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Los intelectuales y la afición

Fernando Savater

Después del últimamente muy comentado de los corderos, el silencio que más ha hecho hablar es el de los intelectuales. Así lo constata Norberto Bobbio en la primera página de Il dubio e la scelta (La duda y la elección), libro en que recoge sus trabajos publicados a lo largo de 40 años sobre los intelectuales y el poder en la sociedad contemporánea: "Il tema del silenzio degl´intelletuali e vecchio e ricorrente". Pero también la obsesión sexual es vieja y recurrente, sin que haya perdido por ello un ápice de su turbio y clamoroso gancho. Nada de raro tiene, pues, que- redescubrir el silencio de los intelectuales para denunciarlo o deplorarlo con doloroso asombro, sea uno de los tópicos más aplaudidos de los predicadores mediáticos: yo diría que el de más éxito, después, naturalmente, de la crisis de los valores. Teniendo en cuenta que el agobio estival no aconseja congestionar demasiado las meninges, permítanme echar mi cuarto a espadas. Doy por descontado que los intelectuales guardan (¿guardamos?) silencio, puesto que tanta buena gente lo asegura, y resulta inverosímil que un error o una imbecilidad reciban adhesión casi unánime. Las preguntas pertinentes entonces son las siguientes: ¿quién lamenta el silencio de los intelectuales?, ¿por qué callan éstos?, ¿qué pasaría si se decidiesen a hablar? Intentaré responder a tan cruciales interrogantes. Que la fuerza (pública) me acompañe.Censura este sonoro mutismo un amplio grupo de ciudadanos que configuran lo que podríamos llamar la peña de aficionados a los intelectuales. Sus componentes se reclutan en gran medida-espero no sorprenderles, entre los mismos intelectuales. 0 sea, que es una afición más parecida a la taurina (que se nutre de la propia gente del toro, de los que fueron y dejaron de ser, de los que quisieron ser y no pudieron) que a la que jalea el fútbol o el ciclismo. Claro que intelectuales una categoría tan amplia que no es difícil pertenecer más o menos a ella: yo creo que lo difícil es lo contrario. Como toda afición, la de los intelectuales es veleidosa y descontentadiza, pero apasionada. En su obra, Bobbio señala algunos notables vaivenes en la actitud de reproche: los intelectuales están siempre a la contra para hacerse notar, pero también son execrables por su dócil conformismo; pontifican sobre lo divino y lo humano para ocupar las páginas de los periódicos o los espacios televisivos, pero juntamente se encierran en su desdeñosa torre de marfil, olvidando las inquietudes cotidianas; procuran contentar a todos y no molestar nunca a nadie, aunque también vociferan a destiempo para dárselas de enfants terribles; rehúyen el compromiso político o, aún peor, se afilian desvergonzadamente a un partido, etcétera. Si comen son tragones, si ayunan estánposeídos por el demonio. Consólemosnos al ver que la misma cacofonía rodea a Induráin: si queda tercero en el Giro, está acabado' y ya te lo decía yo; si arrasa en la primera etapa contrarreloj, se acábó el Tour y esto es un aburrimiento. La afición formada mayoritariamente, no lo olvidemos, por intelectuales, parientes y aspirantes- siempre habla de los intelectuales como de un colectivo homogéneo. En vano amonesta Bobbio: "En las democracias modernas, que son sociedades pluralistas, el poder ideológico está fragmentado, se ejercita en las más diversas direcciones, incluso en fuerte contraste entre unas y otras. Cualquier juicio global sobre los intelectuales es siempre inadecuado, desviado, además de objetivamente falso".

¿El porqué de ese silencio? Sin duda, el cochino interés: las prebendas. El sistema establecido, que es el beneficiado por el silencio (por definición, hablar equivale a criticar o protestar), recompensa muníficamente a los silentes. ¿Han oído ustedes alguna vez que un intelectual parlanchín y antigubernamental haya ganado un premio nacional, haya sido invitado a un viaje a cuenta del Ministerio de Cultura (digamos que a Brasil, por ejemplo), pronuncie una conferencia en un curso de ve rano (o hayan visto dedicado un curso de verano a conferencias sobre él), sea Príncipe de Asturias, aparezca en espacios de televisión o de radio, tenga acceso a columnas en la prensa, reciba económicamente suculentas invitaciones como conferenciante de municipios, cajas de ahorro, etcétera? Jamás de los jamases: al intelectual indomable se le conoce porque va vestido de estameña y con la testa cubierta de ceniza o de espinas. Y si por azar no ocurre así, si disfruta de más o menos iguales beneficios que los vil mente obsequiosos, tampoco es lo mismo. A él los premios "no tienen más remedio que dárselos": a los demás se los regalan; él aprovecha la invitación al curso de verano para denunciar los mismos cursos, cosa que nadie más se atreve a hacer; él per manece injustamente marginado aunque catorce profesores hablen de su obra y descontento porque nunca falta una instancia oficial que no le ha rendido suficiente homenaje. Para el crispado engreimiento del ex celso o del mártir profesional todo lo que un colega recibe es privilegio; lo que le dan a él, cicatera o tardía recompensa al mérito, disminuida por las re presalias contra su insobornable independencia.

