La desaparición del intelectual
No me refiero, por supuesto, a todos los honrados trabajadores que tienen profesiones intelectuales que pervivirán en el siglo entrante: mi título no significa una amenaza de paro laboral para ellos. Aludo a los "intelectuales" que han actuado en la historia política europea, como tales, desde 1898 hasta casi nuestros mismos días. Y que, en verdad, han dado al siglo XX su más noble distinción histórica, con su desprendimiento, su valentía moral, su compasión y, sobre todo, su insobornabilidad, que determina la actitud del "intelectual" frente al Poder (en sus diversas formas) existente en su tiempo. Un profesor de filosofía francés-adorado por generaciones de alumnos en el Liceo Enrique IV de París- condenó en el título de uno sus libros más leídos su aparente anarquismo: El ciudadano contra los poderes. Alain (seudónimo de Émile Chartier, 1868-1951) mantenía que el "intelectual" debe mantenerse apartado de todos los "establecimientos" que coarten la libertad personal (por ejemplo, la Iglesia católica). De ahí que Alain (aún desconocido en España no obstante ser la fuente primaria del Juan de Mairena), representara en los tiempos de ignominia de la Tercera República francesa, la conciencia moral de la patria.Se ha repetido que el historiador suele ser el profeta del pasado -como lo evidencian tristemente los participantes, en la España actual, en el jugoso negocio del "98"-, pero no es, desde luego, el agorero de los males que vienen. Porque (como Seignobos y como Ortega) debe reiterarse que la historia es tan irrepetible como los seres humanos (aunque parece desmentirlo el balar de la ovejita Dolly). Por lo tanto, al hablar de la desaparición del "intelectual", no pretendo negar las maravillas que se aproximan para la humanidad ni siquiera afirmar que lo que venga palidece ante las luminarias del siglo XX. Uno de los auténticos sabios de nuestro tiempo -el prestigioso beisbolero Yogi Berra- lamentaba en su cátedra de un bar neoyorquino que "el futuro no es ya lo que había sido". Lamentación que de conocerla hubiera compartido seguramente Ortega, cuando decía (frente al Segismundo de Calderón) que lo malo de la vida humana es haber nacido ya.
Mas sí puede mantenerse que la condición de "íntelectual ha sido degradada por la omnipotencia del "mercado". El llamado neoliberalismo (el horror semántico más dañino de nuestros días) ha sobornado a los "intelectuales", convirtiéndolos en integrantes de los variados "establecimientos"; incluso cuando se presentan como críticos brillantes del mundo actual. ¿Y cómo puede resistir hoy un sociólo go las múltiples tentaciones que le ofrecen los poderosos caballeros de Don Dinero? A veces, paseando por Recoletos, me detengo ante la original estatua de don Ramón del Valle-Inclán y recuerdo su orgullosa sentencia: "El escritor tiene el ayuno". ¿Quién podría ahora "ayunar" cuando le espera una familia acomodada en los vastos suburbios de París o Madrid? Por eso, conviene recordar que Émile Zola fue un paradigma de la valentía moral. Hasta poco antes de 1898 había sido un novelista de fama internacional, con ambiciones crematistícas que se vieron realizadas. Porque en 1898 tenía ingresos sustanciales, con tres casas (una en París) y pon ahorros de cien mil francos-oro. Y cabría calificar su gesto de 1898 como la negación de la condición social a la que había ascendido con su metódico laborar de treinta años: la de ser un burgués que podía incluso disfrutar del privilegio de tener una casita extraconyugal (con la joven madre de sus dos hijos). Zola no se proponía -al publicar su legendario artículo- tirar la casa por la ventana. Pero sí sabía que sus adversarios, que se multiplicaban cada día, estaban dispuestos a aniquilarle, lo que finalmente lograron.
En este siglo de horrores sin cuento ha habido otros ejemplos de "intelectuales" con auténtica valentía que les ha convertido en héroes de su tiempo, particularmente en los países donde han imperado regímenes de terror. Y a los más de ellos les movía el sentimiento solidario de la vida que Zola llamaba la charité (la caridad). Que le hacía indignarse con los críticos y lectores que veían en su gran novela Germinal un designio ideológico revolucionario. No sería arbitrario observar que tal compasión profunda del prójimo es enteramente ajena, en la actualidad, a la multitud de los que se denominan "intelectuales". Quizá la carencia (en las lenguas neolatinas) del vocablo inglés scholar (escolar) produzca la confusión semántica de llamar "intelectual" a quien no es, por ejemplo, más que catedrático universitario. Así, en Harvard, se llamaría, propiamente, "intelectual" al profesor Galbraith -a quien ninguno de sus colegas economistas calificaría de scholar- mas al Nobel de Física Purcell le hubiera resultado una disminución científica verse denominado "intelectual". No conviene olvidar, además, que el vocablo "intelectual" fue prodigado diestramente por los agentes soviéticos, desde el principio de la década 1941-1951, como instrumento de fácil captación de personas que se veían así honradas socialmente. Sin olvidar la perversión de "intelectual" que encarnó Jean-Paul Sartre, cuyos numerosos admiradores en Europa y las Américas comulgaron con las considerables ruedas de molino puestas, por él, en circulación. Mas la sombra de mi maestro Edmundo O'Gorman me recuerda su lema de historiador: "No hay que regañar a los muertitos pues no pueden contestar".
Sí debemos admirar a las figuras que contribuyeron a humanizar más a la humanidad. Se justifica, por lo tanto, que se rindan homenajes a la memoria de Émile Zola, y a su gesto de 1898, que forma parte de la historia perdurable del planeta.
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