_
_
_
_
_
Tribuna:Relatos de verano
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Un traductor en París(4)

Por Resumen de lo publicadoLlegó a París pensando que un viaje le ayudaría a superar el accidente que lo había dejado cojo. En esa ciudad, en la que había vi vido veinte años antes traduciendo a Baudelaire, se alojó cerca del parque de Montsouris, donde había concertado entonces su primera cita homosexual. Ahora, el parque estaba cerrado por la noche; pero pudo saber de una entrada secreta, y se dispuso a buscar allí al joven Abdelah.

La entrada secreta al parque de Montsouris era bastante peligrosa para una persona que, como yo, no puede correr ni caminar deprisa. No estaba, como cabía imaginar, en uno de los lados, y tampoco consistía en un túnel o en un boquete abierto en la valla metálica, sino que la cuestión, como diría un' personaje de Vila-Matas, era mucho más complicada Había que ir hasta el andén de la estación del boulevard Jourdan, donde se une la línea de metro con la de, los trenes. que van a la banlieue, y recorrer unos cien metros por el túnel que, pasando por debajo de la calle Gazan, conecta el boulevard con el parque.

Cuando un tema da mucho que hablar, lee todo lo que haya que decir.
Suscríbete aquí

"¿Cada cuánto pasan los_trenes?", le pregunté a Taki cuando bajamos a la vía.

"Después de las diez, cada tres minutos", me respondió él cogiéndome de la mano y llevándome hasta una especie de acera que habla junto a los raíles. "Aquí no es peligroso", añadió al darse cuenta de mi alarma.

"¿Dónde lo es?", le pregunté. Desde nuestra posición, sólo alcanzaba a ver la parte iluminada del túnel, que era mínima. Más allá, la noche ganaba en concentración, y lo oscuro seguía a lo oscuro.

"No hay problema", dijo Taki sacando una linterna y encendiéndola'. Tenía una risa bonita, algo infantil.

"Veo que estás orgulloso de ti mismo", le dije soltándome de su mano. La acera por la que avanzábamos era demasiado estrecha para ir enlazados. Además, tenía la palma completamente mojada de sudor, y me daba vergüenza que él se diera cuenta del miedo que sentía.

La luz de la linterna bailó en el techo del túnel, y Taki asintió con un oui lleno de seguridad.

"Viene un tren", dijo de pronto. "Tranquilo, señor-.

Me detuve agarrándome al bastón con las dos manos y gritando, y no abrí los ojos hasta que el tren se alejó de nosotros y el túnel volvió a quedar en paz. Viéndolo desde ahora, cuando todo ha acabado y ya no hay nada que perder o que ganar, considero aquel momento, el de la travesía por el túnel, como uno de los más irreales de cuantos viví durante aquellos días en París, incluso como el más irreal de toda mi vida, y no le encuentro otra explicación que la de un deseo que, tras los meses de hospital, tras las traición de Alberto, había crecido demasiado, volviéndose monstruoso y superior a cualquier otro sentimiento, 1 más fuerte que el miedo, más fuerte también que el respeto por mí mismo o la ilusión de comportarme como el dandi de Baudelaire. "El amor es ciego", suele decirse. Es un eufemismo. Lo que ciega, lo que hace daño, es el deseo.

Llegamos al final del túnel. De allí en adelante, según me pareció percibir gracias a las farolas que alumbraban la zona desde lo alto, la vía del tren seguía por una especie de hendidura abierta en el parque. Me extrañó su existencia. Nunca me había fijado en aquel corte que, visto desde el parque, debía de tener el aspecto de un barranco. Pensé que sus orillas estarían valladas y disimuladas con árboles.

"Tenemos que subir por allí", me dijo Taki señalando dos enormes machones que arriba, al nivel de los árboles y las farolas, acababan en un puente que parecía de fantasía, con barandillas de filigrana.

"¿Por dónde vamos?", le pregunté. A partir de aquel ,punto, la vía se hacía única, y no había acera.

"Hay que esperar a los trenes, señor. Vara mayor seguridad", me dijo Taki sentándose en un saliente de cemento. Yo le imité y me senté junto a él. Por encima de nosotros, junto a una del¡ las, farolas del parque, charlaban dos muchachos.

