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Los caracteres del espectáculo

Fernando Savater

Por lo que se desprende de la lectura de su único libro y de los escasos apuntes biográficos que conocemos sobre él, Jean de La Bruyére -de cuya muerte se cumplen este mes de mayo 300 años- padeció una dolencia poco frecuente entre los maestros literarios de la sátira, en cuya nómina más bien acerba figura sin disputa: debió ser muy buena persona. No se percibe en sus páginas la presunción del sabio contrariado, al que parece ofender personalmente la patente imperfección del género humano, ni el regodeo certeramente resentido de quien se venga del mundo y sus desdenes por medio de la pluma, ni la turbulencia concupiscente de los que castigan en los demás las debilidades que torturan su propia carne o humillan su espíritu. Tampoco sabemos que hiciera ningún esfuerzo por ganarse gracias a la admiración el temor o el respeto que pudiesen inspirar sus sátiras la primacía social. que se le negaba por falta de linaje o de riqueza. Como señala Pierre Sipiriot, "La Bruyére es uno de los raros polemistas que no pretende hacerse más poderoso que los poderosos maldiciéndoles". Un detalle simpático, contado por uno de sus contemporáneos, le retrata: durante años estuvo al servicio de los príncipes de Condé en Chantilly, primero como preceptor, luego como bibliotecario y finalmente como huésped de buen consejo, pero se las arregló para hacerse impopular ante valedores tan influyentes por sus constantes esfuerzos por evitar toda pedantería. Insistía en restar originalidad o énfasis a su obra diciendo que "sólo se trata de pensar y hablar como * es debido (juste)". Le rodeó el escándalo, desde luego, pero sin que él condescendiera a hacerlo rentable ni negociara provechosamente con su mordacidad.Y sin embargo Los caracteres, el libro que aumentó y pulió durante toda su vida, es cualquier cosa menos una obra plácida o complaciente: encierra en una de las prosas francesas más perfectas y variadas del Gran Siglo un contenido vendaval de indignación contra la injusta ridiculez de la sociedad en que vivía. Denuncia tanto más eficaz por apoyarse en atinadísimas descripciones concretas de modos, modas y actitudes. El moralismo de su coetáneo La Rochefoucauld se basa en un presupuesto teológico, de raigambre agustiniana pasada por Jansenius: el de que cada ser humano se prefiere siempre a sí mismo incluso cuando parece sacrificarse por otro y ese pecado original de amor propio corrompe cual quier esfuerzo virtuoso. La historia y la sociedad son consecuencias de tal grieta perversa en nuestra condición, no sus causantes. En cambio La Bruyére, cuyo pesimismo es menos quietista, considera que el devenir de la sociedad ha causado la corrupción de costumbres en la que vive. Nuestra mala índole no proviene de una caída prístina, sino que vamos poco a poco cayendo, aunque cada vez más aceleradamente. Y no todo el mundo cae. del mismo modo, ni siquiera es forzoso que todo el mundo caiga: los artesanos honrados, la gente modesta y caritativa, los que rechazan filosóficamente las ilusiones monstruosas de la sociedad actual resisten en la pendiente.

Mientras La Rochefoucauld va directamente a la íntima motivación de las personas y desdeña entretenerse en lo circunstancial de los gestos que la revelan, La Bruyére es un excelente pintor de las apariencias. Pues ahí está precisamente el pecado en que nos movemos, el primado de la apariencia sobre la sustancia, pues son apariencias la riqueza y la pobreza, la virtud y el vicio, la grandeza y el mérito intelectual. La sociedad entera se nutre de apariencias, las persigue, las aplaude y se pavonea en perpetua representación: todo es espectáculo social, tal como 300 años más tarde proclamará famosamente Guy Debord. Por eso la crítica moral no puede ser meramente abstracta e íntima como la de La Rochefoucauld, sino que debe concretarse en paradigmas reconocibles. La Bruyére retrata con destreza los principales títeres de la farsa, los prototipos que se barajan una y otra vez en el escenario de los salones encarnados por actores que se creen inconfundiblemente originales... Crea auténticos personajes y algunos de ellos, como el distraído Menalco, son verdaderos clásicos del humorismo universal. Por eso hay algo de teatral en el moralismo de este contemporáneo de Moliére, aunque sea un parentesco de estilo y no de fondo: nada menos moralista, incluso más inmoralista a veces, que la óptica aristocratizante y sólo por ello antiburguesa del burlón dramaturgo.

