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Tribuna
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Pérdida

Aunque lo suyo sería dedicarle la columna a Mario Conde -puedo entender que le dejen en libertad bajo fianza, pero yo le enchironaría de nuevo por haber conseguido en un plis-plás el aval por 2.000 kilos: menudo peligro tiene el hombre-, me parece infinitamente más interesante recordar al escritor y naturalista Gerald Durrell, cuya pérdida lamentamos los millones de seres racionales e irracionales qué tuvimos la suerte de caer en su zoo, como huéspedes o como lectores. El mundo, animal ha perdido a un amigo sensible, y el mundo de la gente que, en general, camina sobre dos patas, a un inteligente crítico. La verdad es que, con la desaparición de gente como él, cuajados en una era en que el humanismo todavía parecía importante, unos y otros nos estamos quedando al relente.Su libro Mi familia y otros animales, así como muchos otros que siguieron, fueran un auténtico re galo, y todos constituyen lo más parecido a una herencia, el recuento de un universo poblado de bichos que la mirada de Durrell convirtió en nuestros parientes próximos, al tiempo que describía a la humanidad circundante como la fauna que en realidad somos. Leyéndole, muchas veces me dije qué buen periodista hubiera sido. Por ejemplo, su obituario de Rose Kennedy habría resultado infinitamente más interesante que todas las notas oficialistas y empalagosas que se han publicado tras la muerte de la centenaria hiena (con perdón de estos reidores mamíferos), o su seguimiento de la campaña electoral de cualquiera de nuestros partidos habría proporcionado motivos de regocijo al su frido personal lector. Sin embargo, para su fortuna, Gerald Durrell tuvo el privilegio de trabajar entre animales. Que Moby Dick le acoja en su gloria.

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