Pasaron dos trenes, uno hacia el centro de la ciudad y otro hacia la banlieue, y tuve. la impresión, las dos veces, de que algo se iba a romper a nuestro alrededor. Pero no: las paredes del túnel no se resquebrajaron, los raíles permanecer con paralelos, las rocas que asomaban al los dos lados de la hendidura no se movieron. Mis oídos se pusieron a pitar, y eso fue todo.

"Ahora", dijo Taki cogiéndome otra vez de la mano.

Caminamos por el centro de la vía hasta llegar a la altura de los machones del puente. Taki abrió entonces una puerta metálica le iluminó con su linterna una escalera de caracol que, por el interior de uno de aquellos machones, subía hasta el parque. "Ya hemos llegado, señor. Sólo le quedan veinte escalones", me dijo Taki tendiéndome la mano a modo de despedida.¿Vendrás a buscarme?", le pregunté. La idea de volver solo por la vía me aterrorizaba.Él se quedó dudando. Le tendí un billete de 100 francos.

" ¿A qué hora quiere que venga?, me dijo cogiendo el dinero."A las doce en punto, ahí arriba, en el puente", le dije. Subí las escaleras y salí al parque.Sin gente, sin sol, sin los chillidos de los niños" sin la frenética actividad de los atletas, el parque de Montsouris había recobrado su belleza. La relación entre todos sus elementos volvía a ser excelente: el cisne que se deslizaba por el estanque con la cabeza muy alta parecía acompasarse con el silencio, y el silencio, a su vez, con el sonido dé las hojas zarandeadas continuamente, en sucesivos frémissements, por el viento; pero el viento tampoco iba solo, sino que congeniaba con la luna que había aparecido sobre los árboles y con la brasa roja de los cigarrillo que estaban fumando los muchachitos de las pandillas, muchachitos guapos que por su parte, reían sin dejar de mirar aquel cisne que seguía deslizándose lentamente sobre el agua.

Durante un tiempo, también yo estuve, mirando al cisne, atento a la pureza sus movimientos y a su blancura, deja do que el miedo que me había entrado e el túnel saliera de mí . poco a poco; pero recuerdo de la cita con Taki me hizo alejarme de la orilla del estanque y busca como los muchachitos, la penumbra de los árboles. Fue entonces cuando reconocí al niño gigante que era amigo de Abdelah. Estaba en medio de un grupo basta te numeroso, no muy lejos del temple donde François impartía sus lecciones tai-chin, A su lado, entre varios muchachitos rubios, había uno de cuerpo muy fino y tez oscura. ¿Sería él?

Debí haberme acercado con lentitud como un auténtico dandi, como aquello príncipes de tiempos pasados que, adornados con grandes capas que les llegaba hasta el suelo, no caminaban ni corría sino que se deslizaban con elegancia dulzura, como los propios cisnes. Pero en lugar de ello, quebrando la armonía que reinaba en el parque, comencé a gritar, a llamar a Abdelah de forma estentórea. Tras la primera reacción de sorpresa todos los del grupo comenzaron a chistarme. Adelantándose a los demás, niño gigante se acercó hasta mí agarra do una botella grande de cerveza como una porra.

"¡Deje de gritar!", dijo después de dirigirme un insulto que no entendí. "¿Qué quiere? ¿Que venga la policía?".

"Di a Abdelah que quiero estar con él", le respondí sin dejarme impresió por su bravuconería.

"Abdelah no está aquí", afirmó él tajante pegándose a mí impidiéndome venir al resto del grupo.

"Sí está", dije. Pero no lo podía saber seguro. Me había precipitado en mis conclusiones.

. "No está", repitió él. Supuse que e capaz de pasarse toda la noche negando

"¿Por qué no quiere venir conmigo François me ha prometido que podría elegir entre cualquiera que estuviera en parque", dije con terquedad.

"¿Está usted sordo? ¿No le he dicho que no está?", susurró el niño gigante amenazadoramente, agarrando mejor la botella cerveza. Indudablemente, la suposión que con respecto a él me había hecho un instante antes era errónea. No estaba dispuesto a repetir aquello toda la noche.

"¡No me amenaces, niñato!", le gritó volviendo a levantar la voz. Me sentía despechado y no me importaba romper la primera regla de los habitantes de noche. Que me oyeran desde fuera del parque, que viniera la policía.

