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Tribuna:PROBLEMAS DE SALUD PÚBLICA
Tribuna
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La crisis de las 'vacas locas': administrar una duda

En 1986, en el Reino Unido, se describió una afección del ganado bovino que se bautizó como "encefalitis espongiforme bovina" de la que, hasta 1988, no se contempló la eventualidad de que fuese transmisible al hombre.La lucha contra las enfermedades animales infecciosas ha presentado siempre un factor que ha dificultado el desarrollo de planes eficaces: la repercusión económica de las medidas -sacrificios masivos, decomisos, etcétera-. Y para superar este problema sólo se conoce una solución: la solidaridad para soportar las cargas.

Si las ventajas derivadas de la adopción de las medidas -la erradicación de la epizootía- se van a diluir en todo un sector, e incluso en toda la sociedad, es necesario que también en ésta se diluyan los perjuicios. En definitiva, es necesario aprobar líneas de subvención que satisfagan a los ganaderos afectados por las medidas a que se les obliga. Si no se hace así, se está aceptando indirectamente convivir dilatadamente con el problema y, aun haciéndolo así habrá que eliminar las prácticas de quienes se sientan tentados a beneficiarse de las ayudas y evitar los perjuicios de las medidas.

Pero la solidaridad tiene siempre una traducción económica. Ahí es donde está la diferencia según que el problema se enfoque exclusivamente desde la óptica de la sanidad animal o se haga también desde el de la salud pública. En el primer supuesto, cabe el análisis económico de las medidas y la evaluación coste-beneficio. En el segundo caso, no. Es difícil señalar el momento a partir del cual las autoridades británicas trabajaron con la duda de que el proceso en cuestión, fuera transmisible al hombre. Aun cuando éste presentaba características de especial dificultad, son muchos, los que consideran exigible que cualquier nuevo problema de sanidad animal sea contemplado, desde el principio como un potencial problema de salud pública, especialmente si ya ha mostrado su capacidad para saltar de una especie a otra. No está escrito que la relación de zoonosis sea un númerus clausus cerrado por el diatado periodo histórico en que el hombre viene explotando a los animales domésticos.

Ese enfoque es el que ha prevalecido en las medidas, progresivamente más restrictivas, adoptadas por la UE desde 1988.

Finalmente, lo que desde un principio probablemente debería haber sido una hipótesis sistemática de trabajo -la transmisibilidad al hombre- se convirtió en una hipótesis argumentada cuando el 20 de marzo el secretario de Estado de Salud del Reino Unido expuso ante el Parlamento la existencia de 10 casos de la enfermedad de Creutzfeldt-Jaob, con características especias, que abrían esa posibilidad.

Lo que ocurrió a partir de ese momento es conocido por cualquier persona que haya seguido la actualidad y, sería absurdo no hacer un análisis de toda la crisis para sacar conclusiones aprovechables en el futuro. Analizar lo ocurrido nos lleva a destacar los siguientes puntos:

1. Los consumidores europeos no admiten ningún tipo de especulación con los riesgos para su salud derivados del consumo de cualquier tipo de producto alimenticio. No se está dispuesto a admitir otra situación que la del riesgo cero -aunque ésta sólo pueda ser teórica-

2. La comisión Europea fue por detrás de los Estados miembros a la hora de tomar decisiones -cuando se reunió su órgano e decisión prácticamente todos los Estados miembros, incluida España, ya habían adoptado medidas unilaterales-

3. La escasa operatividad de los comités de expertos que no aliviaron a los responsables políticos y administrativos la complejidad de la decisión sobre hechos inciertos.

Pero sobre todo ello, la reflexión más fructífera es la de analizar el comportamiento de una Administración -especialmente la sanitaria- cuando tiene que enftarse a una duda: el potencial riesgo para la salud humana de un producto de consumo o una actividad. Es paradigmático el caso que nos ha ocupado, pero sería ilusorio pensar que supuestos similares no se van a repetir en el futuro.

Las actividades humanas -la de alimentarse, pero también otras- sufren una paulatina complejidad que las pone en contacto con factores nuevos. La comunidad científica no es capaz de considerar con carácter previo todos y cada uno de los riesgos potenciales y la evolución del estado de Ia ciencia cambia continuamente la luz con la que hay que examinar los problemas. Así las cosas, lo previsible es que, con creciente frecuencia, los poderes públicos tendrán que enfrentarse con el dilema de tomar en consideración dudas razonables sobre la inocuidad de prácticas y hábitos que tradicionalmente han sido considerados seguros.

Ante esta situación, son posibles tres actitudes:

1. Ignorar la duda -sin compartirla con la opinión pública- y esperar a tener seguridades antes de adoptar medidas. En este caso, las autoridades correspondientes pechan con la responsabilidad futura y el ciudadano, sin saberlo, con los riesgos presentes. Es, en cierta medida, lo ocurrido en la antigua URSS, tras el accidente de Chernóbil. A todas luces, es una actitud inadmisible.

2. Transmitir con objetividad la información -y las dudas- y dejar que el ciudadano decida. En este caso, son éstos los que asumen la responsabilidad y el riesgo. El modelo de este enfoque sería el del tabaco, en el que las autoridades sanitarias advierten y el individuo decide.

Esta actitud sólo es ásumible para problemas muy concretos, perfectamente evaluables, tanto cuantitativa como cualitativamente y, aun así, no siempre garantizaría una igual protección de todos los ciudadanos, pues el riesgo, seguramente, sería diferentemente aprehendido por los individuos en función de su nivel de información e incluso de su carácter personal.

3. Finalmente, cabe la posibilidad de que las autoridades, incluso cuando todavía existan dudas, adopten decisiones restrictivas. En este caso, son ellas las que corren tanto con la responsabilidad de conseguir las máximas garantías para el ciudadano como con el riesgo de, al hacerlo, coartar libertades individuales y actividades económicas.

En el verano de 1991, el Gobierno de España aprobó un real decreto que prohibía la utilización de huevo crudo en la elaboración de salsas en los establecimiento de restauración colectiva. Se pueden evocar, todaviá, muchos de los comentarios, de ingeniosa ironía algunos de ellos, que aquella medida suscitó. No se puede imputárselo en exclusividad, pero desde entonces el número de intoxicaciónes alimentarias originadas en establecimientos de restauración ha descendido significativamente en España.

Es fácil coincidir en que esta última actitud es la más recomendable. Pero debe aceptarse que precisa algunos, otros requisitos diferentes a la simple decisión de un responsable público. Precisa, también, un cuerpo social coherente y comprensivo.

Se necesita que la Administración efectúe un buen análisis de la situación, que sopese los argumentos y que, al hacerlo, conceda prioridad a la seguridad de los ciudadanos. Pero, además, se precisa una sociedad capaz de solidafizarse -también económicamente- con aquellos que, sin culpa, van a sufrir sus consecuencias y, aun más, que, llegado el caso, sea capaz de juzgar con las coordenadas del momento en que se tomó la decisión, la situación que pudiera producirse cuando, a la luz de conocimientos, definitivos, pudiera llegar a concluirse que alguna de las medidas adoptadas no habrían sido necesarias o resultaron excesivas.

Lo que no sea esto, supondrá convertir la administración de este tipo de problemas sanitarios en una especie de juego de -las siete y media, en el que tan. grave puede resultar quedarse corto como pasarse.. Y á nadie puede exigírsele que siempre consiga siete y media.

Juan José Francisco Polledo es director general de Salud Pública.

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