Como vivimos en país de funcionarios y opositores, la afición intelectual tampoco piensa Bobbio "En las más que en el escalafón. El que sube es siempre por recomendación: ¡pero ya llegarán los míos! El puesto que ocupa el "instalado en la mafia cultural" me lo quita precisamente a mi, que no tengo padrinos. Etcétera. Como parece que se avecina cambio político, ya se hacen quinielas sobre quiénes serán los nuevos prebendados y cuántos cambiarán de chaqueta. Algunos esperan que un terremoto guberna-, mental logre que la gente lea más sus libros o vea más sus películas, cuyo fracaso anterior se debió a la corrupción socialista. Acerbos denunciantes de las insuficiencias de nuestra modernidad (la más palmaria de las cuales consiste en rio celebrar debidamente sus obras) profetizan un discurso intelectual nuevo responsable y a la altura de las profundas grietas que se abren en nuestro suelo político y social" (por cierto, Subirats, no es mucho pedir que un discurso esté a la altura del suelo: ¡puedes lograrlo!). Recuerdan a aquellos de los que se burlaba el Sade de Peter Weiss, que esperaban de la revolución mas pesca, un mando mejor o talento poético, y cuando vieron que seguían sacando del río botas viejas, durmiendo con un gordo apestoso o cometiendo ripios culparon a la revolución por "decepcionarles". Preveo en lontananza una decepción semejante después de que ganen los buenos. Para prevenirla, y sin intención de descorazonar a nadie, les recuerdo lo que en el viejo chiste de Mingote le decía el señor enlutado a la beata inquieta por el clima posconciliar: "Todos los cambios que usted quiera, pero al cielo, lo que se dice al cielo, seguiremos yendo los de siempre".

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¿Y si los intelectuales se decidieran por fin a hablar? No soy demasiado optimista respecto a los resultados. En primer lugar, por razones históricas: la interesante crónica de Andrés Trapiello sobre los dimes y diretes de los intelectuales durante la guerra civil española (Las armas y las letras, editorial Planeta) alarma un tanto sobre la capacidad de análisis y raciocinio de algunos maestros venerados que supieron ser primero inoportunos y luego oportunistas. Además, ¿y si los intelectuales al hablar no dijeran aquello que

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espera de ellos la afición que les azuza? Serían ferozmente reprendidos, como lo ha. sido Muñoz Molina por sus dos estupendos artículos (aún mejor el segundo) a partir del caso Beuys. Por otro lado, ¿les escucharía alguien? Escuchar a un intelectual no consiste en afiliarle a los del sí o a los del no, a los de pro o a los de contra, sino recoger sus razones, aunque sea para no compartirlas. ¿Interesa tanto esfuerzo? Poco antes de las elecciones europeas me telefoneó una señorita de la sección cultural de El Mundo, con motivo de un próximo suplemento sobre -¡nunca acertarían!- el silencio de los intelectuales. "Estamos llamando a los firmantes el pasado- año de un manifiesto a favor de Felipe González para saber si hoy siguen apoyándole". Observé que yo nunca había firmado manifiesto tal. "Bueno", concedió magnánima, "pero, ¿sigue usted apoyando al presidente?". Intenté aclarar si se refería a las elecciones europeas, que a mi juicio no trataban sobre Felipe, sino sobre Europa. "Olvídese de las elecciones: ¿sigue apoyando a Felipe?". Ni modo de precisar qué era apoyar, para qué se le apoyaba, en qué condiciones. Cuando apareció, el reportaje venía ilustrado con numerosas fotografías, distribuidas en tres secciones. Las primeras correspondían a los que apoyaban sin resquicios al Gobierno. Las segundas eran los independientes, que no le apoyaban (por lo visto, no se podía apoyar independientemente al Gobierno, mientras que no apoyarlo era ya señal indudable de independencia). Los terceros, entre los que me encontraba yo junto a mi querida Rosa Chacel, estábamos "cambiando de opinión": ¡del progubernamentalismo a la independencia! En fin, viva España. ¿El silencio de los intelectuales? Más vale no hablar.

Fernando Savater es catedrático de Filosofia de la Universidad Complutense de Madrid.

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