El niño gigante me golpeó en el pecho con el culo de la botella., Luego repitió insulto que no entendía y me lanzó un salivazo que me rozó la oreja. Por prime vez en mi vida, o por segunda quizá, tu la intención clara y precisa de matar, y lancé un golpe con el bastón que de haberle agarrado le habría aplastado sien. Pero fallé el golpe y me caí al suelo

El niño gigante se rió de mí y me puso la bota en la cara. Pensé que me iba a desfigurar a patadas y seguí gritando, aunque lo que gritaba ahora era pardon! pardon! como una rata. Sorprendentemente, el niño gigante retiró su bota y se alejó hacia su grupo caminando con toda tranquilidad, como quien vuelve de saludar a un viejo amigo.

Supongo que en. aquel momento debí haber sido capaz de percibir que algo extraño estaba sucediendo a mi alrededor, pero la realidad es que no lo fui, que acepté aquel incidente igual que antes había aceptado la travesía por el túnel. Decir que me. comporté como la mosca que sigue volando hasta que la araña ha acabado de tejer su tela sería una comparación demasiado benévola; más exacto sería decir que fui, simple y llanamente, un imbécil. Al fin y al cabo, las moscas saben detectar la señal de peligro y huir; los imbéciles, no.

Me marché del parque antes de la hora convenida, sin esperar a Taki y sin buscar, entre todos los muchachitos que andaban por Montsouris, a alguno que pudiera sustituir a Abdelah. El regreso se convirtió, así, en el remate exacto de aquella jornada, porque tuve que cruzar el túnel paso a paso, tropezándome, utilizando mi bastón como lo utilizan los ciegos, sintiendo casi físicamente cómo iba descendiendo eso que los psicólogos, traduciendo pésimamente del inglés, llaman autoestima. Cuando llegué al apartamento con el inhumano ruido de los trenes en la cabeza y el cuerpo mojado por el sudor, el reloj señalaba las once y media de la noche. ¡Qué grande era la distancia entre la realidad y el deseo! No estaba echado en la, hierba con Abdelah en los brazos; estaba solo, con la ropa sucia, con las marcas de una bota infame en la cara.

Estuve en el baño hasta bastante después de medianoche, dejando que el agua llevara a cabo su acción purificadora. "Desgraciadamente, no limpia las cicatrices", pensé, o pensó Terry por mí. Aceptar las cicatrices me resultaba aún más difícil que aceptar la cojera. "Acostúmbrese a ellas", me pedía el psicólogo. "Cuando esté en casa, por ejemplo, procure andar desnudo. Ésa es la única manera de que se le vuelvan invisibles". Pero resultaba difícil seguir aquel consejo, sobre todo cuando mi nivel de autoestima estaba por los suelos. A pesar del consejo, mi colección de pijamas había ido aumentando.

Me puse un pijama azul claro y, después de prepararme un café, comencé a traducir el segundo de los textos de Le Spleen de Paris. Al otro lado de la ventana, el parque de Montsouris quedaba a oscuras, sin que la luz de las farolas consiguiera traspasar la fronda de hojas.

"La viejecita arrugada se sintió regocijada viendo al niñito al que todos hacían fiestas ...."

Seguí traduciendo hasta el final, sin hacer una pausa- tratando de no pensar en nada más: a moda de terapia, para decirlo con una expresión moderna. Quizás por ello no vi en la historia, historia triste de una viejecita que intenta acariciar a un bebé sin más resultado que los berridos y el rechazo de éste, ninguna referencia a mi propia persona. Y lo mismo me ocurrió al día siguiente cuando, leyendo mientras desayunaba los anuncios por palabras de un periódico, me encontré con un mensaje en el que una mujer detallaba una lista tan grande de exigencias a su posible partenaire que, en la práctica, el anuncio suponía la demanda de un esclavo o una esclava. "Sin embargo", pensé, "habrá muchas personas que le escriban, porque nada frena a los que se encuentran desesperadamente solos". Ahora me río al recordarlo, pero en aquel momento, a pesar de mis malas experiencias y mis pasos en falso, yo me sentía por encima de aquella gente, capaz de aceptar cualquier cosa a cambio de unas

simples palabras de afecto; capaz, en una palabra, de tener ilusión. Creo que yo me sentía más allá de esa ingenuidad, y que consideraba al dinero como mi mejor aliado: si pagaba por estar con Abdelah, ello significaba que no tenía ninguna duda acerca de la naturaleza de nuestra relación; ninguna duda y ninguna esperanza.

