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La identidad de la derecha española

Desde 1977, la derecha española fue dando tumbos, de fracaso en fracaso, sin saber adónde ir. Primero el fraguismo, demasiado próximo en ideas, gentes y maneras al régimen franquista. Luego vino el populismo de Hernández Mancha, demasiado grotesco e ineficaz. Por fin, en 1989, José María Aznar encabezó la lista electoral por Madrid, designado por quien podía hacerlo. Y ése fue el paso inicial para inventar una identidad y forjar una historia.Se trataba, en primer lugar, de ocupar el centro político; de ponerse a la altura de los tiempos, moderando el lenguaje y renovando las personas. Asimismo, era necesario apropiarse del centro simbólico. El llamado legado de la UCD, se convirtió en una suerte de referente mítico. Era el pluralismo, el diálogo, la convivencia. A un lado quedaban la debilidad constante, la lucha enconada de facciones que acabaron por destruir aquel partido. Aznar, muy crítico en su momento de la política de consenso, ha contado su ingreso en el Parlamento, en 1982: miró desde su escaño, entre compadecido y envidioso, la desmedrada hueste centrista; la miró como si no tuviera entonces padrón político, como el hombre nuevo que dice ser; a partir de entonces, concluye, se fijó el objetivo de su vida política: rehacer el centro.

Juntamente con la táctica y el símbolo centrista, hubo dos elementos que dieron consistencia al discurso de la derecha: el liberalismo y el nacionalismo español. El liberalismo era una economía regida por los principios del individualismo radical. El Estado de bienestar era ineficaz, anacrónico, utópico, y debía sustituirse por la sociedad de bienestar y el Estado mínimo; era una política que consistía en el respeto riguroso a los derechos y a las reglas clásicas de la división de poderes; era, por fin, una moral que reposaba en el esfuerzo y la responsabilidad de los individuos.

El agotamiento de los modelos de Thatcher y Reagan fueron templando, de rechace, algunos de estos primeros ardores. Algo influyó, sin duda, la derrota electoral de 1993. La libertad económica se acompañó desde entoces con el postulado de la cohesión social. En todo caso, esta faceta liberal suponía un hecho inédito en la historia de las derechas españolas. Novedad era el abandono del intervencionismo, nacido con el giro proteccionista de la Restauración, que había convertido al Estado en el gran protagonista de la industrialización. Además, las vagas referencias al "humanismo cristiano" no oscurecían otro hecho inédito, que era la ausencia de clericalismo. Lo mismo podría decirse del europeísmo, apartado de tentaciones casticistas muy recientes.

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El discurso liberal de Aznar, con el auxilio de sus colaboradores, buscó una genealogía adecuada. El régimen de la Restauración fue inmoderadamente rehabilitado. La España oficial de Cánovas y Maura desbancó a la España real de obreros, intelectuales y profesionales, hasta dar la vuelta completa a la caricatura anterior. Aznar esmaltó sus discursos con abundantísimas frases de Ortega. Se amparó con citas de Antonio Machado, fetiche en otro tiempo del socialismo sevillano. Proclamó una sorprendente admiración por Manuel Azaña, antigua bestia negra de las derechas. Trató de incorporar al mejor liberalismo europeo, el de pensadores como Hayek, Popper o Dahrendorf, entre otros. Tantas y tan dispares eran las referencias, que daba la impresión de que Aznar equivocaba a sus clásicos. Es difícil conciliar a Cánovas y a Maura con sus críticos más acerbos. Ensalzar la Restauración y a quien, como Ortega, despachaba todo aquello como "fantasmagoría". Tampoco parecía cuidarse de aquel postscriptum que Hayek añadió a una de sus obras más conocidas: "Por qué no soy conservador", se titulaba. Aznar y sus colaboradores barajaban nombres, argüían con citas como si fueran símbolos prestigiosos. Confundían el liberalismo con cierto anarquismo tory. Y el resultado, bastante forzado, les convertía en una suerte de herederos universales. Ellos eran los albaceas de una noble tradición. La izquierda, por el contrario, ofrecía un pobre bagaje. Derrumbadas sus utopías, reducida al pragmatismo. Tristes epígonos del Mayo del 68. Una esperanza mesiánica recorrió las filas de la derecha. De su parte estaban las ideas y la historia. Su inevitable advenimiento era equivalente a la regeneración de una democracia pervertida, a "un cambio histórico de trascendencia formidable".

