_
_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Argumentos en contra de la redistribución

En una monografía bastante reciente, Inequality reexamined (1992), uno de los más eximios simpatizantes del igualitarismo en la actualidad, el economista indio Amartya Sen, da cuenta de tres argumentos que suelen emplearse para rechazar las políticas igualitarias y redistributivas.1. El argumento del "espacio equivocado" o del error conceptual. Los igualitaristas distan de ser una clerecía homogénea. Coinciden en pretender una mayor igualdad, pero interpretan de muy distintas maneras el significado de esa palabra. Hay quien propone una mayor igualdad en el disfrute de bienes primarios (Rawls), igualdad en la posesión de recursos (Dworkin), igualdad en la libertad real (Sen), igualdad en las cestas de bienes de consumo (Foley), etcétera. Según la persuasiva postura de Sen, todos los pensadores políticos defienden la igualdad en alguno de estos "espacios" conceptuales (al menos uno), y se ven con ello forzados a rechazarla en casi todos los demás y combatirla allí como error conceptual grave. Robert Nozick -tenido a menudo por paradigma de pensador antiigualitario- hace suya, sin embargo, la igualdad de derechos individuales, pero, basándose en ella, recusa la igualdad de ingresos sobre la base de que su realización quebrantaría derechos individuales de propiedad. Sen considera deseable una igual capacidad real para todos, y eso le lleva a rechazar la tendencia igualitaria en la distribución de bienes primarios por la que Rawls se inclina, etcétera. La falta de claridad conceptual, y de consenso, acerca de qué tipo de igualdad se tiene por deseable hace previsible que, ante cualquier política redistributiva, se pueda erigir el reproche de que persigue la igualdad en el "espacio" equivocado.

Otro problema derivado de esta falta de consenso es que resultará imposible en la práctica que todos posean lo mismo en la dimensión de igualdad que todos consideran significativa. Si, pongamos por caso, todos disfrutan de las mismas rentas, pero algunos, por minusvalías físicas o psíquicas, no tienen el mismo poder o eficacia que otros para transformar esos ingresos en capacidades reales para vivir bien (y lo que ellos valoran es precisamente la igualdad en esta concreta dimensión), entonces se podrán sentir fundadamente tratados de forma inequitativa y ansiarán la suerte de los demás. De momento no hay unanimidad de criterio acerca de cuál o cuáles sean las dimensiones relevantes de la igualdad (¿derechos?, ¿oportunidades?, ¿recursos?, ¿ingresos?, ¿bienes primarios?, ¿capacidades reales?), y probablemente esta dispersión teórica obedezca a que nuestras propias intuiciones morales no resultan firmes y claras en este punto crucial. De modo que los intentos de equiparación de los individuos en una dimensión de igualdad, al conllevar inevitablemente disparidades en otros terrenos no excluyen, sino todo lo contrario, la eclosión del descontento y el resquemor por parte de quienes conciban y aprecien la igualdad precisamente en esos terrenos.

2. El argumento de la incompatibilidad con los incentivos. La poderosísima retórica de la igualdad nos puede ofuscar hasta el punto de hacernos olvidar que la desigualdad (en muchos de los "espacios" mencionados) puede resultar socialmente provechosa y que, por lo mismo, la persecución obstinada e irrazonable de la igualdad quizá acarree efectos indeseables en algunos contextos. Una propensión intelectual frecuente en los adictos a la redistribución consiste en interpretar el producto global (la famosa "tarta" que hay que repartir) como si fuera maná caído del cielo, algo que les interesa exclusivamente como objeto de distribución y respecto del cual olvidan por completo que ha sido precisamente producido, y que, como diría Nozick, ha entrado en el mundo vinculado con las personas que tienen derechos sobre él. Los procesos de producción y de distribución están inextricablemente entrelazados, y pretender asignar porciones distributivas dejando completamente de lado quién las ha producido equivale a lesionar derechos de propiedad legítimamente adquiridos. La interdependencia entre producción y distribución hará que quien sienta metódicamente conculcados sus derechos de propiedad hasta un nivel intolerable para él por medidas redistributivas drásticas opte finalmente por trasladarse a otra circunscripción política, rescindiendo el acuerdo cooperativo con su anterior orden social. Este drenaje de talentos y capitales que provocan las políticas demasiado enérgicamente igualitarias hará que el tamaño de la "tarta" se reduzca sin cesar y que lo que finalmente se acabe distribuyendo sea la pobreza, no la riqueza.