Pero me equivocaba. Aquél no era exactamente mi juego, y menos aún el de Abdelah.

Volví al parque Montsouris y me dirigí directamente hacia el templete donde François impartía las clases de tai-chin. De nuevo reinaba el sol, y nada era como unas horas antes: los cisnes, el agua del estanque, las hojas de los árboles, los muchachitos, todo aquello y todo lo demás parecía ahora más plano, más simple, más tonto.

Como la primera vez, François me pidió que me uniera al grupo. Y, como la primera vez, yo le mostré el bastón. Me sonrió y yo le sonreí. Teníamos que hablar.

"Me apena mucho lo que ocurrió anoche", me dijo François. Estábamos en el bar de los motoristas, con sendas tazas de café en la mesa. "Pero por lo que me contó Jean Marie, usted también tuvo algo de culpa. Se puso nervioso y

organizó un escándalo. Y eso no está bien. Usted sabe que no está bien. Nos ha costado mucho crear esta isla dentro de París y no podemos permitir que alguien la ponga en peligro. Le diré una cosa: todos los chicos que vienen a este parque han pasado por una selección. Los chicos que son conflictivos se quedan fuera. ¡Fuera! ¿Me entiende? ¡Fuera! Y lamento decirle que si usted no se controla también se quedará fuera".

François gesticulaba más que el día anterior, y sus gestos, sobre todo cuando decía ¡Fuera! parecían formar parte de una sesión de tai-chin.

"¿Quién es Jean Marie? ¿Ese monstruo de 120 kilos de peso?", pregunté. Me parecía increíble que una bestia como aquella pudiera tener un nombre tan suave y bonito.

"Le he hecho la misma advertencia que le acabo de hacer a usted", dijo François. después de asentir', adivinando lo que yo estaba pensando en esos momentos. "Si vuelve a mostrarse violento, será expulsado de nuestra isla".

"Todos somos violentos alguna vez",, le dije.

"Yo, no. Yo canalizo mi agresividad valiéndome de los movimientos de mi cuerpo. Y lo mismo hacen los muchachos. La mayoría son discípulos míos".

No le dije nada. Aquellas paparruchas se parecían a las, que, tras el accidente, solían contarme los, amigos que me querían arrastrar a las clases de yoga. Sólo que en François aquella actitud resultaba decepcionante.

"¿Por qué quiere a Abdelah?", dijo de pronto, cambiando de tono. %Es un capricho?".

"Me gustó desde el primer momento", le respondí. "Quizás fue mala suerte, porque de no haberle conocido, la noche de ayer habría sido mucho más gratificante, pero así son las cosas. Entré en la tienda y me enamoré de él".

"No exagere. No diga que se enamoró. Diga que se encaprichó", me corrigió François con una inesperada sensibilidad lingüística.

"¿Cuánto cuesta?", le pregunté volviendo a utilizar la lengua en la que mejor nos entendíamos.

"Abdelah es especial", comenzó él, pensativo. "No le gusta ir al parque. En realidad, no se siente un puto. Diciéndolo de otra manera, le gusta que le traten con delicadeza".

Se quedó callado. Yo saqué un billete de 500 francos de la cartera y se lo puse en la mano. Fue, dentro de mi ceguera, el momento más ciego. El momento cumbre de mi imbecilidad.

"Quizás usted tenga alguna idea, Fraçois", le dije.

" Mire, le voy a decir una manera de acercarse al muchacho que otras veces ha funcionado bien", dijo él. El nivel de nuestro lenguaje cada vez era más puro. Funcionar resultaba una palabra terrible y al mismo tiempo maravillosa. "Como sabe, trabaja en esa tienda. Y esa tienda, como casi todas las del barrio, tiene un servicio a domicilio. Pues ahí tiene usted el camino. Haga una compra y pida al dueño que se la lleve a casa. En su caso, parecerá normal. Su cojera es grande y no puede ir cargado con bolsas".

"¿Es un camino seguro?", le pregunté.

"Trátele con delicadeza. Si no le fuerza, acudirá a sus brazos. Abdelah es muy cariñoso".

Los camareros empezaron a servir sandwiches y platos combinados y la terraza se llenó de motoristas'. Decidí que yo también comería algo antes de volver al apartamento, e invité a François a quedarse.

"No puedo. Debo volver al parque" dijo él levantándose. Luego me dio la mano y me deseó suerte.

Continuará

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_