964, Gabriel Aresti, el gran poeta vasco de este siglo -que publicaba con asiduidad artículos sobre temas culturales en el diario bilbaíno del Movimiento, Hierro-, recibía un premio nacional de literatura eusquérica instituido por Fraga. El PNV y, en general, todas las organizaciones abertzales tienen entre sus militantes y cargos públicos muchos antiguos carlistas (entre ellos, el actual alcalde de mi pueblo). Que el régimen franquista sólo tolerara expresiones culturales en vasco de un inocuo carácter folclórico es asimismo discutible: gracias a las revistas y publicaciones subvencionadas por las instituciones de entonces pudimos leer los de mi generación los primeros ensayos y novelas de Txillardegi o los poemarios juveniles de Gabriel Aresti. En general, y por lo que a los años cincuenta y sesenta se refiere, cualquiera que se interesase en ello podía adquirir una más que respetable formación en distintos aspectos de la cultura eusquérica a través de revistas a las que uno podía suscribirse y libros que podía adquirir fácilmente, sin necesidad de pasar por las trastiendas de determinadas librerías.

¿Prohibió el franquismo el uso del eusquera? No, aunque impidió su empleo en la administración y en la enseñanza pública. Los motivos de tal veto eran, indudablemente, ideológicos en el peor sentido, pero hasta los más empecinados partidarios actuales de la eusquerización total tendrán que reconocer que el eusquera de entonces, carente de un registro estandarizado y fragmentado en diversos dialectos literarios, no habría sido utilizable por una burocracia compleja ni en un sistema de educación formal. Que se sepa, el franquismo no impidió el desarrollo de la literatura eusquérica, y los pocos vascos capaces de leer en lo que algunos capitostes del régimen llamaban todavía con unción la antigua lengua de España pudimos acceder a las obras de los ya mencionados Michelena, Txillardegi y Aresti, y de otra pléyade de escritores como Mirande, Irigoien, Lasa, San Martín, Erquiaga, Loidi, etcétera, en ediciones perfectamente legales. Es verdad que se cometieron arbitrariedades, tropelías estúpidas y cacicadas indecentes, pero éstas corrieron las más de las veces a cargo de pequeños funcionarios locales, porque el franquismo se caracterizó más bien por su apatía legislativa en esta materia y se limitó a aplicar la parca normativa de tiempos del Directorio de Primo de Rivera. Se prohibió la onomástica inventada por Sabino Arana que, aunque poco o nada tenía que ver con el eusquera, despertaba poderosas resonancias afectivas en muchos vascos (junto a esto hay que recordar que una nieta de Franco sigue llevando el vasquísimo nombre de Aránzazu). Los primeros parvularios privados o parroquiales en lengua vasca fueron más o menos hostigados, según el lugar, la trayectoria política anterior de sus promotores, etcétera. Que hubo censura, prohibiciones y multas es innegable, pero las hubo para todos los que se atrevían a desafiar las reglas de la dictadura, escribieran en la lengua que escribieran. El esfuerzo emprendido por la Academia de la Lengua Vasca en el Congreso de Oñate de 1968 para dotar al eusquera de una variedad escrita unificada es ciertamente encomiable, pero conozco muy pocos vascohablantes capaces de descifrar un texto del Boletín Oficial del Gobierno Vasco sin tener que recurrir de continuo al diccionario. Yo mismo, que disfruto leyendo a los autores clásicos en eusquera de los siglos XVI y XVII o los poemas de Gabriel Aresti, busco desesperadamente la versión castellana de los textos administrativos actuales para no perder el tiempo descifrando párrafos inextricables. En algo tiene razón el comunicado de ETA: el eusquera sigue viviendo en un gueto. Efectivamente. En el gueto en que lo ha encerrado la intransigencia abertzale. Un gueto de lujo, por cierto, sostenido por 20.000 millones de pesetas del presupuesto público de la comunidad autónoma, que en gran parte se pierden por los recovecos del despilfarro y de las corruptelas capilares, sin que todo ese gasto se traduzca en un incremento apreciable del número de vascohablantes.

