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Conservación de la naturaleza: ¿que inventen ellos?

Hace unos días, festejando los 25 años de la declaración del Parque Nacional de Doñana, el ministro de Agricultura anunció en una interesante conferencia su propósito de abrir un amplio debate que pudiera conducir a una estrategia nacional sobre la conservación de la naturaleza. Parecía una inteligente y generosa invitación a participar; de ahí mi sorpresa cuando al día siguiente, tras la inauguración del Centro Valverde en las Marismas de Aznalcázar, me despedí de un influyente funcionario del Instituto para la Conservación de la Naturaleza (Icona) ofreciendo mi colaboración -en lo que quiso ser un guiño amable- y recibí la siguiente respuesta: "No sé por qué tienes tú, un científico, que debatir sobre conservación, si yo no debato la política científica del país".Ciertamente, la frase lleva aparejado todo lo bueno y todo lo malo de las declaraciones escapadas del corazón. Tras la invitación del ministro podría parecer políticamente, inoportuna, pero vista con otra óptica cabría asimismo considerarla, en su rotundidad, como una oferta, casi una imposición, de un tema de debate: ¿qué papel cabe a la investigación científica en la política española de conservación de la naturaleza?

Por el momento, y en mi opinión, muy escaso. Puede dar idea de ello que tras el abierto reconocimiento del papel de la investigación en la Ley de Doñana, de finales de 1978, se pasara a reconsiderar esta postura 10 años después, en la más general Ley 4 / 89 de Conservación de los Espacios Naturales, la Flora y la Fauna. En dicho texto legal la investigación no aparece sino como una más de las muchas actividades que, por llevarse a cabo en la naturaleza, pueden afectar a especies sensibles, por lo que requiere una autorización especial.Parecería razonable que se dedicara poco esfuerzo de investigación y poca atención a sus presumiblemente escasos resultados en aquellos temas donde quedara poco por aprender, o donde hombres y mujeres disfrutáramos ya de una situación difícilmente mejorable. Por el contrario, cabe presumir que el esfuerzo científico se acreciente y sus resultados se esperen con ansiedad en aquellos asuntos verdaderamente graves para los que no se disponga de soluciones contrastadas (con más razón aún si dichos asuntos se antojan urgentes). Me temo que la conservación de la naturaleza reúne sobradamente estos requisitos.

Existe un acuerdo general entre los especialistas a propósito de la catastrófica, pérdida de diversidad biológica a escala global, así como de nuestra ignorancia sobre la manera de afrontar el problema y los efectos que tendrá sobre la vida en la Tierra, incluyendo la de la especie humana. El Convenio sobre la Diversidad Biológica hecho en Río de Janeiro en junio de 1992, y ratificado por España en noviembre de 1993, afirma, ya en el preámbulo, que las partes contratantes están "preocupadas por la considerable reducción de la diversidad biológica" y "son conscientes de la general falta de información y conocimientos sobre la diversidad biológica". El mismo convenio, más adelante, ordena a las partes identificar los componentes de la diversidad biológica, llevar a cabo un seguimiento de los más sensibles, identificar los procesos y actividades que tengan efectos perjudiciales en la conservación, etcétera. ¿Se puede pretender, a la vista de esta situación, que la investigación científica no tenga un lugar relevante en cualquier estrategia nacional de conservación?

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A nadie se le ocurre cuestionar que en un programa serio para erradicar una enfermedad infecciosa (el sida, por ejemplo) hagan falta médicos generales capaces de detectar los primeros síntomas, asistentes sociales que puedan atender a los enfermos y sus familias, publicistas dotados para alertar a los potenciales enfermos de los riesgos de contagio, médicos especialistas para la atención hospitalaria... y científicos que, encerrados en sus laboratorios, investiguen sobre la multiplicación y transmisión del virus, tratando de encontrar un remedio. La sociedad, y con ella los responsables de la política sanitaria, son conscientes de que todos los escalones son necesarios, de que no sobra nadie, y con todos cuentan a la hora de diseñar un frente para luchar contra el problema. Con la conservación de la naturaleza, por desgracia, no ocurre lo mismo.

