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55ª MOSTRA DE VENECIA

La ancha sombra de Sofía Loren oscurece aún más a Spike Lee, Lelouch y James Ivory

Los filmes "El peral" y "Lola corre" colocan el nivel del concurso casi por los suelos

Convaleciente la actriz de una crisis cardiaca, el acto de reconocimiento y tributo de la Mostra a la gran Sofía Loren, una leyenda viva del cine, y una de las personas más unánimemente respetadas de Italia, donde casi nada se respeta, no pudo contar con su presencia. La sustituyeron Ettore Scola, director de Una jornada particular, uno de sus filmes más célebres; su marido, el productor Carlo Ponti, y sus dos hijos. Pero incluso en ausencia la fuerza convocadora de esta mujer es tanta y fluye de manera tan natural que oscureció más de lo que ya están a los directores estadounidenses James Ivory y Spike Lee y al francés Claude Lelouch. Mientras tanto, comenzó el concurso, pero demasiado a la baja, casi por los suelos.

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ENVIADO ESPECIAL, Concursó la película italiana El peral, argot del submundo romano de la droga que equivale al término español chute, dirigida por Francesca Archibugi, actriz, guionista y directora de Mignon e Partita, que ganó hace unos años el premio Ópera Prima en el Festival de San Sebsatián. Quiere contar un asunto muy duro y sórdido sobre la vida cotidiana de una mujer drogadicta, interpretada por la guapísima Valeria Golino, que con una jeringa contagia a su pequeña hija una grave hepatitis. Y digo que lo quiere contar, porque en realidad no lo cuenta: lo enuncia confusa, ruidosa y epidérmicamente, y no pasa de la cáscara de esta devastadora anécdota

Tramposa agilidad

Y concursó también la película alemana Lola corre, dirigida por Tom Tykwer, de 33 años, que organiza un relato de corte experimental, aparentemente rompedor, pero en realidad mucho más convencional de lo que parece. El resultado es una película que está atrayendo mucho público joven en Alemania y que comienza ya a romper fronteras, por lo que aquí puede llamar la atención de los jurados predispuestos a dejarse embaucar por la tramposa agilidad que este joven cineasta imprime al ritmo de un relato en el que derrocha habilidades y ofrece síntomas de olfato comercial, pero nada más.Las sesiones de escaparate estuvieron ayer ocupadas por tres cineastas con mucho renombre, pero que están lejos de merecerlo. Claude Lelouch, que todavía sigue viviendo de las rentas de aquel prehistórico monumento de cursilería francesa titulado Un hombre y una mujer, vuelve a insistir en el celuloide de almíbar con esta Azares y coincidencias, que en realidad es un producto de cálculo casero alicorto y de esos que vende colonia a granel disfrazada de frasco de Chanel. Esta jugada de exquisitez completamente vulgar es lo que, con más solvencia y picardía, nos vende el ilustre norteamericano James Ivory en La hija del soldado nunca llora, que parece ya haberse decidido a dejar atrás su persistente dedicación a películas sobre el mundo británico de la época victoriana y vuelve a los pequeños asuntos caseros de su propio país, con una película de esas llamadas de "conflictos familiares", que con toques liberales, elegantosos, distantes y pretendidamente cosmopolitas, se limita a ofrecernos una redonda y brillante pompa de jabón de tocador de lujo.

Más consistencia, más olor a vida y menos a perfumería, hay en El que juega, última obra del estadounidense Spike Lee, cineasta solvente pero que fue encumbrado demasiado deprisa y con algo de temeridad, lo que le valió un prematuro batacazo, sobre todo a raíz de Malcolm X. Es Spike Lee un cineasta con buen oficio y síntomas de inteligencia, pero que incurrió en el candor de creerse un Orson Welles negro, y así le fue. Sin embargo, Spike Lee supo encajar con deportividad su entrada prematura en barrena, lo que pone de manifiesto que es un hombre sagaz, que sabe algo de sí mismo: erguirse discretamente, pero sin ocultar las heridas, tras una tan dura caída como la que su petulancia y su falsa radicalidad le acarrearon, como demostró hace un par de años con Get on the bus, sencillo, humilde y muy convincente filme, casi minimalista, que con cuatro dólares le permitió a Spike Lee seguir adelante, seguir convenciendo, pero como si recomenzara desde cero.

El que juega es una interesante incursión en una de las parcelas de la vida de su país donde el pueblo negro ha ganado por goleada la batalla al sofocante cerco de racismo blanco que le envuelve. Es el mundo del baloncesto, que Lee ve no sólo como un deporte y un espectáculo, sino también como un complejo y enrevesado submundo, una especie de universo-iceberg, del que los no iniciados sólo conocemos su hermosa parte visible. Conducida por Denzel Washington, la película arranca con buenas y fuertes imágenes, pero, una vez más, a Spike Lee se le rompe a media película el tarro de la contención y prolonga la duración, con el agravante de un excesivo juego de ambigüedades en la zona de desenlace, media hora más de lo necesario. Y el gozo inicial deriva al pozo del tedio.

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