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Madrid, primavera

Ya no tocan a nublo las campanas de San Pedro el Viejo desde su desnuda y grácil torre mudéjar, construida según dicen en el año de gracia de 1354, ni celebra exorcismos el calabrés Genaro Andreini, objeto de los sarcasmos de nuestro Quevedo, ya no queda nada del boato que se marcaba el señor marqués de Sieteiglesias en su palacio, hoy cerrado y triste, pero "mi" árbol reverdece milagrosamente todas las primaveras. Sus ramas cruzan ya gozosamente la calle del Nuncio y están a punto de acariciar la verja de la Nunciatura. Claro, "mi" árbol se libra de la sierra municipal porque es docto y longevo, y lo demuestra viviendo una existencia sosegada en un jardín privado, tras un alto muro. También está "enchironado" el jardincillo que hay al final de la vecina calle del Almendro, aunque podamos contemplarlo desde el otro lado de los barrotes, como "monas del revés". Y les juro que su prolongada reclusión no ha hecho palidecer en absoluto el saludable color verde de sus arbolillos y enredaderas. En la Costanilla de San Andrés, junto a la plaza de la Paja, habita otro jardín recluso, vedado hoy a los pecadores ojos de los transeúntes por una hermética puerta de metal. Como una monjita de clausura, o como una barraganona de notable moruno, que viene siendo lo mismo pero al revés. No critico a los carceleros: a lo peor se han percatado de que la única forma de mantener un jardín a salvo del excelentísimo y reverendísimo Ayuntamiento y otros depredadores es encerrándolo. De hecho, no critico nada porque nie he levantado hoy, con el corazón henchido de primavera y lo que quiero es compartir este sentimiento con mis lectores, si los hubiere; quiero que en esta ocasión hagamos la vista gorda, que seamos felices juntos, felices como conejos. Fácil no es, paseando por el dilapidado Madrid de los Austrias: ¿qué pinta esa fuente en medio de la plaza de la Paja?, ¿cómo olvidar lo bellísima que era la plaza de los Carros, con sus nobles abetos y su espléndida farola fernandina, antes de la última mejora municipal?Pero cambiemos de itinerario, no vaya a darme un sofoco y traicione mi promesa de compartida dicha primaveral. Hay ahora (naturalmente, el día que pergeño estas líneas) todo un magnífico muestrario de flores silvestres aguardándonos, sin necesidad de salir de Madrid, en ese cachito de naturaleza llamado Dehesa de la Villa. Atrás quedó la blanca eclosión de los almendros y otros árboles, llegó la hora de la modestia recompensada: de las apopléticas amapolas, las virginales margaritas, los fragantes cantuesos, tan morados como la túnica de Jesús el Pobre, los millones de anónimas flores amarillas y el perfumado himeneo de los jarales, en cuyas flores liban pequeños abejorros regordetes como querubines y se flipan, con la cabeza sumergida en los pistilos, ajenos al resto del mundo y sus pompas, escarabajillos verde esmeralda que merecían haber salido en la Rima XII, de Gustavo Adolfo. Belleza inenarrable, al alcance de todas las fortunas, que podrán contemplar desde muchas veredas, aunque la mejor sea, para mi gusto, la que discurre paralela a la pista deportiva por la parte posterior del Cerro de los Locos, entre la antigua casa del guarda del Canalillo y la fuente.

Claro que si ustedes prefieren un paseo más lejano, grandioso y espectacular, diríjanse inmediatamente a nuestro Hayedo de Montejo, allá arribota, en el límite nororiental de nuestra Comunidad y provincia con la de Guadalajara. Al principio es más bien un hayedo-carballeira, o rebollar, o robledal. Sólo cuando llevamos un rato caminando comienza a materializarse el protagonismo de las hayas: el haya-elefante, a la que suelen encaramarse los domingueros para hacerse fotos (¡no vayan en domingo, por Dios!) el haya-roca cuyas raíces de aspecto pétreo se funden con el roquedal. Son árboles tan mágicos que es como si hubiéramos pasado al otro lado del espejo, penetrando en un cuento de Grimm. Escuchamos la canción secular de un Jarama crecido, muy seguro de sí mismo, y un viento solemne en la copa de los árboles pone música de fondo a nuestro exaltado periplo. Y yo no sé cuándo es el Hayedo más atractivo: si en las altas jornadas del estío, en el actual y tierno resucitar de la primavera, en el dorado y ocre incendio del otoño o cuando el invierno ha desnudado ya los grandes árboles y no queda otro adorno que las rojas y temblorosas bolitas de los acebos.

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