Se diría que en España tendemos a pensar o bien que la destrucción de la naturaleza es culpa de otros, nunca nuestra, y que otros deben arreglarlo (y entre esos otros la mayor responsabilidad se achaca a los poderes públicos), o bien (por parte de estos últimos) que se trata de un mal inevitable, puesto que si existieran soluciones alguien se habría ocupado de aportarlas. Sabemos que España es, con diferencia, el país más denunciado por incumplimiento de las directivas europeas sobre conservación. Ante ello suelen detectarse dos posturas: la de los críticos ("¡esto es una vergüenza; nuestros políticos no tienen sensibilidad y son el hazmerreír de Europa!") y la de los oficialistas ("¡qué remedio queda; somos el país que alberga más riquezas naturales, luego, es lógico que éstas sufran aquí más agresiones!"). ¿A nadie se le ha ocurrido que intentemos aprender a incrementar nuestro nivel de vida, a mejorar nuestros servicios públicos y a desarrollar nuevas infraestructuras, conservando, al tiempo, nuestra diversidad biológica?

Hemos importado de otras tierras las tecnologías para que nuestros coches utilicen gasolina sin plomo, o nuestras industrias viertan menos productos nocivos al aire o al agua. Lo inventaron en otros países gracias a programas de investigación que surgieron allí cuando se detectaron los problemas, a menudo lustros, antes de que los tuviéramos entre nosotros. Conservar las águilas imperiales al tiempo que hacemos carreteras o embalses, por poner un ejemplo, -es sin embargo -un problema español, y la solución no estriba en pedir, simplemente, que no se hagan las obras, como no lo hubiera sido en Alemania, en su momento, prohibir los vehículos a motor porque liberaban plomo en la atmósfera. Con la flora y fauna silvestres no sirve esperar a que inventen otros, pues el problema no lo tienen ellos, está aquí.

España aspira a la sede del Convenio sobre la Diversidad Biológica. Tiene argumentos sólidos para defender esta candidatura, que pueden resumirse en conjugar una biodiversidad alta con un nivel de desarrollo también elevado. España debería completar estos méritos con un sólido programa de investigación, como el que ya tienen otros países, directamente derivado del Convenio citado. Ese programa estaría orientado a conocer la diversidad biológica (la nuestra y la de otras zonas, en particular de Iberoamérica) y aprender a preservarla. Debemos identificar con precisión que queremos y debemos conservar, cuáles son los factores que dificultan esa tarea y, lo que es más importante, qué consecuencias poco evidentes (cuando no abiertamente contrarías a la institución) pueden derivarse de nuestras actuaciones (por ejemplo, ¿puede la protección integral de un espacio natural o una especie silvestre ser más negativa que positiva para su conservación y la de otros espacios o especies involucrados?). Como ocurrió con los catalizadores necesarios para usar gasolina sin plomo, pero al revés (siendo en este caso exportadores y no importadores de resultados de la investigación), lo que aprendiéramos aquí serviría sin duda para otros países (a corto plazo, pienso, por ejemplo, en los de Europa oriental) que también tienen especies sensibles y también desearán, en su momento, construir trenes de alta velocidad o desarrollar el turismo rural.

Que un programa sobre la diversidad biológica no figure todavía entre los que integran el Plan Nacional de Investigación Científica y Técnica no dice mucho de la agilidad y capacidad de actuación de los responsables de la política de investigación, pero más inquietante aún es que no haya sido reclamado con urgencia, y hace años, por los que tienen a su cargo la compleja responsabilidad de conservar la naturaleza (el MOPTMA y el MAPA, por concretar). Son éstos los que deberían necesitarlo y contribuir a su financiación, como instrumento para posibilitar la difícil supervivencia despues de nuestra biodiversidad amenazada.

Y lo peor es que no sólo no parecen echarlo de menos, sino que algunos de estos responsables, como el ilustre funcionario que mencionábamos al principio, se vanaglorian de pensar y decir, en línea con la más rancia tradición carpetovetónica, que los científicos apenas pintan nada en esta lucha de todos.

Miguel Delibes de Castro es miembro de la Estación Biológica de Doñana (CSIC).

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