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Botella al mar

Mario Vargas Llosa

No tengo la menor idea de quién es el señor Bertrand Labes, de Neuilly-sur-Seine, pero el comienzo de su carta, que he leído hasta el final, no tiene pierde. Lo traduzco, a sabiendas de que estropeo su bella retórica burocrático-funeral: "Autor más bien especializado en las guías, me intereso también por los escritos mortuorios y, de manera muy especial, por los epitafios repertoriados en los cementerios franceses". Monsieur Labes me pide que le responda estas cuatro preguntas escalofriantes: " 1) ¿Qué epitafio le gustaría que se grabase en el monumento funerario que lo abrigue? 2) ¿Qué epitafio lo indignaría más? 3) ¿Qué epitafio inscribiría sobre la tumba de la persona que más quiere? 4) ¿Qué epitafio dedicaría a su peor enemigo?". Por supuesto, nunca sabré cómo se las arregló el tanático coleccionista de Neuilly para averiguar mi dirección e infligirme su inquietante misiva.Cuando apareció mi primer libro, en 1959, recibí tres cartas. Dos eran de elegantes concursantes al Premio Leopoldo Alas que me felicitaban por haberlo ganado, y la tercera, de uno inelegante que se vengaba haciéndome una lista de todas las faltas gramaticales de mis cuentos (me reprochaba entre otras cosas haber escrito la manija de la puerta en lugar de la falleva). Las tres me hicieron una enorme ilusión y las archivé, las contesté y saqué copia de mis respuestas. Aunque nunca tuve predilección por el género epistolar, que siempre me pareció amorfo e híbrido, como me gustaba recibir cartas, durante algunos años fui un corresponsal disciplinado, que no dejaba epístola sin responder, aunque mis respuestas fueran casi siempre escuetas y funcionales. No recuerdo haber escrito nunca una carta literaria, como las bellísimas que solían escribir, por ejemplo, Cortázar, Lezama Lima o Carlos Barral. Cuando recibía cartas así, me conmovía mucho, pero también me sentía abrumado porque, para estar a la altura, yo hubiera tenido que dedicar a mis respuestas tanto tiempo y energía como los que me tomaban un ensayo o un cuento. Sin embargo, en los bonitos y exaltantes sesenta estoy seguro de haber producido -el verbo lo dice todo- casi tanta papelería corno la que descargaba el cartero cada mañana en mi departamento de la Rue de Tournon, en París, o, luego, en el de Crickelwood, en Londres. Eran años de intensas conspiraciones políticas y formidables chismografías literarias, y no me extrañaría que las cartas que intercambié en esa década sólo con Juan Goytisolo, Mario Benedetti, Carlos Fuentes y Roberto Fernández Retamar llenaran un baúl.

Pero en un momento dado, que debe de haber sido a principios de los setenta, cuando vivía en Barcelona, comencé a sentirme desbordado por mis corresponsales y a discriminar con cierta impiedad las cartas que respondía, a fin de no ser absorbido por un remolino espistolar que pusiera en peligro mi trabajo. Alguna vez, para amortiguar los remordimientos que todavía me asaltan por las infinitas es quelas, los petitorios, los libros, los manuscritos, las felicitaciones o consultas o insultos o ama bilidades que dejo sin respuesta, tuve la tentación de imitar a Al fonso Reyes, quien tenía impresa una tarjeta que su secretaria hacía llegar a sus corresponsales, acusándoles recibo y asegurándoles que, apenas tuviera tiempo, el maestro leería sin falta y con el mayor interés su ama le envío (yo recibí una de estas circulares por la fervorosa sepa rata de mi primer cuento publicado, que le dediqué). Pero no lo hice porque me pareció que el remedio era todavía peor que la enfermedad.

Sin embargo, el ser un corresponsal cero a la izquierda no me ha servido para aminorar la avalancha de cartas y paquetes de medio mundo -la invención del fax ha agravado las cosas, por supuesto-, que ha, seguido aumentando con regularidad demoníaca hasta convertirse en un riesgo para mi equilibrio nervioso y crearme serios problemas de espacio vital. Los papeles ocupan mucho más sitio del que parece y deshacerse de ellos es una trabajosa inversión, pues si no están bien arropados en bolsas de plástico el camión de la basura no se los lleva. Por otra parte, deshacerme de ellos potencia hasta extremos paranoicos mis sentimientos de culpa por no responderlos. El problema no tiene solución, porque, aun si optara por no leer las cartas que llegan, el saber que están ahí, al alcance de mi mano, sin abrir, esperando el filo del deglosador, me catapultaría en una curiosidad devoradora y fatal.

Y, sin embargo, no descarto llegar un día a ese extremo. Lo puedo justificar estadísticamente. Estuve diez días ausente de Londres y a mi vuelta, con la carta del funerario señor Bertrand Labes, me esperaban 237 más, algunas de varias páginas, y, entre ellas, dos manuscritos y una novela en pruebas. Sólo leer debidamente esas resmas escriturarias e impresas, a alguien que no haya seguido un curso de lectura veloz (es mi caso), le exigiría un mínimo de tres días, dedicando a la tarea jornadas de unas ocho horas diarias (es decir, el tiempo que toma despachar La montaña mágica o La Regenta). ¿Y contestarlas, aunque fuera con unas pocas líneas, cuántos días más? ¿Cuatro, cinco, una semana? Pero, aun cuando, haciendo de tripas corazón, dedicara todo ese tiempo a quedar bien con aquellos corresponsales, no habría resuelto nada, porque al cabo de los siete días sacrificados a la obligación epistolar habría otro centenar o centenar y medio de misivas esperando ser leídas y contestadas. De modo que, en los umbrales de la sesentena, he llegado a raspar la situación grotesca, manicomial, que se concretará el día menos pensado, de no estar en condiciones, ya no digo de responder, sino ni siquiera de leer todas las cartas que recibo, aun cuando dedicara a ese quehacer todo el tiempo de mi vida en que no estoy en la ducha, la mesa o la cama.

Que entre esa invasión fluvial de sobres, cartones y plásticos haya a veces tesoros impagables es una verdad como una casa. Siempre recuerdo al joven poeta que, en 1972, me escribió desde Palma de Mallorca tres misivas. En la primera me pedía dinero para comer. En la segunda me amenazaba con "pasar a cosas mayores" si no accedía a sus demandas. La tercera, comenzaba dramáticamente: "Hoy, por su culpa, he robado...". Abunda la gente en el mundo que cree que el patrimonio de una persona está en relación directamente proporcional con las veces que su nombre y Pasa a la página siguiente

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