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Tribuna:Relatos de Verano
Tribuna
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Seis soldados

El segundo, RaúlPor BERNARDO ATXAGA

NO SÉ EN QUÉ CONJUNCIÓN estaban las estrellas cuando salí de casa para ir al servicio militar, pero resulta difícil imaginar un comienzo peor. El tren debía de tener unos doce vagones y más de cien compartimientos, y, sin embargo, yo fui a parar precisamente al que ocupaba el de la barba. Realmente, maldigo mi mala suerte, y maldigo asimismo al sargento que se dedicó a castigar a los reclutas que iban cantando y armando bulla, ya que de no ser por él no me habría metido en el nido del de la barba, es decir, de la serpiente. Pero el hecho es que me metí, y que ahora me tiene atrapado por la cola. Sólo han transcurrido cuatro meses desde la noche del tren y ya me ha sacado doscientas mil pesetas. Y a saber lo que me sacará todavía."Si se te acaba el dinero, escribe a tu madre y dile que venda el coche", me dijo en su segunda llamada telefónica. "¿Qué coche?"', le respondí haciéndome el sorprendido, como si en casa no tuviéramos ninguno. Su primera respuesta fue una carcajada. "Deja que lo decida tu madre. Ella sabrá cuál", añadió a continuación, y mi sospecha de que la serpiente y yo nos conocemos de algún sitio comenzó a cobrar fuerza. Sí, yo creo que él sabe que tengo coche o, más aún, sabe que en casa tenemos varios. Sin embargo, no logro situar su cara en ninguna parte. En realidad, me resulta imposible pensar en nada que tenga que ver con él, porque me acuerdo de lo que me está haciendo y me pongo a dar cabezazos contra la pared. Aceptar la propia estupidez no es un plato de gusto.

Cuando el sentimiento de estar atrapado me resulta demasiado asfixiante desearía, igual que un niño, poder dar marcha atrás, recibir de nuevo la carta del ejército con la orden de incorporarme a filas y volver a discutir con los amigos la táctica a seguir, pues tengo la seguridad de que ante esa segunda oportunidad actuaría mejor y con más prudencia; sin renunciar a mis ideas, desde luego, ya que el tiempo que llevo en el ejército no ha hecho más que consolidar mi opinión de que la lucha contra el ejército hay que hacerla también desde dentro, y no únicamente desde fuera con las campañas a favor de la insumisión. Por desgracia, ese consuelo tan infantil no me dura mucho. Como quien no puede resistir la tentación de hurgar en una herida, me viene a la mente el compartimiento del tren y revivo, por enésima vez, la escena que tuvo lugar aquella noche. No, no puedo olvidar el problema, no puedo o no quiero.

Me monté en el tren junto con un profesor de Biología, pues le había visto en la estación leyendo un libro y ese detalle bastó para que me inspirara confianza. No habíamos hecho sino sentarnos en uno de los vagones, charlando, comentando lo largo que sería el viaje y lo pesado que nos iba a resultar, cuando uno de los sargentos entró en nuestro compartimiento y nos ordenó que nos colocáramos como los demás reclutas, de pie y dándonos la espalda. Nosotros nos negamos a obedecerle. Le dijimos que no habíamos hecho nada, y que no tenía ningún motivo para castigarnos. "¡De pie y en silencio!", gritó el sargento dándome un empujón. "Quiero hablar con el capitán al mando de este tren. Se apellida Galeano", le dijo entonces el profesor de Biología. "Soy pariente suyo", añadió un instante antes de que en la boca del sargento apareciera una sonrisa burlona: "¡Muéstrame tus -papeles!", le ordenó entonces el sargento guardándose la sonrisa y mirándole con agresividad. Yo aún no lo sabía, pero mi compañero también se apellidaba Galeano. "Está bien. Pero no os podéis quedar aquí. En este vagón sólo pueden ir los que han sido castigados", se calmó el sargento después de echar un vistazo a la documentación. Recordé lo que alguien escribió sobre Mussolini, que fue un león con los débiles y un cordero con los fuertes. ¡De cuánta gente se podría decir lo mismo! Todos los militares, como mínimo, podrían estar en ese saco.

