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La ley del catalán

La lengua catalana goza de buena salud. En 1975 era hablada por el 60% y entendida por el 80% de la población de Cataluña. En 1991, las cifras habían saltado, hasta un 68,3% y un 93,8%, respectivamente. Una tendencia al auge todavía más acusada entre la gente joven y estudiosa. Se puede, por tanto, afirmar que la política de normalización lingüística, emprendida en 1983, ha sido un éxito. Ahora se habla, se escribe s y, sobre todo, mejor catalán que en ningún otro momento de la historia contemporánea de Cataluña. El uso social del catalán seguirá aumentando. Pero eso no implica que el porvenir del castellano sea dudoso. El castellano, aparte de ese 30% largo que lo emplea en exclusiva, sigue siendo la lengua de relación que domina entre los catalano-hablantes. Estos últimos utilizan de forma alterna ambas lenguas. Una realidad bilingüe que no autoriza conclusiones apocalípticas en sentido alguno.Es cierto que las grandes cifras no hacen justicia a situaciones y ámbitos particulares. Pero no lo es menos que ese progreso del catalán se ha conseguido con escasas fricciones sociales.. Cataluña es una sociedad civilizada, en la que impera la cortesía lingüística, la buena voluntad de entenderse, sea en catalán, sea en castellano, sea manteniendo cada cual su lengua propia. El hecho diferencial convive armónicamente con el hecho común español. Todo parece marchar con normalidad, y, sin embargo...

Sin embargo, el nacionalismo catalán no está satisfecho. ¿Cómo iba a estarlo? Los nacionalistas, desde Prat de la Riba a Jordi Pujol, han tenido siempre un objetivo monolingüe. La lengua, entendida al modo romántico, es la esencia, la médula, el alma de la comunidad. Su deseo no se detiene en la normalización, entendida como modelo bilingüe, sino en la desaparición del castellano. Un solo pueblo, una sola identidad, una sola lengua. El catalán, vienen a decir en la actualidad, se habla en las aulas, pero no en la calle. La conquista tiene que ser completa. Para lograrla, han sacado a pasear el fantasma de Vifredo el Velloso; han echado mano del martirologio, como si el franquismo lo hubieran padecido en exclusiva los catalanoparlantes: sólo quien se tiene por víctima eterna puede, a su vez, embestir con buena conciencia. Y así, en la creencia de que los hábitos lingüísticos pueden modificarse por una decisión política, han elaborado el proyecto de ley del catalán.

El proyecto o borrador está inspirado en la Ley 101/1977 de Quebec, aunque sin llegar al extremo de exigir certificados de "francesización" o "catalanización" (el quebequés es un modelo de secesión dulce que tiene grande influencia en sectores del nacionalismo catalán).

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El proyecto asombra por su manía interventora. Se propone reglamentar el uso del catalán en ayuntamientos, universidades, academias, colegios profesionales e, incluso, en las cofradías de pescadores. Reglamentar la rotulación pública, las cuotas lingüísticas de radio, cine (el 50%), la programación musical cantada (el 25%). Regular el etiquetado y los prospectos de toda clase de productos; y, por si fuera poca regulación, autoriza a la Generalitat para dictar las medidas reglamentarias necesarias para aplicar la ley. Si la idea liberal consiste en que el individuo puede hacer todo lo que las leyes no prohíben, la idea nacionalista es su contraria exacta: el individuo no puede hacer nada que la ley no autorice. Así, por ejemplo, se hace necesario declarar (artículo 24.3) que los profesores de universidad visitantes no están obligados a saber catalán.

Una primera consecuencia del celo indiscreto del borrador, si se convierte en ley, va a ser la erección de trabas redobladas al libre tráfico de mercancías y personas. Una aduana lingüística se aplicará en resolver si las cosas pueden circular en Cataluña. En lo tocante a las personas, se agravará la existencia de un mercado de trabajo cautivo, asilo de clases medias, donde la competencia lingüística puede excusar la incompetencia en otros saberes.

El proyecto es tan desdichado que bien pudiera volverse contra la intención de sus patrocinadores. La Administración en Cataluña ha impuesto de hecho -el monolingüismo -en avisos y formularios, en las comunicaciones internas o en la toponimia-, contraviniendo tanto el artículo 3.2 de la Constitución Española como el equivalente del Estatuto. Esta situación -el uso normal es aquí eufemismo que designa el uso único del catalán- viene a ser sancionada en el proyecto (artículos 8 al 24). Pero esto lo hace muy vulnerable ante una eventual reclamación de inconstitucionalidad. Tanto más si se tiene en cuenta que los derechos individuales quedan anulados en la práctica. Un ejemplo: las notificaciones, redactadas normalmente en catalán, podrán entregarse en la lengua que demande el usuario, aunque sin retrasar por ello el procedimiento administrativo; de manera que se puede satisfacer el teórico derecho, con el previsible recargo por demora. A tanta costa, pensará el usuario, lo mejor es no hacer uso de ningún derecho.

Todo lo anterior puede parecer nimio, porque nimio y puntilloso es el proyecto de ley. Lo normal es que nadie preste atención a la lengua en que está redactada la multa o el recibo del gas, pongamos por caso. Pero la normalidad social es cosa bien distinta a la normalidad nacionalista. De acuerdo con el proyecto, las empresas y los establecimientos han de estar en condiciones de atender a los consumidores en catalán o en castellano, so pena de aplicarles sanciones por... ¡negativa a satisfacer la demanda de los consumidores!, como si el comerciante, además de negociar con géneros tangibles, se lucrase con un invisible tráfico de palabras.

Lo importante, aparte cuotas y otras zarandajas, es que el borrador de la ley hace omnipresente la diferencia de lengua; hace visible aquello en lo que nadie repara. Dice que quiere contribuir a la integración y cohesión sociales. Pero al segmentar de este modo el uso de dos lenguas tan vecinas, que casi todo el mundo entiende, tal vez logre desintegrar, provocando actitudes defensivas u ofensivas, de verdadera militancia lingüística. Responsabilizar a los emigrantes, como hace el preámbulo, de la supuesta "situación precaria" del catalán significa reabrir el asunto de "los otros catalanes", y pone de manifiesto la xenofobia del sector más extremoso del nacionalismo catalán.

Resulta difícil de imaginar un estado de inquisición lingüística, en el que un guardia denuncia a un vendedor por no tener su rótulo en condiciones, o en el que un cliente da parte de su panadero por no haber satisfecho su demanda de catalán, o de castellano, tanto da. La fe, decía Nietzsche, no mueve montañas; hace ver montañas donde no las hay. Otro tanto le ocurre a la fe nacionalista, que vive de alimentar conflictos imaginarios. Una fe que, ante todo, usa la lengua como arma diferenciadora, códigos para reconocer a "los nuestros", en lugar de concebirla normalmente como instrumento de comunicación.

Javier Varela es profesor de Historia del Pensamiento Político de la UNED.

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