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En Jerusalén por primera vez

Tahar Ben Jelloun

Todos hemos soñado con ir un día a Jerusalén. Podría haberla visitado antes. He esperado el momento oportuno. He conservado este sueño como cuando se hace una promesa. Aproveché un viaje en grupo por la región para colarme entre la gente. El barco nos dejó en Eilat. Hago la cola con el grupo de franceses. Enseño mi pasaporte francés. Cuando el joven ve mi apellido árabe, me pide que me ponga a un lado. Mientras tanto, los demás viajeros pasan tras dos o tres preguntas de rigor. Cuando llegó mi turno, tuve derecho a un interrogatorio muy detallado. Duró un cuarto de hora. Me hicieron preguntas sobre todos los sellos que figuraban en mi pasaporte. "¡Yibuti! ¿Por qué fue usted a Yibuti? ¿A quién conoce en Yibuti? Y a Marruecos, ¿cuándo fue por última vez? ¿Desde cuándo es usted francés? ¿Tiene armas? ¿Tiene cartas para enviar o llamadas telefónicas que hacer?", etcétera.Una pareja de árabes con nacionalidad francesa, ella universitaria siria, él periodista palestino que formó parte de la delegación en las negociaciones israelo-árabes, sufrió el mismo interrogatorio. Su camarote en el barco fue registrado de arriba abajo.

La policía de fronteras israelí recibe así a sus visitantes árabes. Cuando llegué al aeropuerto de Eilat, donde tenía que tomar el avión para Jerusalén, sufrí de nuevo el mismo interrogatorio, hasta el punto de que la salida casi tuvo que ser retrasada.

Tras estas pequeñas molestias de costumbre, pongo el pie sobre el suelo de Jerusalén a la que llamo Al Qods, su nombre árabe. Ese día llovía. Mi sueño se contrarió un poco. Pero descubrir esta ciudad bajo la lluvia no me desagradaba. Tenía la extraña sensación de no descubrir nada. A fuerza de haber pensado en ella tanto tiempo, de haber leido muchos textos sobre esta tierra, tenía la impresión de estar en un lugar familiar. El autobús cruzó el barrio Este, donde viven los árabes. Se trata de una barriada cualquiera, con sus edificios sin terminar, sus casas pequeñas, sus comercios variados, sus mezquitas, etcétera. Es una ciudad árabe. Todos los carteles están escritos en árabe y en hebreo. En las paredes aún quedan carteles de las últimas elecciones.

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En seguida me dirijo a la vieja ciudad árabe. Entro por Bab al Amud (Puerta de Damasco). Como en mi tierra, en Marruecos, vuelvo a encontrarme con viejas campesinas sentadas en la acera que venden pan, menta, tomillo, cilantro y otras hierbas. Desciendo por esas callejuelas empedradas y me siento como en casa. Es como si estuviera en la medina de Fez. Como si estuviera en el mercado de la ciudad vieja de Tánger o de Marraquech. La gente habla árabe. Se escuchan canciones árabes. Se venden pasteles empapados en miel. Los carniceros presentan la carne como sus colegas marroquíes. Oigo la llamada a la oración. Me siento completamente inmerso en el alma de una ciudad y de una sociedad árabe y musulmana.

Al proseguir el recorrido de las 14 estaciones del camino de Cristo hacia la cruz me doy cuenta de que las huellas de ese dolor han sido preservadas por esta población palestina que sólo pide una cosa: vivir en paz en su propia tierra.

No muy lejos de ahí veo a dos soldados armados que vigilan una casa. Pregunto y me dicen que allí vive el general Sharon. Da ejemplo. Una provocación directa y cínica. ¿Cómo es posible? Instalarse en el corazón de la vieja ciudad árabe sólo para recordar que por debajo de Israel está Palestina, que de todos modos Jerusalén es la "capital eterna del Estado de Israel" (declarada en 1980).

La muchedumbre pasa y ya no se extraña de este tipo de cosas. Los, adolescentes ríen, bromean; los comerciantes ofrecen sus productos e invitan a los transeúntes a que pasen al interior; tos turistas cuentan las diferentes estaciones de la Vía Dolorosa hasta la llegada al Santo Sepulcro. Las campanas suenan. Los almuédanos llaman a los musulmanes a la oración. Jerusalén no olvida nunca que es una tierra santa donde reencuentran las tres religiones monoteístas.

Cojo un taxi y le pido que me lleve al Muro de las Lamentaciones. Hablamos de la lluvia y enseguida pasamos a la política. Me dice que "los palestinos viven bajo presión; vigilados, reprimidos, provocados... Hay demasiada injusticia, sobre todo, con lo que han hecho en Djebel Abú Ghneim (Har Homa), los nuevos enclaves judíos en el Este". En un semáforo me señala un coche con una pequeña bandera israelí que ondea al viento. Me dice: "Mira lo que lleva escrito detrás, está escrito en hebreo: 'El Golán, nunca', y delante, sobre el parachoques, hay otra pegatina: 'Hebrón, nunca'. Son las consignas de los colonos; están en contra de la devolución de los territorios; son amigos de Sharon y de Netanyahu".

Le extraña que visite el Muro. Le digo que es por curiosidad. Al llegar, me impresiona la emoción sentida al descubrir estos últimos restos del templo sagrado que fueron salvados por Tito en el año 70 de nuestra era. Me puse una kipa de cartón que me dieron a la entrada y me coloqué frente a una gran piedra; intenté comprender; advertí centenares de pedazos de papel deslizados en las hendiduras entre las piedras... Mensajes, oraciones, peticiones... La presencia de tantos miembros de las fuerzas de seguridad hace imposible toda emoción. Paso mi mano por la piedra. No siento nada. Me impresiona más la mística de los judíos absortos en su cara a cara con el Muro y el culto pertinaz que se rinde al tiempo.

La explanada se ha convertido en una gran plaza rodeada de edificios nuevos. El turismo es muy activo. La policía está por todas partes. Salgo y sólo veo autobuses de turistas que se siguen por doquier en Jerusalén. Voy al monte de los Olivos y miro los tres cementerios de las tres religiones. Allí confieso haberme emocionado. La memoria de unos y otros se superpone en torno a un mismo personaje: Abraham. La tierra está empapada de sangre y de agua fresca. Los olivos, algunos de los cuales tienen 800 años, dan testimonio en el huerto de Getsemaní. En la puerta, unos palestinos venden postales...

De regreso a Eilat, me reuno con el grupo que vuelve en autocar. Nos desplazamos a lo largo del mar Muerto, que se encuentra 430 metros por debajo del nivel del mar. A lo largo de la carretera. hay plantas desaladoras de agua. Nos detenemos en una estación termal equipada con hoteles modernos de una tristeza desoladora. Por doquier se ven invernaderos donde Israel cultiva sus frutas y verduras. Eilat es una ciudad moderna y sin alma. Todo es artificial. Tal vez Israel sea eso: una ciudad santa (Jerusalén) rodeada de ciudades dormitorio y de colonias instaladas por la fuerza. Me voy con la impresión de que esta tierra ha permanecido fiel a su sentido de lo trágico hecho de connivencia y de antagonismo, de símbolos y de mística, de guerra y de pasiones, donde la paz se inscribe en una fragilidad permanente en la medida en que, sólo se concibe dentro de una relación de fuerza. De la paz de los corazones, la de la acogida y el reconocimiento mutuo profundamente consentido, de esta paz, no he visto ni rastro en las piedras ni en los rostros de Jerusalén. Es sólo una esperanza.

Tahar Ben Jelloun es escritor marroquí.

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