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La enseñanza de la historia

La gestión ministerial de doña Esperanza Aguirre no ha sido muy feliz. Mujer de un solo libro, se desayuna con Hayek por las mañanas, recitando por las tardes las virtudes de la privatización. La ministra ha tenido gaffes asombrosos. Sus parlamentos más elaborados han sido triviales o inexactos: baste recordar su conferencia última en el Club Siglo XXI, nombrando a Rousseau como "padre de las desgracias" del sistema educativo moderno. Ha formulado opiniones ligeras sobre la Universidad y el sistema de oposiciones... Pero hasta el más despistado acierta alguna vez, aunque sea por casualidad. El proyecto de Real Decreto de Geografía e Historia y Lengua y Literatura castellanas es excelente.El decreto proyectado, que forma parte de un plan más amplio para la mejora de las humanidades en la ESO, se inspira en ideas justas y liberales. ¿Será mérito de quienes lo han asesorado? Sabemos que en la comisión de historia estaban maestros y profesionales muy respetados: Antonio Domínguez Ortiz, Julio Valdeón, José Varela Ortega y Fernando García de Cortázar, entre otros. No todos eran "de Valladolid" y, aunque lo fueran, tanto daba. La razón, el criterio ponderado, pueden ejercerse lo mismo a orillas del Duero que del Manzanares.

El proyecto viene a reformar una disposición anterior de 1991; mejor aún, trata de crear algo, un programa -quizás demasiado extenso- donde nada existía. Al amparo de esa nada ha florecido toda clase de disparates parroquiales, cuando no cosas peores (como se demuestra en el reportaje de Joaquina Prades, EL PAÍS, 2 de noviembre). En lo referente a los contenidos, el borrador ordena los grandes temas históricos en el orden cronológico de su aparición, sea la Ilustración o la Revolución Industrial. Está lejos de propugnar la "enseñanza memorística" (vaya enemiga que tienen algunos a la memoria; D'Alembert llamaba a la historia "ciencia de la memoria"). Nada parecido, pues, a esa temible lista de reyes godos que todavía obsesiona a tantos. Se trata, sencillamente, de remediar los desoladores efectos que la historia llamada estructural, sin sujetos, amiga de las categorías intemporales, casi mineral, ha tenido entre los alumnos.

Por lo que toca a los objetivos y criterios de evaluación, el decreto manifiesta un respeto exquisito por la variedad cultural y política de las "comunidades históricas". A pesar de que hay comunidades, como la vasca, que en sus actuales límites geográficos no tienen nada de históricas. Tanto es el cuidado por "la diversidad de nuestro patrimonio común", que se incurre en el error de titular un epígrafe: "Los nacionalismos en la Península Ibérica", lo cual incluye necesariamente a Portugal. Lo mismo podría decirse del programa de Lengua Española y Literatura, con todo un capítulo cortésmente dedicado a la "diversidad lingüística", a la "realidad plurilingüe y pluricultural" de España. Sólo un ligero reproche podría hacerse a unos bien articulados objetivos: el seguir con el nombre de "revoluciones burguesas" para designar a las revoluciones liberales decimonónicas; una herencia de la historiografía marxista.

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La metodología que se propone es irreprochable, nada dogmática. Tiene una indiscutible modernidad historiográfica: multicausalidad de los fenómenos históricos, estudio de la larga duración y del ritmo acelerado, atención al conflicto, etcétera. Si el consejero de Educación del Gobierno canario ocupase su tiempo en leer, no habría podido decir que el proyecto "carece de rigor científico". Tiene tanto, que hasta resulta excesivo para los jóvenes alumnos a los que va destinado.

Como remate de todo lo anterior, el borrador está en las antípodas del casticismo, de la exaltación de las glorias imperiales, del mito castellanista y del vengo de los godos. Si nos fijamos bien, la palabra España sólo aparece en el apartado dedicado al siglo XVI; es decir, España no se presenta como una esencia o carácter intemporal, sino como una realidad política y cultural que tiene una fecha. En materia de nacionalismo español, el proyecto es decididamente suave, con apelaciones constantes a situar la historia española en un contexto europeo y mundial. Todo el borrador es una constante invitación a cultivar los valores de solidaridad, respeto y tolerancia, sean hacia minorías nacionales, sean hacia la población inmigrante.

Sin embargo, el anuncio del decreto, sobre todo lo que afecta a la enseñanza de la historia, ha formado un extraño frente del rechazo: de los nacionalistas vascos y catalanes a la Junta de Andalucía; del PSOE a Ikasle Abertzaleak, de Izquierda Unida al sindicato LAB. Los nacionalistas periféricos, a lo que se ve, consideran la historia que se cuenta a los mozos como materia muy sensible. Ellos suelen narrar míticos relatos sobre orígenes fabulosos, cuando la patria era grande y estaba perfectamente unida; sobre decadencias y amenazas por obra de malignos agentes hispano-castellanos. Los nacionalistas tienen héroes que celebrar, batallas sangrientas que conmemorar, futuros espléndidos que prometer. En realidad, son los únicos que en España siguen apegados a lo rancio, con toda su apolillada guardarropía de fueros, gudarís antiguos y modernos, Wifredos Vellosos y vengo de la Marca Hispánica. Todos los pueblos, ha dicho Jordi Pujol, necesitan de mitos; digamos, del sistemático cultivo de la ilusión como fuente de energías para lo por venir. Los nacionalistas vascos y catalanes están acostumbrados a celebrarse con estereotipos narcisistas, con imágenes llenas de resentimiento, basadas en la negación del adversario castellano. Al final, de tanto mirarse en el espejo del viejo nacionalismo español, han acabado por parecérsele: castizo, intolerante, aldeano. La "formación del espíritu nacional", la "voluntad de destino en lo universal" que, según ellos, se encuentra en el decreto ministerial, sólo existe en sus cabezas.

Pero las reacciones de determinadas comunidades autónomas no se diferencian en la forma de las anteriores. "Nos tratan como a sarracenos", ha dicho el consejero de Educación de la Junta de Andalucía. Ocurre como si determinadas élites locales no encontrasen mejor forma de legitimar su reciente poder que acomodando la historia a sus propios intereses. Hay, además, parlamentarios socialistas que creen lícitos cualesquiera procedimientos para desgastar al adversario, incluida esa mezcla de ignorancia e irresponsabilidad con que han argumentado a propósito de la enseñanza de la historia.

Grande es el envite. Si cada territorio, cada nacionalidad de las que integran España, se dedica a inventar una memoria separada y enfrentada a las restantes; si hay dirigentes políticos que tratan de aislar a la gente en mitologías irracionales, la convivencia es imposible. Los nacionalistas, en amigable compañía de intereses localistas, quieren seguir jugando a contar mentiras. Digamos que les asiste un 45% de razón, que es el espacio que la LOGSE concede a las comunidades autónomas con otra lengua además del castellano. El otro 55% es competencia del Estado español, que ha de velar por que los destrozos causados en las mentes de los jóvenes sean los menores posibles.

Javier Varela es profesor de Historia del Pensamiento Político en la UNED

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