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La desaparición de Indurain

Como muchas personas, estoy atenta a todas las noticias, cada vez más escasas, que se tienen de Induráin. Su desaparición, su retirada, fue tan impresionante que, a pesar de llevar en sí una implícita condena del espectáculo, fue espectacular. He vuelto a pensar en Induráin después de leer la entrevista que Vicente Molina Foix hizo al actor Daniel Day Lewis, publicada en el suplemento dominical de este periódico, y a la que acertadamente subtituló La humildad de un corredor de fondo. Humildad de Day Lewis y humildad de Induráin, su ídolo.Al término de la entrevista, Day Lewls le hace a Molina Foix la reveladora, genial pregunta: "¿Qué se sabe de Induráin?". No se sabe nada de Induráin, contestó, más o menos, lógicamente desconcertado, Molina Foix, porque no deja de ser sorprendente que uno vaya a Londres a entrevistar a un actor de moda y que éste pregunte por un ciclista retirado. Pero resulta que el ciclista retirado era el ídolo del actor de moda y se siente la vibración con que relata su encuentro silencioso con Induráin, en el vestíbulo del hotel donde los dos se alojaban. "Me quedé sentado en el hall admirándole a distancia", declara. Y éstas fueron las últimas palabras de la entrevista:"¿Qué hace ahora? Su retirada fue para mí un momento muy triste, pero quizá sintió que no iba a estar a la altura... ¿Volverá?".

Yo no sé si Day Lewis tuvo ocasión de leer un estupendo reportaje que Carlos Arribas publicó el 4 de enero de este año en este mismo periódico. Probablemente, no, a no ser que alguien que le conozca mucho se lo haya enviado. En el reportaje se nos recordaba el impresionante rechazo a la oferta millonaria y vitalicia que Banesto hizo a Induráin y que el ciclista hizo público en una rueda de prensa, y se enmarcaba en una serie de anécdotas ya clásicas que revelan el extraño, lacónico, carácter de este hombre singular, este hombre enigmático.

Se sabe muy poco de Induráin, nunca se ha sabido mucho de Induráin, pero lo cierto es que lo poco que se sabe, ese rechazo histórico, es muchísimo, es bastante más de lo que se suele saber de las personas. Lo que se sabe es que, sea lo que sea Induráin, la seguridad de un muy abultado sueldo mensual no le añade nada y, al parecer, le podría quitar. Podemos elucubrar sobre ese ser último que el ciclista defiende como si le fuera la vida en ello, podemos dar una entidad y un nombre a ese vacío, ese molde que desconocemos y que voluntariamente se escapa de nuestra vista. Hasta sobrecoge hablar de él, puesto que nos ha transmitido la sensación de que ser un personaje público es algo que acepta a duras penas. Pero su renuncia ha quedado ahí, en la memoria de todos, como uno de los hechos más asombrosos que hemos podido contemplar el pasado año. Y, como suele ocurrir, es alguien de fuera quien ahora pregunta por él y deja de nuevo en el aire toda la admiración que se concentró alrededor del ídolo.

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Rechazar un contrato millonario de por vida no es una oportunidad que se le ofrezca a cualquiera. Induráin había vivido todos los triunfos con una sonrisa complacida, pero profundamente callado. Tan aficionados a la palabrería, a la solemnidad, a la prepotencia -que suelen ir juntas-, como somos en este país, tan adoradores como somos de quienes saben airear tales virtudes, y ahora nos tocaba este ídolo, este corredor imbatible que, sin embargo, cuando subía al podio, parecía estar deseando bajar enseguida. Ganaba y estaba satisfecho, pero no se recreaba, no se exhibía, no se quedaba allí ni un segundo más del estrictamente necesario. Ganó y ganó y decidió no seguir ganando más. Ni un Tour más, dijo. Eso pareció defraudar a muchos, que quizá habían concebido el sueño de un récord apoteósico. Induráin simplemente dijo basta, dijo que prefería sus propios sueños, su propia vida.

Supongo que éste es uno de los riesgos de la vida, que los otros, por la fuerza de sus sueños, de sus deseos, de su poder, se impongan sobre ti y te hagan vivir una vida que no es la tuya. Y supongo, también, que la capacidad de uno para resistirse a ese poder o fuerza de los otros depende, en mayor o menor medida, de lo que te ofrezcan a cambio. Y en estas ofertas esta sociedad se ha hecho muy simple, muy burda, convencida como está de que no hay nada que el dinero no pueda comprar, ya que, en última instancia, y ésta es la cima y naturaleza de su sabiduría, no hay otro criterio de valor que el dinero. Se presupone que si se aumenta el montón de dinero que se pone sobre la mesa, el ciclista renuente correrá otro Tour, ya que está en condiciones de ganarlo. ¿Cuál es, entonces, el ingrediente que falta?

Personalidad y carisma son palabras huecas, que sirven sólo cuando los vientos son favorables, cuando el juego es simple, claro, conveniente. El carisma se convierte en rareza en cuanto uno se sale del juego. Lo cierto es que lo normal es que los jugadores estén encantados con el juego y su victoria suele ser expresión de una victoria más general. Lo que sucedía con Induráin era muy desconcertante. Todos sus seguidores, todo su equipo, celebraban el triunfo. Él también lo celebraba, por supuesto, él era el artífice del triunfo, sólo que, a la vez, transmitía la sensación de que algo en él, algo muy profundo y esencial, permanecía ajeno. No era el triunfador convencional. No era un jugador convencional. Quienes lo han seguido de cerca conocen su comportamiento, su inclinación a quitar importancia al mero resultado, su excepcional compañerismo con todos los miembros del equipo.

Ciertamente, no verlo ya más en el podio provoca un sentimiento de pérdida, no tanto porque ya no se podrá celebrar una nueva victoria, sino porque nos vemos privados de la presencia de una persona que rompía todos los esquemas del personaje de éxito. Ni palabrerías ni solemnidad ni petulancia ni prepotencia. A veces, muy pocas veces, ocurre. A veces, en lugar de saber demasiado de quienes alcanzan una meta y son aplaudidos, sabemos muy poco.

Y por eso lamentamos su desaparición en este mundo vociferante, donde todas las piezas casan con tanta precisión, donde lo habitual es que quien sube al podio -a cualquier podio- quiera eternizarse allí, quiera exhibirse indefinidamente. Daba gusto ver a Induráin en aquel podio, daban gusto sus victorias y éxitos. Su extraño comportamiento resultaba alentador. Por eso, la pregunta que Day Lewls tendió al aire, y con la que Molina Foix cerró la entrevista, nos lanza a la nostalgia.

"¿Volverá?", nos preguntamos con el humilde admirador que no tuvo el atrevimiento de saludarle cuando coincidió con él, que se limitó a admirarlo de lejos, emocionado, palpando en el aire quién sabe qué, algo que no suele ser materia de discursos ejemplares y que se escapa de las tribunas del éxito.

Soledad Puértolas es escritora.

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