Atroz
A veces el horror de las cosas parece evidenciarse con especial crudeza. El otro día el diario El Mundo venía particularmente insoportable: traía una foto antigua de un negro achicharrado y mutilado por unos linchadores blancos, y la famosa instantánea del casco azul canadiense Clayton Matchee retratado junto al muchacho somalí de 16, Arone, al que torturó hasta la muerte. Recuerdo que esta foto ya la sacó EL PAÍS hace meses: entonces me las apañé para no verla. Porque a menudo el periódico es un campo de minas del dolor que hay que transitar con extremo cuidado. En esta ocasión, en cambio, caí sobre la imagen inadvertidamente y me explotó en los ojos. Ahí está el muchachito somalí, en mitad de la tortura, todavía vivo, un guiñapo atado y ensangrentado. Y ahí está el rubio Clayton Matchee, un nombre para la historia de la infamia, señalando a su víctima con un dedo, ufano y sonriente, como quien posa junto al ciervo abatido. Matchee pertenecía a la misión humanitaria Restaurar la Esperanza. Eso es lo que se supone que han de llevar los cascos azules a las zonas de conflicto: esperanza, consuelo, cobijo. Ahora se ha descubierto que cascos azules italianos se acostaban con niñas de Mozambique por un dólar. Y que miserables armados de diversas nacionalidades han ido violando y torturando por el mundo al amparo de la ONU. No hay desolación mayor que descubrir que el bombero es el pirómano, el policía el ladrón, el juez el asesino, el padre el violador. Los humanos necesitamos creer que existe un principio de orden y de bondad, y a decir verdad gracias a esa fe avanza el mundo. Los cascos azules criminales, nos dicen, son excepciones dentro, del conjunto. Está bien, lo creo: pero para poder erradicarlos hay que sacarlos a la luz, dar nombres y apellidos y castigarlos.
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