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El sauce y la roca

El verano se lleva muchos viejos, y el otro día acabó en pocas horas con lo que quedaba de dos muy célebres, gente ya a la deriva, como los otros incontables viejos sin nombre que se acabaron el mismo día que ellos. Pero algo les distinguía de los demás, porque la que les sobrevino fue su segunda muerte: ambos se habían acabado hace muchos años, aunque de otra manera. Las estrellas del cine se mueren dos veces, y lo que se apagó la semana pasada fueron las sombras de Robert Mitchum y James Stewart, porque las luces que hace décadas hubo detrás de sus nombres apenas si existían, quedaba de ellas un pálido soplo.Stewart solía decir que su mayor virtud, el dominio de la expresión natural, se la mostró y le hizo asumirla Spencer Tracy, y se trataba en realidad de un defecto, de la apropiación de una limitación íntima suya, de la que solía echar pestes cuando comenzó en los años treinta a ponerse delante de las cámaras: sólo sabía actuar con convicción cuando se interpretaba a sí mismo, no encontraba manera de meterse en el pellejo de otro. Mitchum no dijo nunca, que yo sepa, algo parecido a esto, pero lo cierto es que le ocurría lo mismo, aunque no lo dijese. Ambos eran dueños, de una gama de registros exacta y vigorosa, pero limitada, y de ahí proviene el don de la estrella, al menos en sentido antiguo, tal como este mito fue construido por los ingenieros de la cosmogonía del Hollywood fundacional: una estrella es una presencia, la imagen de un hombre común capaz de abrir y proponer ante sus contempladores la distancia inalcanzable de un modelo, es decir: de un hombre enteramente contenido en su apariencia.

Lo acostumbrado es decir que, por sus apariencias opuestas, Stewart y Mitchum. eran dos antípodas, que alcanzaron en la pantalla a construir signos, pasiones y comportamientos contrarios, de manera que si aquel daba idea, de pertenecer a la parentela del sauce, el otro daba impresión de proceder de la estirpe de la roca. Y si Stewart representó formas vegetales de vulnerabilidad, Mitchum dejó, escapar hacia fuera la imagen de estar construido con materia mineral resistente a toda embestida, incluida la del. tiempo. Sin embargo, el sauce duró diez años más que el, granito, probablemente no sólo porque vació menos botellas y se enredó en menos broncas, sino también por alguna razón más oscura. Y es probable que tanto la dureza de Mitchum como la fragilidad de Stewart tuvieran algo de espejismo y que en sus tan rotundas presencias se escondiese algo que las desmentía y otorgaba inesperadamente invulnerabilidad al sauce y fragilidad a la roca.

Es dudoso que Mitchum lograse alguna vez meter en el tremendo polvorín de sus durezas una ráfaga de violencia tan terrible, fulminante y absoluta como aquella que brota del rostro de Stewart cuando atraviesa la puerta de la cantina de Winchester 73 y su mirada errante choca de pronto como un meteorito contra los o os de culebra de su hermano parricida Stephen MacNally, al que este buen Caín busca para barrerlo del mundo como se elimina a una alimaña. Y es igualmente dudoso que el tierno y adorable padrazo de Qué bello es vivir lograse meter en su arsenal de fragilidades el gesto de pobre diablo con que Mitchum escapa despavorido, protegiéndose con las manos el culo, de la punta de la escopeta de Lillian Gish en La noche del cazador.

Por suerte, estas dos formidables estrellas apagadas no estuvieron enteramente contenidas en sus presencias. Había algo que se escapaba de ellas y las convertía en los portentosos actores que fueron. Y que siguen siendo, pues el enigma de la doble muerte de la estrella, a que antes me referí, esconde en uno de sus pliegues el misterio de la doble vida del actor de genio, ese tipo capaz de. hacer circular sangre en una cinta de celuloide muerte que se mueve a 24 imágenes por segundo. Y ese celuloide depósito de sus vidas sigue ahí, hace añicos el tópico y nos devuelve el enigma de la compulsiva dureza del sauce Stewart en Vértigo y Colorado Jim, y de la tierna fragilidad de la roca Mitchum de Eldorado y The lusty men.

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