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En defensa de los políticos

Cualquiera que en 1995 se disponga a defender a los políticos en Europa (o en Estados Unidos, da lo mismo), o bien tiene algún interés particular o es un temerario. Yo no tengo ningún interés personal. Mi propia carrera política ha quedado muy atrás, y un miembro de la civilizada y suave Cámara de los Lores difícilmente puede ser calificado de político. ¿Soy, pues, un temerario? Porque me parece que los políticos están recibiendo estos días una indebida mala prensa y merecen unas palabras en su defensa.Ésta, por supuesto, debe empezar por una o dos admisiones de culpabilidad. Muchos partidos políticos y sus principales exponentes llevan ya mucho tiempo en el poder, demasiado bajo cualquier criterio. Resulta despiadado decir esto del presidente Mitterrand al término de sus 14 años de mandato -y posiblemente de su vida-, pero, no obstante, es cierto. Los socialistas españoles con Felipe González, los conservadores británicos con Margaret Thatcher y John Major, los demócrata-cristianos alemanes, así como los liberales, con Helmut Kohl y Hans-Dietrich Genscher y Klaus Kinkel: no hay escasez de ejemplos. El poder, como señaló lord Acton, corrompe, y, nuevamente, los ejemplos son numerosos. ¿Pero de quién es la culpa de que los dirigentes europeos hayan permanecido tanto tiempo en el poder? ¿Por qué no los retiró el electorado y los reemplazó tal como es posible hacer en todos los países democráticos?

Porque -o así responderían algunos- las alternativas. no eran más atractivas, y desde luego no mucho mejores. ¿Chirac? ¿Aznar? ¿Scharping? ¿Blair? Algunos de ellos, indudablemente, pueden llegar al poder antes de que transcurra mucho tiempo -uno, casi con toda seguridad, dentro de pocas semanas-, pero ¿solucionan el problema? ¿No está desacreditada toda la clase política?

Quiza sí, pero aquí es donde comienza mi defensa. El primer argumentó es uno que no gustará a los políticos: ¿Importa algo que la clase política no sea popular? Un poco de lo que los alemanes denominan Politikverdrossenheit puede ser, en realidad, algo bueno. Recuerda a la gente que no debe esperar demasiado de los que están en el Gobierno. Los ministros no reparten libertad ni prosperidad, ni siquiera los presidentes, por mucho que deseen apropiarse del mérito; las crean y las proponen los ciudadanos y en la sociedad civil. Por tanto, no exageremos la importancia de los políticos y mantengámoslos en su lugar.

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Aun así, está claro que ese lugar no carece de importancia. Los políticos son los guardianes de las normas de la vida pública (aunque precisan la ayuda de abogados, incluso de jueces de, instrucción en ocasiones), y también son los que marcan el tono de una comunidad. El individualismo rampante de los ochenta tuvo mucho que ver con el estilo de Ronald Reagan y Margaret Thatcher. De forma similar, la sordidez y la corrupción de los noventa comenzó por arriba, en las cortes de los presidentes y primeros ministros elegidos democráticamente. Si ya no se observan las normas, o se utiliza el tono equivocado, la sociedad entera sufre.

Esto plantea de inmediato una pregunta: ¿cualquiera puede hacerlo mejor que los políticos? Ya se han mencionado los jueces, los fiscales. Pero cuando se meten en política, traicionan su neutralidad fundamental y se convierten en algo parecido a unos árbitros que metan la pierna para desviar la pelota hacia una u otra portería. Algunos países -y muchos votantes- han buscado en su desesperación a antipolíticos para que les saquen de apuros. Ross Perot fue el primer ejemplo (y el general Colin Powell puede convertirse en otro). Silvio Berlusconi entra en esta categoría, así como los dirigentes de lo que fue la Liga Norte antes de llegar él. Francia produjo toda una manada de antipolíticos, encabezados por Bernard Tapie y Jimmy Goldsmith. En Europa oriental hay unos cuantos antipolíticos en el poder, nada menos que los presidentes de Polonia y la República Checa.