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Sin duda, la política lingüística del nacionalismo vasco ha tenido otros frutos dignos de mención: ha conseguido que surja media docena de buenos escritores de entre una legión de cagatintas sumergidos en la abyección y la pedantería (de los seis, tres, al menos, escribían ya muy bien en tiempos de Franco, sin acicates económicos especiales). Ha logrado que llegue a la universidad una masa de bachilleres que balbucea en una chocante jerga semicastellana y semivasca (nada tan deprimente como los debates televisivos entre adolescentes eusquerizados). Ha alejado del País Vasco a excelentes profesores y ha desconcertado y aburrido a la ciudadanía con cambios arbitrarios en la toponimia, como el reciente proyecto de sustituir el nombre de la ría del Nervión por el de ría del Ibaizabal, alegando que sólo este último es el nombre antiguo genuino, y que aquél sólo se generalizó en Bilbao desde finales del siglo XVIII (como si los bilbaínos no tuvieran derecho de dar a su ría el nombre que se les antoje, cuando hasta Herri Batasuna anuncia el abandono de su denominación tradicional para eludir una posible ilegalización). Entre dos soluciones, la transaccional (por ejemplo, mantener la doble nomenclatura oficial, Ibaizabal en eusquera y Nervión en castellano) y la intrasigente, los nacionalistas tienden siempre a elegir la última, la más lesiva y humillante para los castellanoparlantes y, por ende, la más catastrófica para la convivencia civilizada. Nunca les ha faltado, en esta escalada hacia la conversión del eusquera en una lengua antipática y hasta odiosa para los vascos de habitual expresión castellana (más del 75% de la población), el concurso de filólogos de la cochambre como Luis María Mujika, un catedrático de la Universidad del País Vasco que responsabiliza a los inmigrantes del retroceso histórico de una lengua que ha ido perdiendo territorios desde la temprana Edad Media y equipara la violencia de ETA a la del "Espíritu de Ermua", violencia esta última claramente manifiesta -a su juicio- en la resistencia que oponen a la normalización lingüística el PSE y el PP. Mujika arguye que "la inmensa mayoría de la inmigración adulta sigue hoy al margen del euskara y los partidos llamados estatalistas se sirven de su voto para mantener en diglosia continuada a Euskal Herria". Al margen de la indisimulada xenofobia que rezuma semejante planteamiento (y del olvido en que echa el autor a los cientos de miles de autóctonos que tienen por lengua materna, cuando no por única lengua, el castellano), cabe preguntarse qué ventajas materiales o espirituales se derivarían, para los inmigrantes adultos que votan PSE o PP, del aprendizaje de un idioma que ni los va a sacar de su modesto ir tirando ni va a granjearles el reconocimiento de los nacionalistas, empeñados en considerar ciudadanos de tercera incluso a aquellos vascos de cuna y de lengua que no comulgan con ellos.

Cuando Mujika sostiene que "ese 25% de "contrarios" al euskara en el país... también son sujetos de "violencia" en Euskal Herria, porque empujan a la frustración social a los sujetos bilingües euskaldunes (siendo muchos de ellos, asombrosamente, hijos de inmigrantes)", no sabe uno qué le produce mayor repugnancia: si la equiparación de los que sólo pretenden conservar su lengua con los asesinos de Miguel Ángel Blanco o toda la hipocresía racista que asoma detrás de ese "asombrosamente". Por si no les bastase a quienes desean borrar el castellano del mapa el apoyo de los especialistas en torticerías sociolingüísticas, ahora tercia ETA en la cuestión para acallar toda disidencia. Como siempre le ha sucedido al nacionalismo vasco, también en este caso el discurso victimista que apela a supuestos agravios recibidos en el pasado ha terminado por suscitar en el presente una práctica chantajista y victimaria.

Jon Juaristi es escritor.

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