Cuando un tema da mucho que hablar, lee todo lo que haya que decir.
Suscríbete aquí

3. El argumento de la "asimetría operativa". En muchos tipos de organización (empresas, partidos políticos, Gobiernos, etcétera) puede redundar en beneficio de todos que exista una cierta asimetría de poder, según la cual se conceda mayor capacidad de decisión a quien posea facultades especiales de perspicacia o de mando. John Rawls o Daniel Bell se han mostrado partidarios de que estos puestos de especial responsabilidad se asignen en competencia abierta y vayan a parar a los más capaces. Sin embargo, para algunos igualitaristas esto es inadmisible, pues entienden que los más capaces deben su mayor capacidad a circunstancias inmerecidas y que ellos no han controlado: al azar, que les ha dotado de talentos especiales o que les ha hecho nacer y crecer en el seno de familias pudientes. Los igualitaristas más intransigentes sólo admiten -y esto a regañadientes- las desigualdades debidas a factores que el individuo controla y de los que se le puede hacer responsable (su tenacidad, sus gustos, etcétera), pero rechazarán con determinación todas aquellas que obedezcan a características personales o circunstancias externas (sexo, condición social, pertenencia étnica, capacidad física o psíquica, etcétera) sujetas al arbitrario dictamen de la fortuna. Si, para proteger a los castigados por la suerte, Rawls ha aceptado resultados desiguales para los más capaces, pero sólo a condición de que tales desigualdades incidan favorablemente en los peor tratados por la fortuna, algunos igualitaristas de línea dura han ido más allá y han propuesto prácticas de discriminación positiva que impidan eficazmente que los mejor dotados copen los puestos influyentes: sugieren establecer cupos o reservar un cierto porcentaje de cargos y dignidades a representantes de los grupos desfavorecidos (mujeres, pobres, minorías étnicas, minusválidos, etcétera), sustrayendo, desde luego, esos nombramientos a las inclemencias de la competitividad.

Pero, del mismo modo que la insistencia en un reparto más igualitario de la renta y la riqueza puede entrañar secuelas indeseables en materia de eficiencia y bienestar colectivos, también las puede tener el énfasis desmesurado en distribuir los cargos y dignidades ignorando o tratando de contrarrestar la incidencia del azar natural. Las organizaciones que se entregan a prácticas de discriminación positiva corren el riesgo de acabar en manos de profesionales menos cualificados que aquellas que no lo hacen, poniendo así en entredicho su reputación o su propia supervivencia.

4. El argumento del desvío opaco de la renta y la riqueza. Es un argumento no contemplado por Sen y que discurre de esta forma: en condiciones de civilización, en que no es dable mantener la igualdad a base de controles informales por parte de los componentes de la sociedad civil, hay que dejar a la discrecionalidad de políticos y burócratas la supervisión y puesta en práctica de las medidas redistributivas, lo que es muy a propósito para generar incentivos perversos. En concreto, la concentración de poder redistribuidor en manos de personas reconocibles -los cargos públicos- alentará la formación de grupos de intereses específicos, que pueden conseguir que los beneficios de la redistribución vayan a parar al regazo de los más organizados y con mayor capacidad de presión, no forzosamente a los que más lo necesitan. También será éste un entorno propicio, como sugiere cáusticamente Anthony de Jasay, para que los poderes públicos redistribuyan la renta y la riqueza en su propio favor. Búsqueda de rentas y corrupción, y no una sociedad más igualitaria, serán las urticantes consecuencias no buscadas de la cultura de la redistribución.

La historia no acaba aquí. Sin ánimo de hacer de esto un vano ejercicio de erística (que no lo es, por supuesto), dejo para otra ocasión próxima el ocuparme de los argumentos aducibles enfavor de la redistribución.

Juan Antonio Rivera es catedrático de Filosofía.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_