Si examinamos su historial, hacemos un extraño descubrimiento. Algunos de los antipolíticos se han convertido en políticos y son objeto de las mismas dudas que la vieja clase política. Tanto Lech Walesa como Václav Havel están corriendo este riesgo a su modo. Los Verdes alemanes, en tiempos un partido antipolítico, sólo conservan sus camisas desabotonadas para demostrar su distanciamiento del establishment; en los demás aspectos se han convertido simplemente en políticos, no malos políticos, sólo políticos.

Sin embargo, otros antipolíticos se niegan a hacer las paces con las instituciones que buscan dominar. Ellos resultan ser incompetentes la mayoría de las veces. Después de todo, existe algo llamado profesionalidad política. Un buen político sabe lo que se puede hacer y lo que no. Puede intentar lo imposible y perder, pero si eso ocurre ha calculado el coste -y el beneficio- de la derrota. Hay que sospechar que Newt Gingrich, el presidente de la Cámara de Representantes, pertenece a esta categoría. Sin embargo, un antipolítico que cree que sabe lo que está bien, intenta hacerlo pasar por todos los obstáculos institucionales, ataca a las instituciones si no lo consigue, y luego se vuelve al pueblo a pedirle ayuda es, simplemente, incompetente técnicamente. Tiene que aprender a hacer las cosas, a ser un buen político.

Esto es decir cosas muy complejas en un lenguaje muy sencillo. Ciertamente no intenta sugerir que no se necesita ningún cambio. Probablemente sea cierto que a una vieja clase política se le ha terminado la cuerda, tanto en Europa como en Estados Unidos. Es verdaderamente cierto que una nueva clase política no ha surgido todavía de..., bien, ¿de dónde? ¿De la ENA?. ¿De Oxford y Cambridge? ¿O de las empresas? ¿De las profesiones? ¿O va a ser tan profesional que surgirá de dentro de los partidos políticos, como ocurrió con Helmut Kohl, que empezó con la unión demócrata-cristiana de escolares, luego dirigió el grupo e estudiantes del partido en Heidelberg y escribió su tesis doctoral sobre la fundación de los democráta-cristianos en su tierra natal, Renania-Palatinado, siguió en el Parlamento de su Estado, en el Gobierno y, finalmente, en la política federal?

Está claro que la respuesta a la falta de popularidad de los políticos no es que no necesitemos políticos, ni siquiera antipolíticos. Necesitamos mejores políticos. No es probable que sean tan superprofesionalizados como el canciller alemán. Por el contrario, su propia carrera puede ser una característica que desencante a los ciudadanos del mundo de la política. En conjunto, es más probable que los buenos políticos sean personas que tengan un historial demostrable en otro campo y luego hayan aprendido los trucos del negocio político. No son aficionados, pero tampoco están completamente casados con la profesión política. Si les echan del poder, saben qué hacer. Puede resultar necesario que todos nosotros hagamos un esfuerzo para atraer a esos semiprofesionales, pero a ellos también les disuade el clima actual de hostilidad hacia los políticos. ¿Podría ser que el esfuerzo comenzara por parte de los medios de comunicación, que tanto han contribuido al sentimiento antipolítico?

Queda un problema. Mientras atravesamos el valle de la antipolítica, algunos pueden verse tentados a abrazar los programas antidemocráticos que están en oferta. "La política" puede llegar a ser identificada, de nuevo, con "política democrática", y la respuesta a las dudas de la gente con "autoridad" y, pronto, con autoritarismo. Hay que esperar y desear que los que son tan críticos con la vieja -y democrática- clase política no abandonen su escepticismo, y su oposición, cuando surjan los demagogos e intenten llevamos a todos a un nuevo abismo de intolerancia.

Ralf Dahrendorf es decano del St. Antony's College de Oxford.

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