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Tribuna
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Sobre los tópicos

Los tópicos son verdad. Cada tópico burila y subraya, con su insistencia, determinados rasgos psicológicos del individuo. Es aquello que todo el mundo admite y, por consiguiente, lo que nadie discute.Pero cuando de tópicos se trata, surge de inmediato un peligro, a saber, que su proliferación concluya por ocultar la realidad que ellos mismos certifican. La persona, la persona específica, individualizada, queda sumergida en la marea de lo con-sabido, en el apogeo de lo obvio. El tópico intenta resaltar la figura de la que se ocupa, mas si esa operación se lleva a cabo sin mayor discernimiento, el propio sujeto se convierte, a su vez, en lugar común universal. Los tópicos producen estatuas.

¿Ocurre algo de esto con nuestro Rey? Sin duda. Y me parece que ya es hora de convertir el esquema en materia viva, el tópico, en bulto humano con los tornasoles y las medias luces, con los complejos perfiles y, en suma, con lo que es su propio horizonte existencial. Que don Juan Carlos es hombre cordial, propenso a la efusión, entusiasta, alegre, un tanto suelto ante los rigores protocolarios, y que todo eso, tan de agradecer, sabe infundirlo inmediatamente en el ocasional interlocutor, es cosa indudable. Que eso se transparenta curiosamente incluso en el rápido, fugaz acto de estrechar una mano desconocida, bien a la vista está y bien lo han experimentado gran cantidad de conciudadanos. Se trata, en suma, de un hálito juvenil que los años no debilitan. Todavía más: que los años van potenciando día a día.

Hasta aquí, la imagen cierta. Hasta aquí, el esquema.

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Pero acontece que todo esquema, si en verdad sirve para sistematizar la realidad, también transforma las verdades en frías líneas rectas. La verdad es curva, afirmó Nietzsche. Y la verdad de toda criatura humana pide, para ser contemplada en su complejidad, la atención a los meandros vitales, a ese ir y venir de la órbita biográfica que, sin duda, es, a la postre, lo esencial y lo auténtico, el pálpito que interesa conocer. Hay, pues, un esquema de nuestro Rey. Y ello es inevitable. Si se me apura, yo diría que hasta necesario. Necesario, ¿para qué? Sencillamente, para insertar en ese cañamazo todas las posibles líneas maestras de aquello que no aparece expreso en la imagen tópica del Monarca. No basta con ver su perfil atento ante cualquier necesidad. No basta con escuchar su abierta risa, o percibir el instantáneo fulgor de la nada en la que se inscribe: toda una dimensión de buen hacer y de complacencia. No. No basta. Es menester ir más allá. Es, menester tener voluntad de entender para ahondar en los recovecos múltiples que informan la figura humana de don Juan Carlos.

Y todo esto, toda esta inexcusable empresa intelectual, hace que el esquema vital se amplíe y se desarrolle y convierta en actuales las virtualidades de una existencia ciertamente ejemplar. La simpatía, el milagro de la convivencia, en una palabra, la humanización de la real persona, pide nuevos datos, otras líneas de fuerza. En definitiva, otra dinámica. No podemos amputar, ni dejar a un lado, como si no existiera, lo que celosamente se guarda en enquistado secreto. Un secreto que, según yo pienso, arranca de un factor decisivo y sorprendente, enormemente sorprendente, a saber, la timidez, la espontánea timidez que caracteriza a nuestro Rey, y que el Rey trata una y otra vez de superar. El triunfo de esa autoinhibición congénita supone sacrificios sin cuento. Y ése es uno de los méritos, si no el mayor, que el Monarca posee. Es como un silente y fino homenaje a los demás. La timidez superada constituye, pues, así al menos yo la veo, el inicial e indispensable tributo del Monarca a sus súbditos y crea, sin más, el margen de confianza, la zona de comodidad ciudadana en la que todo el mundo puede deambular sin reparos, sin cortapisas y sin rigideces.

De esta forma, el protocolo se transforma en diálogo abierto, y las preeminencias en solar comunal. Ya tenemos, pues, derrumbado el muro de separación. ¿Quiere esto decir que el Rey así, sin más, se transforma en la persona que todo lo permite y todo lo traga? De ninguna manera. Si es necesario establecer distancias, él sabe establecerlas. El Rey dispone de sus propios mecanismos para colocar las cosas en su sitio. Y ello sin que nadie pueda darse por ofendido. Hay una observación de José Luis de Vilallonga en su libro El Rey, una finísima y sutil observación. Hela aquí: a una pregunta del escritor, don Juan Carlos no contesta, y Vilallonga consigna esto tan decisivo y tan aclarador: "Don Juan Carlos me lanza una de esas miradas con las que da la impresión de no verle a uno". Exacto. Todos los que tenemos la suerte de tratar al Rey hemos experimentado en ciertas ocasiones esa mirada que, sin gesto alguno que la acompañe, de pronto anula y deja fuera de combate al interlocutor. Es la no-discusión. Es el diálogo sin palabras. Don Miguel de Unamuno ha hablado de sus monodiálogos, de los diálogos de uno consigo mismo. La ausencia del otro en las pupilas del Rey es algo así como el regreso a su propio, entrañado, monodiálogo. Es, finalmente, la condigna respuesta de un tímido. Que lleva en su entraña antropológica una considerable dosis de elegancia espiritual. En el fondo, de consideración ante aquel que queda sin respuesta expresa.

