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Tribuna:MEMORIAS DE LA TRANSICIÓN EN EUSKADI
Tribuna
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El confidente

Conocí hace unos meses a un hombre que fue obligado a dejar el barrio donde había nacido por la maledicencia de algunos de sus vecinos y por la cobardía de muchos más. El verano pasado caminé un rato a su lado por un sendero de piedra que principia en el centro de Les Baux, en la Provenza francesa, una localidad donde aún se puede oír a sus habitantes pretender que descienden del mismísimo rey Baltasar. Mi compañero de paseo estival vive en Aviñón y lleva la cocina de un restaurante a menos de cien metros del Palais des Papes. Su desdicha comenzó y empeoró el mismo año, 1976. En enero la crisis económica le afectó y su empleo de oficial calderero en una empresa de gran tamaño fue suprimido. En marzo arrendó un bar en el centro de su barrio bilbaíno e invirtió en ello los ahorros de media vida. En julio disponía de una buena clientela y para noviembre el local exhibía el cartel de la derrota: se traspasa. Una mañana las calles cercanas al establecimiento aparecieron salpicadas de octavillas de pequeño tamaño. Su contenido era claro: "Boicot a los confidentes de las fuerzas represivas". Una lista de cinco nombres y apellidos seguía a una frase corta: "Los nombres que a continuación se indican colaboran con la Brigada Político Social y la Guardia Civil. Eran los datos de dos números de la Guardia Civil que residían en el barrio, de una prima de un concejal del Ayuntamiento de Bilbao, del dueño de un estanco y de Eladio R., el antiguo calderero. El mensaje a los vecinos contenía una firma escueta: "Comité de barrio". Aquella mañana, como todas, se levantó temprano, dispuesto a despertar con café a los parroquianos más madrugadores. Abrió la puerta del bar, dio las luces y puso en marcha la cafetera. Pasaron unos minutos y miró su reloj de muñeca, las seis y media de la mañana. Pensó en Jesús y Raúl, clientes de primerísima hora que solían inaugurar la jornada y con media sonrisa concluyó que se les habrían pegado las sábanas. Pero los minutos continuaban su recorrido y decidió asomarse a la calle. En eso pasó una señora acarreando un carrito de la compra a la que conocía de vista y los buenos días que le dispensó no recibieron respuesta. Eladio R. volvió a la barra y decidió prepararse un pequeño bocadillo, también como todos los días. Dieron las siete, las baldosas del bar no habían sido pisadas por cliente alguno y, lo que era más extraño, el chico que traía el periódico cada mañana no aparecía. Para las siete y media aún no había inaugurado la caja y Eladio R. reparó en el día en que se hallaba: nueve de octubre. "No, todavía estamos a primeros de mes, la gente anda con dinero". El hombre se enfrascó en la pequeña cocina con las tortillas que habrían de adornar la barra y bate que te bate llegaron las primeras luces del día. La ausencia de clientes resultaba insólita y por segunda vez se asomó a la calle. Justo en ese momento pasó otro comerciante, un sesentón que vendía fruta a pocos metros. Eladio R. le dio los buenos días. El colega respondió en voz baja, detuvo el paso y le miró fijamente. Aquel, con pesimismo de negociante, comentó algo así como "parece que hoy nadie toma café". El frutero contestó a la queja antes de reanudar su marcha: "Será por aquello", y señaló con el dedo alguna de las octavillas que descansaban sobre aceras y calzadas, a unos veinte metros del establecimiento. Eladio R. se acercó a la más cercana. La recogió y leyó. Una, dos veces. Recogió una segunda y una tercera, y las leyó y releyó. Miró a su alrededor y su primera reacción consistió en recogerlas todas. Media docena de vecinos le observaba desde los ventanales con las cortinas medio corridas. Eladio dobló una esquina. Lo que vio le obligó a detener el paso: cientos de octavillas que le parecieron miles y varios vecinos que las cogían y guardaban en el bolsillo. Se apoyó en una fachada y el sudor inundó su rostro. Unos minutos más tarde se echaba sobre la cama de su domicilio donde permaneció unas horas mirando al techo, atarantado, tratando de buscar una explicación a la octavilla