El último y fundamental elemento de la identidad nueva de la derecha era el nacionalismo español. Y era nuevo porque se despojaba de cualquier referente católico o tradicional. Para ser exactos, Aznar ha rehusado siempre semejante denominación: "No creo en el nacionalismo como doctrina política ni como instrumento de movilización". No creía en el nombre, pero sí parecía creer en la cosa. Él hablaba de sentido nacional o de proyecto nacional. Escribió dos libros en los que la palabra España rebosaba sobre las cubiertas. La suya era una idea de nación plural, abierta, compatible con lenguas e identidades distintas. Una idea de nación política, basada en la común ciudadanía, en la lealtad sin fisuras a la Constitución; y una idea también de nación cultural, fundada por la historia y el idioma, por el "tesoro" de la lengua. La ambición española, su idea de España, su visión del Estado autonómico como Estado nacional español, era uno de los aspectos más sólido y mejor construido de su discurso. Y así, aunque no creía en el nacionalismo, lo usó con creces en sus propagandas políticas. Sostenía, con razón bastante, que la comunidad nacional se debilitaba; que la izquierda era ciega ante la "cuestión nacional"; que la unidad nacional y la integridad estatal eran objeto de mercadeo. "¡Es la hora de España!", solía apostillar en los actos públicos, entre vítores y alarde de banderas; la hora de contribuir a los grandes objetivos comunes, la hora de dar menos importancia a los intereses y a las pasiones de campanario. Aznar no era nacionalista, ciertamente, pero lo parecía.

Han transcurrido tan sólo unos pocos meses para el nuevo Gobierno. La rutina y la inevitable razón de Estado han aventado las grandes palabras, las rotundas promesas. Resulta peliagudo el hinchar desmesuradamente las esperanzas colectivas. Presentar un sencillo relevo en el Gobierno, la solución de una crisis política como una segunda transición. El mesianismo, ese sentimiento tan poco liberal, ha

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La identidad de la derecha española

Viene de la página anteriorsido lo primero en disiparse. Más sorprendente es la rapidez con que Aznar y sus colaboradores se han desembarazado del discurso que les amparó en la victoria. Ninguna reforma de sentido liberal ha sido acometida. Los aspectos menos justificables de la asistencia pública han sido renovados, aumentados incluso. Los valores de eficacia y competencia no han sida precisamente la regla seguida en el reclutamiento del personal gobernante. Tan sólo se ha reservado un rincón apartado, allá en el mar Caribe, gobernado por un dictador de 70 años, sobre el que ejercer la intransigencia liberal. A moro muerto, gran lanzada.

Peor suerte ha corrido, si cabe, el discurso nacional. Al principio se hizo de la necesidad virtud. Se dijo que el acuerdo con los nacionalistas catalanes y vascos no era circunstancial, que tenía una dimensión histórica. Tan ambicioso resultaba que no podría estar concluido en una legislatura. En círculos intelectuales del PP -los de la Nueva Revista- se ha, defendido la necesidad de una nueva fundación de España, que sería la sexta; "realidad peninsular" la llaman ahora; una fundación que terminaría, ¡por fin!, de re conciliar a sus componentes históricos. Algo, en suma, que se parece bastante a la aceptación sin reservas de las tesis catalanistas. Claro está que esta justificación de última hora se da de bruces con los hechos. Lejos de integrarse en un proyecto español común, los nacionalismos periféricos han aumentado su tendencia disgregadora. Si el político, como quería Popper, ha de atender sobre todo a las consecuencias indeseadas de sus acciones, deberíamos concluir que sus nominales discípulos españoles han jugado al aprendiz de brujo. La cascada de reivindicaciones particularistas, materiales y simbólicas ha terminado por reducir al silencio a los actuales gobernantes españoles. Dejar pasar las demasías nacionalistas entre sonrisas y apretones de mano. "Aznar está madurando", concluyó el locuaz Arzalluz después de su cordial encuentro. Y no fue cosa de poca monta la materia de su conversación. Así, quien reprochaba en tiempos cercanos las actitudes tibias y vergonzantes de sus adversarios de izquierda, ha venido a dar en algo muy parecido; en algo que Hayek resumía en una frase: "Al conservador y al socialista lo que les preocupa es quién gobierna". Quién gobierna, no los propósitos para los que gobierna.

Todavía queda, sin embargo, una última explicación para esa aparente pérdida de rumbo de la derecha. La interpretación es maquiavélica, y procede de medios periodísticos que hacen gala de estar en el secreto de casi todo. Se trataría de ganar tiempo para llegar a la convergencia europea. Luego se convocarían elecciones, y así, desembarazado de sus momentáneas ligaduras, Aznar podría realizar la política que siempre soñó. La hora de España volvería a sonar, pero es probable que para entonces lo hiciera con el amargor que dejan las ocasiones perdidas. Ya no podrán apellidarse ni liberales ni nacionalistas. Tan sólo serán un grupo de modestos profesionales de la política que aspiran a durar, preocupados sobre todo por quién gobierna. La identidad de la derecha quedó en entredicho el día en que José María Aznar pudo dar a entender que estaba madurando; el día en que, ni siquiera en privado, se atrevió a llevar con orgullo su herencia liberal y española.

Javier Varela es profesor de Historia del Pensamiento Político en la UNED.

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