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"¿Es verdad que eres pariente del capitán?", pregunté al profesor de Biología cuando pasamos a otro vagón. Él negó con la cabeza. "Nuestro apellido coincide, eso es todo", añadió sin ninguna jactancia. Era un hombre modesto, y muy discreto. No como yo, que, envalentonado por haber salido con bien del incidente, entré en el compartimiento que ocupaban la serpiente y los otros lanzando improperios contra el sargento y el ejército, olvidándome por completo de lo que había prometido a mis compañeros y amigos los días anteriores, es decir, que actuaría con prudencia, que no me destacaría, que sería sordo y mudo hasta llegar al campamento militar y llevar a cabo mi misión. Porque eso era lo más grave, que yo había partido para el servicio militar con una misión bien concreta, y llevaba en el petate cinco mil octavillas con un montón de cifras que demostraban la corrupción existente en el ejército. Aun así, me dejé llevar por mi carácter y lo estropeé todo.

Me senté en el asiento del nuevo compartimiento y, al menos al principio, no reparé en la serpiente. Intenté, antes, hablar con el campesino, Zanguitu, y con el que estaba a su lado, un tipo con pinta de alcohólico que a pesar de la hora y de la penumbra tenía las gafas de sol puestas; pero ninguno de los dos hizo el menor gesto y siguieron con lo suyo, Zanguitu comiéndose una tortilla de patatas y el de las gafas de sol vaciando sus pequeñas botellas de licor. Así las cosas, y como Galeano tampoco decía nada, sólo pude trabar conversación con la serpiente. Él no dejó pasar la oportunidad:

"Los que no hemos tenido valor para declararnos insumisos nos merecemos cualquier castigo", comentó después de que yo le contara lo de los reclutas que viajaban de pie y sin poder hablar entre ellos. Así fue como se ganó mi confianza. Pensé que compartíamos la misma ideología.

Tantas son, hoy día, las personas que están en contra del ejército que aquel primer error, el de creerme que la serpiente apoyaba la insumisión, no fue, creo, algo completamente estúpido. Pero el segundo sí lo fue. Ocurrió que, de golpe, al hilo de la conversación, él mencionó el asunto de los atentados, mencionándolo además como un reptil de verdad, insinuando que algunos insumisos eran tal vez demasiado agresivos, y que yo caí en la trampa como un cretino. Le confesé que estaba a favor de los que cometían ciertos atentados, y que lo de incendiar un jeep de militares o destrozar las vitrinas del museo militar no dejaba de ser una cosa saludable. "¿Conoces la manera de contactar con esa gente?", me preguntó entonces en voz baja, y yo, en mi excitación, por darme importancia, por hacerme el héroe, le contesté que sí, que frecuentando ciertos ambientes se podía entrar en contacto con ellos. Era mentira, porque nuestro grupo no tiene ninguna relación con el que comete los atentados; pero el papel que había asumido me resultaba agradable y no quería abandonarlo.

%No os vais a callar nunca? Me habéis puesto un dolor de cabeza tremendo", se quejó el alcohólico de las gafas de sol, y tanto Zanguitu como Galeano expresaron su conformidad con una sonrisa. "No' no nos vamos a callar, Botellines. Si en lugar de montarte en este tren te hubieras declarado insumiso, tu cabeza estaría perfectamente", le respondió el de la barba riéndose. Su risa, incluso entonces, me pareció fea, y por un instante, sólo por un instante, me puse alerta. "No hemos tenido suerte con nuestros compañeros de viaje. Todos son tacaños y aburridos", añadió la serpiente sacudiendo los restos de su fea risa y señalando con el dedo. a nuestros compañeros de compartimiento.

Estuvimos charlando durante la mayor parte de la noche. Hacia las cuatro de la- madrugada, sintiéndome ya muy cansado, le dije que iba a intentar dormir, y que ya seguiríamos hablando a la mañana siguiente. "No cierres los ojos todavía. Quiero enseñarte una cosa", dijo él entonces. Era otro tono de voz o, mejor dicho, una voz completamente diferente, más viscosa que la de antes, la voz de un auténtico reptil. "¿De qué se trata?", le pregunté un poco nervioso. "Ven. Ven conmigo. Es algo muy personal", dijo él poniéndose de pie y saliendo al pasillo.