Lo curioso para el lector actual es repasar los caracteres viciosos amonestados por La Bruyére. Uno los habría imaginado, distanciados por un costumbrismo cronológicamente remoto y de pronto comprueba que son demasiado familiares. En el terreno social, La Bruyére denuncia a los individuos alienados por el dinero que sustituye a todos los demás valores respetables y puede comprar la carrera política, la estima pública y la benevolencia de los poderosos, mientras corrompe el matrimonio o el afecto familiar. En ese clima en que sólo cuenta lo pecuniario, el rico y el pobre -representados por Gitón y Fedón- son cómplices de la misma degradación en la relación humana, el uno con su satisfaccÍón ostentosa y el otro con su inseguridad envidiosa, mezquina. Prevalece la ambición de ser más porque se tiene más, dedestacar por la moda indumentaria ("si el mérito de Filemón son sus vestidos, que me manden los trajes y que se queden con él") la hipocresía domesticada de los cortesanos, arribistas. En el campo intelectual, arremete La Bruyére contra el literato moderno, que escribe sobre cualquier cosa a toda prisa y sin competencia real, deteriorando el buen gusto con su artificiosidad efectista, contra el reseñista, que se cree capacitado para juzgar críticamente obras que no entiende, y contra el panfletario satírico, que vive de chismes, de calumnias y de denuncias partidistas supuestamente justicieras. ¿No les suenan a ustedes todos estos prototipos? En tiempos de La Bruyére corrieron diversas "claves" que ponían nombre y apellido a cada personaje caracterizado: pero también hoy mismo podríamos jugar a identificar en nuestro entorno estas caricaturas censoras... de hace tres siglos. La vigencia de la tipología

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Fernando Savater es catedrático de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid.

Los caracteres del espectáculo

Viene de la página anteriory sobre todo de la forma de mirar de La Bruyére ha despertado la admiración y hasta el plagio de excelsos costumbristas posteriores como Flaubert o Proust y neomoralistas como André Gide.

En ciertos aspectos, La Bruyére fue conservador, incluso reaccionario si se quiere. Su discurso de entrada en la Academia fue un provocador encomio de la literatura del pasado, que soliviantó las burlas del partido de "los modernos" como Fontenelle o Thomas Corneille, originando una larga y recurrente polémica. Defendió las creencias religiosas tradicionales y atacó a los esprits forts que preludiaban las irreverencias enciclopedistas futuras, con argumentos doctrinales que hicieron comentar a Voltaire: "Cuando habla de teología, La Bruyére está por debajo incluso de los propios teólogos". Fue monárquico ferviente y escamoteó a su príncipe de toda crítica; convirtiéndole en una advocación melancólicamente impune de una providencia cuyo reino no es de este mundo. Y sin embargo, en muchas ocasiones no sólo se adelantó a los ilustrados, sino que fue más allá que la mayoría de ellos en sinceridad humana socialmente dolorida. Por ejemplo, su repulsión ante los procedimientos brutales de la ley ("dejando aparte la justicia, las leyes y demás necesidades, se me hace siempre cosa nueva contemplar con qué ferocidad unos hombres tratan a otros- hombres"), su apunte del gran señor que al salir de una espléndida comida bien regada firma un decreto que podría arruinar a toda una provincia ("¿cómo va uno a concebir, en la primera hora de la digestión, que haya gente muriéndose de hambre en algún sitio?"), su convicción cosmopolita ("la prevención del país, unida al orgullo de la nación, nos hace olvidar que la razón es cosa de todos los climas y que se piensa como es debido en todas partes donde hay hombres").También escribió estas líneas, que resumen la perspectiva de su mirada implacable y justa: "El pueblo no tiene ingenio y los grandes no tienen alma: aquel tiene buen fondo y no tiene apariencias, éstos no tienen más que apariencias y simple superficie. ¿Hay que optar? Pues no vacilo: quiero ser pueblo". Es el primer trueno, grave y sobrio, de la tormenta revolucionaria que tardará un siglo en estallar.

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