He hablado del fulgor fugaz en las pupilas reales. Ahora habría que hablar de su apagamiento. En ambos casos estamos ante un notable juego del silencio de la persona. Y por aquí, por este terreno, ingresamos en otra nota psicológica del jefe del Estado, para mí de subidos quilates: su capacidad de silencio. Su saber callar cuando las circunstancias a lo mejor hierven y todo en su torno, todo en la calle, es arrebato, griterío y, por ende, confusión. Es la noble virtud de lo tácito en problemáticos momentos. Acierta entonces a enmudecer hasta que las circunstancias exigen que la real persona hable. Todos recordamos el estilo con que suele hacerlo. Una curiosa mezcla de serenidad, firmeza y reproche. Algo que, por eso mismo, por la alta calidad de las palabras, sirve de admonición generalizada. Es un discurso que pone en orden la casa, el hogar común. Es, en última instancia, una orientación de Rey. O lo que es lo mismo: un ejercer, con el necesario rigor, el oficio de Rey.

Y todo esto ya no tiene nada que ver con timideces, ni con imaginadas superaciones personales. Todo esto indica bien a las claras que la realeza, antes que servirse de cualquier prerrogativa, es sierva de mandatos que no están escritos en ninguna parte, y que por eso, por no estar escritos, por no ser texto legal conminatorio, obligan y constriñen con mayor energía a aquel que los convierte en perentoria realidad. Ser Rey significa muchas cosas, por descontado. Pero una de las mayores estriba precisamente en sentirse empujado, desde dentro de sí mismo y porque sí, a poner en acto los programas existenciales difíciles, las arduas tareas. Y ello sin necesidad de que nadie lo pida de modo expreso. Entonces, el Rey obedece a un mandato que nace en la propia conciencia y, después, bastante después, toma cuerpo en la conciencia comunal. El Rey, de ese modo, es algo así como un resonador de las menesterosidades colectivas y, sin otro apoyo ni otro fundamento que esa misma exquisita sensibilidad, transforma sus gestos, sus palabras y su conducta en cauce humanizado del sentir popular. Cuando tal cosa se consigue es cuando asoma, temblorosa y emocionante, la calidad humana del Monarca. Su última y radical calidad. Allá en el fondo, la fusión de la mirada intensa y comunicadora con la mirada alejadora y finamente advertidora.

He aquí, pues, la sustancia, la íntima entraña espiritual de nuestro Rey. ¿Se agota con ello el bulto humano de don Juan Carlos? ¿Concluye ahí el horizonte de una biografía que esos vectores antropológicos condicionan? Pienso que no. Algo más hay dentro de la textura específica del Rey. Ese algo consiste en una red de mallas tan amplias y, a la vez, tan firmes, que en ellas pueden pescarse y ganar sentido los distintos parámetros que vengo analizando. Vayamos, por consiguiente, a esa red.

Tenemos los españoles una irrefrenable tendencia a primar, por encima de cualquier otra cosa, todo lo que sea visceral, todo lo que sea emoción en estado puro. De esa forma (digámoslo muy resumidamente), saltamos sobre la realidad, sobre la dura y problemática realidad, y dejamos que se enseñoree de nosotros el capricho. La realidad es, por esencia, contradictoria. De ahí su seriedad, y de ahí que Tocqueville afirmase que la vida no es ni alegre ni triste, "sino un negocio muy serio que nos ha sido encomendado y que debemos llevar honrosamente hasta el fin". Pero esta seriedad que exige, que de continuo nos alancea y pide más de lo que ella da, es algo que no toleramos. Es algo que nos impacienta y que nos vuelve frenéticos. A final de cuentas, intolerantes.

Y aquí, en este momento de la idiosincrasia colectiva, aparece sosegadora, realista y calma, la figura del Rey. Las objetivas dificultades de la seriedad de la vida son entonces valoradas con el enfoque de la inteligencia. Parece como si don Juan Carlos hubiese escuchado la voz ciceroniana: "Vivere est cogitare" y, de acuerdo con ella, nos advierta una y otra vez de que lo primario, lo esencial y básico es lo que yace escondido en los recovecos de la simple razón. El Rey, una y otra vez, acepta y admite los problemas, pero no frunce el entrecejo para dar salida indiscriminada a cualquier pulsión emocional. Lo prioritario para la augusta persona consiste, pues, en la sumisión al espontáneo juicio, cosa de la que él da fe constantemente. Sólo así, sólo de esa manera, es factible ingresar en la entraña viva de los obstáculos, y sólo así es hacedero desmenuzarlos y alcanzar alguna victoria. El Monarca, con su simple presencia exenta, nos empuja a todos al camino del sentido común, no más que al camino del sentido común. O lo que es lo mismo: al camino en el que no caben, ni pueden transitar, las visiones deformadas y feroces de los fanatismos.

Esto, esto tan evidente, responde a la raíz misma de una existencia hecha de silencios, de sacrificios y de renuncias. Ésta es la base de sustentación, el fundamento último de la actitud de don Juan Carlos frente a frente de la vida y sus enormes complejidades.

¿Equivale todo ello a una especie de puesta entre paréntesis de la pasión? De ninguna manera. Nuestro Rey es, afortunadamente, un ser dotado de firme vibración pasional. Con capacidad de compadecer, de padecer con los demás. Pero ello sometido a regla y freno. Todo ello antes cernido en el cedazo de la lógica y del sentido común.

La simpatía, la seriedad, el sometimiento a todo lo razonable. Ésta es la imagen no tópica de nuestro Rey. En contadas palabras: ésta es su riqueza humana, y no el escueto y repetido esquema despersonalizado. Esto es él y ésta es nuestra suerte.

Domingo García-Sabell pertenece al Colegio Libre de Eméritos y es delegado del Gobierno en Galicia.

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