Le seguí hasta la plataforma de uno de los extremos del vagón presumiendo casi con exactitud lo que se me venía encima. Una vez allí, la serpiente me dio unos golpecitos en la espalda y, con un gesto chulesco, extendió su carnet de policía bajo la mortecina lámpara del techo. Sufrí una bajada de tensión, y tuve que agarrarme a la barra que había al lado de la puerta para no perder el equilibrio.

"¿Qué pasa? ¿Te da miedo la policía?", dijo él con su voz viscosa. "La verdad es que no me extraña", continuó después de guardar el carnet. "¿Qué pasaría si me acompañaras a comisaría y te pidiera que repitieras lo que me has estado contando a mí?" ¿Qué te parece que pasaría cuando confesaras que te has dedicado a incendiar jeeps del ejército?".

"¡Yo no he incendiado nada! ¡Estás mintiendo!", respondí decidido a hacerle frente.

"Yo te diré lo que pasaría", continuó él ignorando mis palabras. "El comisario llamaría por teléfono a un jefe de la policía militar y tu situación empeoraría rápidamente. Recuerda que desde ayer formas parte del ejército y que, como bien sabes, los militares no suelen andarse con bromas".

De pronto me acordé de las octavillas que llevaba en el petate y pensé que debía buscar la manera de librarme de ellas como fuera. Las llevaba metidas en esos libros de madera vacíos que se utilizan para simular una biblioteca. Eran en concreto tres libros, y se me ocurrió que tal vez los podría dejar en el tren. 0 que, si eso no me resultaba posible, podría pasárselos al profesor de Biología, a Galeano, indicándole que se librara de ellos en cuanto pudiera.

El ruido del tren nos envolvía como envuelve la montaña una cueva. Las palabras de la serpiente llegaban a mi oído con toda nitidez.

"De todas formas, yo preferiría solucionar este problema de otra manera", dijo. Su tono era paternal. "Sé que eres un buen cnico. Evidentemente te has mezclado con esos de los atentados, pero apostaría que tú en concreto no has hecho nada del otro mundo. La verdad es que no te imagino pegando fuego a un jeep".

"¿Cuánto quieres?", le interrumpí.

"Dame un cigarrillo, por favor", dijo él. Por un momento, a causa de un túnel, el ruido del tren penetró hasta la plataforma.

"¿Lo ves?", me dijo cuando el ruido cesó y volvió a extenderse el silencio. Estaba estrujando con los dedos el cigarro que le acababa de dar. "Yo no fumo. Y tampoco bebo, no bebo absolutamente nada. La verdad, hay muchísimas cosas que no hago nunca..."

Un pensamiento cruzó su mente y le obligó a callarse. Me pareció notar un cambio en su mirada, que sus ojos se empañaban, y me pregunté si estaba a salvo en aquella plataforma.

"Yo soy especial, Raúl. No soy como los demás", dijo al fin clavando sus ojos en los míos.

"Todos somos especiales", le interrumpí. Tenía que hacer algo para liberarme de aquella situación.

"Tú no sabes lo que dices", me respondió fríamente. El orgullo le torcía los labios. "Los que somos especiales pagamos un precio muy alto. No conocemos la paz. No podemos tener confianza en nadie".

La transformación había culminado. Movía las manos, movía la cabeza, movía los labios, y todos sus movimientos eran ondulantes, los de una serpiente. Afortunadamente, se abrió la puerta del pasillo y el alcohólico de las gafas de sol apareció en la plataforma rompiendo el encantamiento.

"No os aburrís de tanto hablar?", nos dijo ásperamente antes de meterse en el servicio. Seguía enfadado con nosotros.

La serpiente y yo permanecimos callados hasta que el de las gafas volvió al compartimiento. Las ruedas del tren parecían haber cogido un buen ritmo y avanzaban pausadamente, sin sobresaltos, sin perturbar a los cientos de reclutas que, al contrario que yo, podían dormir tranquilamente.

A mí me gustan las mujeres, ése es mi único vicio. Me vuelvo loco con las mujeres, en especial con las maduras. Con las que tienen la edad de tu madre, ya me entiendes",

"Deja en paz a mi madre", dije.