imposible. La tarde de ese mismo día Eladio R. salió de casa con paso decidido y una lista de tres o cuatro nombres en la cabeza. Eran los tiempos en que el viejo régimen vivía sus últimas horas y él conocía personas que, ya en el barrio, ya en la fábrica donde había trabajado, destacaban por la militancia en partidos y sindicatos antifranquistas. Algunos eran nacionalistas, otros no, pero la respuesta de todos fue la misma. Le escucharon y dijeron que le creían, pero que poco podían hacer dado que no eran los autores de la octavilla. No, ellos no podían sacar otra desmintiendo. Las cosas andaban muy revueltas. Puesto que él tenía la conciencia limpia, ya se encargaría el tiempo de aclarar el asunto. Los mismos que le tranquilizaban dejaron de acudir al bar e idéntica actitud aconsejaron a los suyos, y, entre ellos, recurrieron a una frase que para entonces se había extendido con fortuna: "Algo habrá hecho". El día en que Eladio R. abandonó Bilbao para siempre, cargado de una maleta y con el gesto del aturdimiento escrito en la cara, se cruzó con un buen número de vecinos a quienes había servido chiquitos hasta hacía unas semanas.Alguno le saludó con un levísimo movimiento de cabeza, ninguno se detuvo y la mayoría le ignoró. Los detalles de aquel aciago día los recuerda con precisión Eladio R., que no ha vuelto a la ciudad desde el invierno de 1976 cumpliendo la promesa que se hizo en el tren que le alejaba, en una suerte de última voluntad exigida por la disidencia. Pasaron los años, más de veinte, y nuestro hombre ganó en el sureste francés fama de buen cocinero, por lo que no le faltaron trabajos y nuevos amigos. Contrajo matrimonio en Toulouse con una mujer de origen español llamada Elena y de esa unión nacieron dos niñas. Su nueva vida le había convertido en un hombre aceptablemente feliz, pero dicen que las sombras del pasado sólo se desvanecen con la muerte, y algo así le ocurrió a Eladio R. Una noche terminó de preparar cenas y se asomó al comedor del restaurante donde una docena de personas comían y bebían de buen humor. Cruzó mirada con un hombre cuarentón y la memoria hizo su trabajo, le conocía de su barrio de Bilbao. Era un chico al que, en sus pesquisas sobre la octavilla, algunos señalaron como la cabeza de los jóvenes revolucionarios a quienes suponían autores de la denuncia. El cuarentón cenaba con una mujer de edad parecida y un camarero le acercó un platillo que contenía dos papeles doblados de pequeño tamaño y un bolígrafo. Uno era la octavilla amarilleada pero legible y otro un mensaje de pocas frases: "Me llamo Eladio R. y en 1976 tuve un bar en Bilbao, en el barrio de Irala. Esta hoja que le adjunto arruinó mi vida de entonces. Nunca fui confidente de la policía. Si sabe algo de aquello escriba al dorso y devuélvalo al camarero, gracias". El hombre interrumpió la cena y miró una y otra vez a su alrededor. Eladio le observaba a través de una rendija que comunicaba el almacén con el comedor y advirtió que se estremecía y dudaba, ante la confusión de su acompañante, que demandaba una explicación. Al fin, pasados unos minutos, antes de pagar la cuenta y desaparecer para siempre, tomó en las manos el bolígrafo y escribió: "No le puedo mentir. Participé en la elaboración de esta octavilla y aún no comprendo las razones que tuvimos para implicarle. Parece que algunos guardias de paisano tomaban café en su bar; alguien lo mencionó en el barrio, otro lo repitió y dimos por cosa cierta que era confidente. Éramos muy jóvenes y le pido disculpas por el daño. Me siento avergonzado". Eladio R. leyó la respuesta y esa noche, como veinte años atrás, se tumbó sobre la cama un buen número de horas. Pasó por su cabeza una sucesión de imágenes. Vecinos que se encogían de hombros y evitaban caminar a su lado. Otros que le insultaban con la mirada. La misma mirada obvia que repetía: algo habrá hecho. Eladio R. desconoce si su decisión de no regresar a Bilbao es por orgullo o por soledad, aunque para él es lo mismo. De todos modos, se siente bien en Provenza, el olor a espliego inunda los cuerpos en primavera y los pájaros no tiran a las escopetas.

Iñaki Martínez es abogado.

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