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El centenario que viene

Por lo general, las conmemoraciones centenarias suelen llevar implícito un cierto aliento utópico; una especie de tácita esperanza en que el futuro se muestre propicio a proseguir y llevar a plenitud la realidad conmemorada. En la modesta conmemoración del centenario de la Revolución del 68, hubo mucho de anticipo emocional de una transición a la democracia, esperada y deseada por la mayoría de los españoles. El bicentenario de la muerte de Carlos III, evocación de una monarquía ilustrada y abierta a la modernización del país, avivó en la conciencia de los españoles las esperanzas depositadas en la monarquía del rey Juan Carlos I. La conmemoración del Quinto Centenario supuso para España y los españoles una especie de baño de universalidad que sublimaba la reciente buena nueva de que en lo futuro íbamos a ser europeos y que habían terminado para siempre los años de aislamiento que siguieron a la guerra civil. Los ejemplos españoles y extranjeros de esta proyección utópica de las conmemoraciones centenarias, dentro y fuera de España, podrían multiplicarse. Ahora bien, es claro que la conmemoración del 98 no se atiene a este patrón. Más bien trae a la memoria de los que realmente sabemos lo que fue el 98 esa proclividad hispánica a exaltar las grandes catástrofes de antaño, como momentos épicos de una gloriosa historia nacional: así desde Numancia a Trafalgar y otras que no hacen al caso sin olvidar el desastre de la Armada de Inglaterra, que en un refinamiento de masoquismo han venido adjetivando nuestros manuales de "invencible", en una inoportuna imitación del humor británico. Proclividad relacionada con ese síndrome de "decadencia" tan vivo en la conciencia histórica de los españoles desde la segunda mitad del siglo XVII, que he intentado analizar con algún detenimiento en otras ocasiones. Y pienso que quizá el punto de partida de nuestra conmemoración del centenario que nos aguarda deba situarse en la clara conciencia de que el 98 fue, en su realidad, en la memoria histórica de los españoles y en su significación simbólica, un desastre. Un desastre de cuya calificación como tal no podemos prescindir por el hecho de que, como reacción al mismo y apoyados en una coyuntura general favorable, un egregio conjunto de españoles acertara a continuar, 1898 adelante, ese medio Siglo de Oro de la cultura española iniciado en los años de la Regencia. Pero ésa es otra historia que no forma parte del núcleo de nuestra conmemoración, ni puede servir de coartada para eludir algo tan decisivo para la historia de cuatro naciones como lo fuera el 98; el 98 a secas, que es lo que, al parecer, se trata de conmemorar dentro de poco más de un año. Como no es ningún secreto de Estado encomendado a la discreción de los historiadores el hecho de que el 98 fue una de las catástrofes más rotundas de nuestra historia contemporánea -sólo superada ampliamente, en este orden de cosas, por la guerra civil de 1936-, creo que importa al decoro de España, de los españoles y de nuestra imagen ante el exterior, que cuidemos la parafernalia de su conmemoración limpiándola de toda onerosa derivación festiva, y procurando no suplantar, por ignorancia o por frivolidad, su auténtica significación. Por lo demás, sólo felicitaciones merece el designio oficial de hacer del primer centenario del 98 una fecha propicia para la conmemoración; es decir, para la reflexión y el recuerdo. El 98 fue realmente un Desastre, y creo que lo primero que cabe desear para el centenario que tenemos en puertas es el decoro formal exigido por la sustancia del evento conmemorado: por las decenas de millares de muertos que costó a España la última guerra de Cuba, hombres reclutados en su inmensa mayoría entre los que no pudieron o no quisieron comprar por 2.000 pesetas su exclusión del servicio militar en Ultramar; por la muchedumbre de "repatriados" que desembarcaron, macilentos y enfermos, derrotados, en los puertos peninsulares, llevando la imagen misma del desastre a innumerables hogares modestos; por el sacrificio y el heroísmo de los marinos, que sabían a lo que iban y que, en su condición de prisioneros, lograron el pleno respeto y la admiración de sus vencedores. Un desastre en sí misma la guerra entre españoles, cubanos y filipinos; la absurda guerra con los Estados Unidos, que trajo consigo sumar a la independencia cubana la pérdida de Puerto Rico y Filipinas, la destrucción de nuestra Marina de Guerra, y la apertura de una crisis en la región del Estrecho, "que hubiera podido ser más ruinosa para España que la misma guerra con los Estados Unidos" (Grenville). Y para terminar, desastre fue también la sorprendente atonía del cuerpo nacional ante la catástrofe misma, salvando la reacción esperanzada y activa de una élite intelectual que supo extraer, desde la profunda sima de la catástrofe integral vislumbrada en el verano del 98, una nueva energía para el futuro: Costa, Altamira, Maragall, Labra y pocos más. Quizá la erección de un monumento nacional que recordara el sacrificio de los españoles, los cubanos y los filipinos que encontraron la muerte en una guerra que pudo ser evitada sea el primer deber que nos impone el decoro de la conmemoración del 98. Éste es el desastre que nos disponemos a conmemorar, y a estas alturas sería indecoroso que imitáramos la actitud de aquellos aficionados a la "Fiesta nacional" que hicieron compatible la inmensa catástrofe sufrida por nuestro pueblo, nuestros marinos y nuestra patria con una buena tarde de toros. Pero la conmemoración del primer centenario del 98 encierra una posibilidad creadora en la cual bien pudiéramos hacer consistir esa noble dimensión utópica, abierta al futuro, capaz de neutralizar y rescatar para una historia prospectiva la conmemoración de una tremenda catástrofe nacional. Pensemos en aquella comunidad de naciones -España, Puerto Rico, Cuba, Filipinas- que continuaron formando parte de la monarquía española después de la emancipación de los virreinatos americanos; después de Ayacucho. Aquel pequeño imperio cuya designación oficial ya no consistió en "España y sus Indias", sino en "España y sus provincias de Ultramar" fue dinamitado en el 98 como consecuencia de unas circunstancias históricas objetivas que

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todos conocemos; pero también por la eficaz convergencia sobre estas últimas de una desdichada política colonial por parte. de la metrópoli, cuyo despliegue a lo largo de todo el siglo XIX no es momento de resumir. De lo que se trata -o debe tratarse- en este primer centenario de la ruptura de aquel vínculo político y cultural entre cuatro naciones -Cuba, Puerto Rico, Filipinas, España- es de reflexionar fraternalmente sobre una larga convivencia de cuatro siglos, y en particular sobre una última centuria durante la cual la más estrecha relación de todo orden entre filipinos, cubanos, puertorriqueños y españoles, la conformación de sendas conciencias nacionales, los recíprocos influjos, quedan demasiado cerca de todos como para que conmemoremos aisladamente la fecha histórica de nuestra separación. Creo por ello que sería de desear que las autoridades oficiales que han promovido y patrocinado la celebración del centenario procuraran ante todo hacer de tal celebración una ocasión de encuentro entre cuatro naciones cuyo respectivo destino histórico emprendió rumbos distintos cien años atrás, pero que llevan consigo, como componente de su respectiva personalidad nacional, una parte más o menos densa, pero siempre irrenunciable, de un patrimonio cultural común.

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Jose María Jover es miembro de la Real Academia de la Historia.

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