El empezó a recorrer la plataforma, lentamente, pensativo.

"Necesito que me ayudes, Raúl", susurró al cabo de unos segundos. Apenas podía oírle. 'Tos policías no ganamos demasiado, y en la mayoría de los casos venimos de familias pobres, de familias que no poseen nada. Con mi sueldo de policía no podría invitar a cenar a las mujeres, no al menos a las que a mí me gustan. Porque, ya te lo he dicho, a mí me gustan las señoras maduras, con cierta clase, no esas yonquis que te encuentras por ahí. Pero, por favor, no me preguntes ahora cuánto cuestan", se apresuró, adivinando lo que le iba a preguntar. "No te preocupes por eso todavía. Ya hablaremos más adelante. Y estate tranquilo, si todo va bien no te denunciaré".

No me denunció, pero a la semana siguiente de llegar al campamento llamó por teléfono al barracón para decirme que aquel fin de semana iba a salir de permiso y necesitaba cien mil pesetas. No me quedó otro remedio que atender su petición. Metí el dinero en un sobre y, siguiendo sus instrucciones, lo dejé en la papelera que hay a la puerta de la cantina. Luego, desde una ventana, me quedé vigilando para ver cómo lo recogía y cómo era su cara sin barba. Tenía la esperanza de que después de la limpieza de pelo a la que nos habían sometido nada más llegar allí podría tal vez reconocerle. Pero iba con gafas de sol, igual que el alcohólico que nos había acompañado en el tren, y llevaba la gorra hundida hasta las cejas. Mi vigilancia resultó inútil.

Tuve también, en aquella primera ocasión, el deseo profundo de correr tras él, de sujetarlo y llevármelo ante algún oficial. Al fin y al cabo, era un chantajista, un ladrón, y por muy policía que fuera los mandos se verían obligados a ponerle un castigo. Pero ese propósito me resultó imposible de cumplir, porque para entonces, con una rapidez digna sólo de los más estúpidos, ya cargaba con otro delito. Había enviado al calabozo a Zanguitu.

Ocurrió el mismo día que llegamos al campamento. Me metí con otros doscientos soldados en el barracón que me correspondía y coloqué mis cosas en la taquilla que había junto a mi camastro, entre ellas los tres libros llenos de propaganda que, después de muchas dudas, y por no perder del todo la autoestima, había acabado por llevar conmigo. Estaba en ello cuando se me acercó Galeano, el profesor de Biología, y me preguntó con medias palabras si tenía algo peligroso. "¿Por qué me lo preguntas?", le dije. "Porque hay inspección. Van a registrar todas las taquillas", me respondió.

No sé en qué pensé. Agarré los tres libros, crucé el pasillo que separaba las dos hileras de camas y los metí en la primera taquilla que encontré abierta. Fui consciente, por un segundo, de la gran cantidad de comida que había allí y de lo que aquello podía significar, pero no reaccioné. Había perdido el control de mí mismo. Sudaba por todos los poros de mi cuerpo.

Al cabo de un rato oí gritos y ruido de golpes desde el lugar donde me encontraba en posición de firmes. Los responsables del registro acababan de encontrar la propaganda, y Zanguitu, inexplicablemente, se había liado a golpes con ellos. Ni protestó ni negó la acusación. En lugar de eso, dio un empujón a un teniente, tirándolo al suelo, y se lió a puñetazos con un par de suboficiales. Viendo aquello, tuve la intención de dar un paso adelante y contestar la verdad, pues no quería perjudicar a aquel compañero. Pero el pie no me obedeció, la garganta tampoco, y Zanguitu fue llevado al calabozo.

Cuando terminé el campamento y vine al cuartel, creí dejarlo todo atrás. "Pronto soltarán a ese chico", pensé. "Salta a la vista que es un pobre campesino, y no un activista". Pensé, también, que la serpiente perdería mi pista y que me libraría de sus tirones y mordeduras. Tonterías. He sabido que Zanguitu continúa en el calabozo y lo he sabido además, para mayor sangría, a través de la serpiente. Me lo comunicó la semana pasada, cuando me llamó para pedirme otras cien mil pesetas. Luego se despidió hasta la próxima. Sí, me temo que todos estos asuntos van para largo.

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