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Solanera

El paseo del Prado, o Salón del Prado en su primer tramo, fue desde los tiempos primeros de esta Villa y Corte ameno ágora adonde los madrileños acudían, naturalmente en tiempos de bonanza climatológica y más particularmente en el estío, para ver y ser vistos, buscar "la fresca", solazarse. Sucedía ya esto en el siglo XVI, con los Austrias, aunque entonces corriera aún una hedionda cloaca al aire libre al borde del bulevar; en el XVII, un cortesano dejó constancia de la bizarría de las damas, la apostura de los caballeros, los muchos señores y señoras principales en coches y carrozas, para terminar afirmando muy píamente: "Aquí se goza con gran deleite de la frescura del viento todas las tardes y noches del estío, sin daños, perjuicios ni deshonestidades". No lo vio así dos siglos más tarde don Benito Pérez Galdós, quien consideraba más bien aquel trasiego de caballos, carricoches, señoritos y damas como un escaparate para el ojeo amoroso, el descarado coqueteo, los prolegómenos para llegar lo antes posible -con aquella mezcla de hipocresía, gazmoñería y descaro que caracterizó la época- a la cúpula de la cópula.Entre medias, en el XVIII, había llegado a Madrid nuestro buen rey-alcalde Carlos III. Fue sin duda el monarca de la Ilustración por antonomasia, traía llena la cabeza, bajo sus bucles, de ideas urbanísticas nobilísimas y poseía un equipo de primera capaz de traducirlas a la realidad. Ventura Rodríguez, Villahermosa, los escultores Francisco Gutiérrez, Roberto Michel, Juan Pascual de Mena, el "acarreador de bloques pétreos" (toda una hazaña para la época) Pedro Paliza y así sucesivamente. Y nacieron, hermosas, alegóricas, plenas de gracia y belleza, las fuentes de Cibeles, Neptuno, Apolo, las por antonomasia Cuatro Fuentes, todas ellas en el Prado, niña de los ojos del soberano. Dignificación estética que no alteró la umbría, ni el consuetudinario solaz de los madrileños en los atardeceres estivales.

Transcurren los años, el paseo del Prado llega sin merma de su hermosura a la época actual, la era Manzano. Claro que ahora no son ya los madrileños quienes acuden allí para "verse", sino multitud de extranjeros atraídos por la galaxia de tesoros artísticos que los museos de la zona ofrecen a su contemplación. Se dejan sus buenos dineritos, se maravillan con la belleza del entorno, siguen solazándose a la sombra de los frondosos árboles, como antaño.

Realmente, es el Prado un área prócer, palaciega, que dignificaría cualquier ciudad europea. La vedette sigue siendo el museo que lleva su nombre, pero están también el Thyssen, el Reina Sofía, el del Ejército -patrimonio de Madrid que ahora pretenden, absurdamente, robarle-, el de la Marina, las emblemáticas fuentes mencionadas, el palacio de Buenavista -con su magnífico jardín-, el de Linares -que ha ahuyentado a sus fantasmas para sumarse sin reticencias al esplendor urbano-, el de Comunicaciones -la obra que no cesa, ¡qué le vamos a hacer!, creíamos que Borrell le había hecho en su época de ministro todo cuanto era menester, y resulta que no-, el Banco de España, los dos hoteles emblemáticos de la belle époque frente a frente, la augusta iglesia de los Jerónimos -nuestra Westminster si pensamos en antiguos casamientos reales- la Bolsa, el monumento a los Caídos, la Puerta de Alcalá y el Retiro ahí arriba -a un paso- el Botánico, la entrañable cuesta de Moyano... ¿Hay quién dé más? Pero "ellos" tenían sierras mecánicas y maquinitas cada vez más perfectas para elevar a los podadores hasta las copas altivas y recónditas, y ya se sabe cómo son los niños: imposible superar la tentación de utilizar un juguete letal. Un año se animaron a efectuar una podilla en candelabro ante las mismísimas narices del Museo del Prado; al siguiente, un desmochadillo frente al Banco de España. Se ve que las máquinas pedían "más madera, es la guerra", de modo que les dieron el caprichito desmochando ya gravemente los árboles del bulevar, entre Neptuno y Atocha. No fue una "limpieza étnica", no hicieron distingos entre especies ni cronologías, y aquel paseo umbroso, deleite en plena canícula, a eso de las dos de la tarde, es una tremenda, una vergonzosa solanera. Viva la sensibilidad y la inteligencia.

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