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El problema de España

No sorprende que hablar de eso que, con imprecisión y solemnidad abusivas, suele llamarse "el problema de España" provoque a menudo escepticismo y desconfianza. Porque, por más que haya generado entre nosotros un tipo de ensayismo de excepcional calidad intelectual y literaria, la reflexión sobre "el problema de España" ha consistido las más de las veces en una especie de amena pero vagorosa especulación metafísica y agónica sobre el ser histórico de España; no ha querido entender, por ello, que España es sencillamente un país con problemas -económicos, sociales, políticos, regionales, administrativos-, que se modifican y evolucionan a medida que cambian las circunstancias históricas y la propia sociedad española.Con todo, la expresión "el problema de España" nos resulta tan rotunda y característica, nos llega cargada de tanta enjundia intelectual e histórica, que resulta difícil resistirse a ella. Es, además, expresión casi perfecta para momentos de crisis y desencanto, idónea, por tanto, y tal vez necesaria, para momentos como los que España vive últimamente.

Ocurre, por descontado, que no existe ni puede existir idea unánime sobre lo que en cada momento pueda ser "el problema de España". Hasta 1975, por ejemplo, mi generación pensaba que el problema de España era, con alguna matización, primaria y fundamentalmente un problema de régimen político. Posiblemente, hoy ya no pensemos así: por lo que a mí hace al menos, entiendo que el problema de España es en el fondo un problema de educación colectiva, de mentalidad y hábitos sociales; en todo caso y si se quiere, de cultura política. Se trataría, por tanto, y si la comparación no resulta excesivamente petulante, de conclusión parecida a la que en su día llegaron Giner de los Ríos y quienes serían sus colaboradores en la Institución Libre de Enseñanza.

El hecho es que definen hoy a la sociedad española formas de percibir la realidad pública, el orden civil y el comportamiento individual y colectivo que resultan de suyo negativas, y que, por serlo, ensombrecen la vida común y hasta deforman nuestra conciencia ciudadana. Primero, un sistema generalizado y extenso de relaciones personales y contraprestación de favores -recomendaciones, clientelismos, amiguismos- constituye el cauce espontáneo y natural de funcionamiento de nuestra sociedad. Segundo, España es un país cuya conciencia democrática está impregnada de fuertes sentimientos populistas y asamblearios, donde la aspiración de la mayoría parece consistir en el plebiscito permanente y donde el pueblo se revela únicamente como sujeto de derechos. Tercero, los españoles carecemos, por lo general, del sentimiento de la responsabilidad individual ante las cosas y desplazamos por definición toda carga en el funcionamiento de la vida colectiva (del parvulario a las pensiones, de la delincuencia a los hospitales, de los transportes a los museos, del tráfico en las ciudades a la universidad) hacia las autoridades y hacia el Estado.

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Los efectos que de ello se siguen, como puede inferirse, son por demás perturbadores. El clientelismo y la dependencia de la sociedad respecto del Estado favorecen la corrupción política y el abuso del poder. El populismo alimenta la mediocridad colectiva. La vocación plebiscitaria estimula el desprestigio de las instituciones representativas (Parlamento, ayuntamientos, partidos) -y también, el cesarismo de los gobemantes- y ahonda el divorcio entre los políticos y la opinión.

Podrá pensarse que todo eso no es sino un seudoproblema, que "el problema de España" así definido es, sencillamente, que a una minoría de españoles no les gusta la estética, los hábitos de comportamiento, la mentalidad colectiva de la sociedad en que vive. En Giner, por ejemplo, fue determinante la decepción que le produjo el fracaso de las expectativas democráticas suscitadas por la revolución de 1868 (como en la actualidad lo está siendo, en muchos de nosotros, la desilusión generada por los últimos tres o cuatro años de Gobierno socialista). Pero lo cierto es que los problemas mencionados vienen basculando sobre la vida nacional desde principios del siglo XIX, desde la formación del Estado y la sociedad modernos. Se trata, pues, de cuestiones que tienen raíces históricas y sociales profundas y complejas, para cuya solución, que es lo que nos preocupa, no bastan ni los cambios de régimen político -como el que tuvo lugar en 1975- ni mucho menos, los cambios de Gobierno. Giner creyó, por eso, que la reforma de la sociedad española sólo se produciría a través de una renovación de la educación; concluyó, así, que lo que España necesitaba era formar minorías.

Pues bien, eso es hoy paradójicamente mucho más dificil que en vida de Giner. Las universidades, por ejemplo, están convertidas en prolongaciones de los institutos de segunda enseñanza, como consecuencia del reconocimiento del legítimo derecho de libre acceso a la educación superior. Los medios de comunicación -que podrían cumplir hoy el papel que en su día Giner atribuyó a las minorías- parecen, salvo excepciones, atentos únicamente a explotar la sensación del momento. Dan, claro es, abundantísima información (más que en muchos otros países): pero la recogen de forma superficial y a poder ser escandalosa, y, lo que es peor, ineficaz, por desjerarquizada y no selectiva.

Y, sin embargo, es de ahí -centros de educación, medios de comunicación- de donde debe venir la reacción. España padece, lo decía antes, carencias gravísimas que debilitan considerablemente el pulso de su vida social: basta comprobar, por ejemplo, la vigencia inundatoria que ha adquirido últimamente la cultura de masas, o la fulminante desaparición de valores esenciales (la cortesía, la decencia, la elegancia, la amabilidad, la nobleza), o el desprestigio social de saberes verdaderamente sustantivos (la filosofia, la historia, el arte). Son cuestiones, conviene además advertir, sólo en apariencia ajenas a la política. Stuart Mill ya dijo en 1856 que la mediocridad colectiva era, en las sociedades democráticas, la mayor amenaza a la libertad. Pues eso justamente -mediocridad colectiva- es lo que, a mi juicio, empieza a gravitar peligrosamente sobre nuestro país.

Juan Pablo Fusi Aizpurua es catedrático de Historia de la Universidad Complutense de Madrid.

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