_
_
_
_
_
Tribuna:HOGUERAS DE AGOSTO: MARUJA TORRES
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Huyendo del amor

Cristina e Iñaki, como dos enamorados náuticos y cautos. Escenas de la lucha de clases en Cala Mitjana

El fin de semana resultó pródigo en emociones intensas. De orden prioritario, la instintiva y acuciante necesidad de huir ante el inminente desembarco de Enrique Iglesias y sus mariachis en la isla. Gracias a sus canciones, y sin ni siquiera llegar a ver al ídolo juvenil en cuerpo y suéter, había tanto amor en el ambiente que se podía cortar con un cuchillo. Fue entonces cuando encaminé mis pasos hacia el Náutico, y allí estaba la pareja del año, o sea, la infanta Cristina y el apuesto deportista Iñaki Urdangarín, embarcándose y manteniéndose a prudente distancia entre ellos para evitar que los fotógrafos les pillaran haciéndose mimos. Así y todo, circulaba tanto amor por el pantalán que, en un momento dado, tuve que agacharme para que no me rebanara la cabeza. Me doy cuenta de que, en mi condición de cronista babosa, todavía no me he pronunciado sobre el tema del lógotipo nupcio / barcelonés que pudo haber sido y no fue, y es que he estado muy entretenida intentando descifrar, sin conseguirlo, la clase de estampado que luce el presidente Aznar en el airoso modelo del primer baño. Hasta que lo vea en color nada podré asegurar, pero creo que está entre Cacharel y Gaston & Daniela, sección tumbonas de verano.Pero a lo que iba: es normal que encuentren espantoso el logotipo en la Casa Real y que, sobre todo, lo detesten los novios, con ese balón central, qué horror. Según un amigo mío, médico de deportistas, que quiere permanecer en el anonimato, a los jugadores que practican el balomnano, de tanto atrapar la pelota con la mano desnuda se les acaban poniendo insensibles las yemas de los dedos. Y eso no le gusta a nadie, y menos cuando tanto amor flota en el aire. Obsesionada por la urgencia de huir del romanticismo reinante, me embarqué y surqué valientemente los mares en busca de: a) un marido adúltero y famoso que se lo estuviera haciendo con la mejor amiga famosa de su famosa mujer, en alta mar y en cueros; b) una famosa top-model que se lo estuviera haciendo con un famoso cantante / bailarín / futbolista / torero, en alta mar y en cueros; c) un famoso político que se lo estuviera haciendo con una famosa política del partido contrario, en alta mar y en cueros; y d) Ana Obregón. Como ninguna de estas posibilidades -que me habrían hecho rica de haberles pillado in fraganti, culminando una carrera periodística más bien clásica con un blasón acorde con los tiempos-, enfilé hacia el horizonte cuando, itachán!, dime de morros con el episodio titulado Escenas de la lucha de clases en Cala Mitjana.

Les cuento. Ésta es la historia de un sencillo Fierro, Ignacio, un hombre rico como cualquier otro hombre rico, que, hace unos 30 años, compró una cala virgen y entera para él y los suyos: la bellísima Cala Mitjana, que rebautizó como Cala Fe, simples palabras que resumen su afición a la F del insigne apellido, y su adscripción a la fe verdadera (aquí ponga el lector o la lectora lo primero que se le ocurra). Pues bien, surcando los mares, vi de repente un mástil hendido en el acantilado, con cuatro banderas: la española, (hoy monárquica, claro), la mallorquina, la del propietario (una fantasía de color con hierro de ganadería taurina) y, por último, la de los invitados del día, que, como todos son ricos, tienen divisas, árboles genealógicos, etcétera. Ante mi pasmo, el señor de Cala Fe permite que entren otros en su cala. No seas burra, aclaró mi capitán, un griego muy macizo llamado Zorba. "Antes de la democracia impedía el paso con cadenas, y plantó césped hasta en la rocalla para extender propiedades hasta el borde del mar. Pero ahora no tiene más remedio que compartir su paraíso con los menos afortunados". Lo tremendo es que el hombre, cuando creía que iba a estar solo y que nada iba cambiar, se construyó el pabellón de playa -el palacio está más adentro- en la mera orilla. Y ahora tiene que exhibir su vejez, y sus mayordomos con guantes blancos que le llevan y le traen, envuelto en toallas, y que le sirven el almuerzo cuando suena el gong, tiene que exhibir su final ante la gente a la que no pudo arrebatar el derecho a disfrutar de la cala.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_